Jorge Ayala Blanco - La justeza del cine mexicano

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Éste es el décimo de una serie de libros publicados por orden alfabético (comenzando por La aventura del cine mexicano) que su autor ha dedicado al estudio crítico de las producciones más recientes del cine nacional y su muy particular imaginario. Con vivacidad e inusitado ejercicio de la invención verbal libérrima, ofrece una mirada estrictamente personal, ensayística, lírica e irónica a la vez, teórica y académicamente fundamentada, de nuestro cine en el periodo 2006-210. Mezcla la severidad de varios lenguajes: el literario, el sociológico, el psicológico, el investigador, el histórico. Esta edición recibió el Premio Caniem 2011.

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La justeza de la decadencia intuye como puede la semblanza del irresponsable perfecto que vive en el juego y en el engaño de sí mismo, que se sigue creyendo roquerín y se la pasa dándole baje al auto de su amigo-representante, descubre una nueva euforia en la compañía de una joven que vagamente se le resiste pero que cree conquista más o menos fácil y de tarde o temprano. Pero, ante la inminencia de la muerte (la suya, la de su amigo-enemigo por causa de la chica), debe de pronto dejar de jugar. Y el antónimo del juego no es la seriedad, sino la realidad, la inminencia, la revelación, la presencia y el embate brutal de lo real. Pero en ese momento, también el mundo cambia, paradójicamente, y el hombre es ahora quien se convierte en juguete de su entorno, tanto del imaginario (otra vez el cruce de la línea mortal vuelto túnel lugarcomunesco y erubescencia) como del hospital y sus coincidencias sorpresivas.

La justeza de la decadencia oscila entre las descripciones grisáceamente ampulosas, los símiles arbóreos que la chava chavocha recita a la menor provocación o en caso de peligro (así cuando el berrinchudo celoso Pat pretendía bajarla de su auto le asesta su filípica predilecta: “Eres un eucalipto, el árbol más plantado en el universo, florece en las peores circunstancias, todo un sobreviviente, pero no comparte su espacio, segrega una sustancia tóxica...”), las sobrerreacciones autoexcitadas a granel, los diálogos conceptuosos de risa loca pese a ser gritoneados con intimidadora exasperación (“Le huyes a la vida porque crees que no te merece, pero tú no le has dado nada” / “No estoy huyendo de la vida, estoy tratando de congraciarme con ella”) a un pelito de Cabeza de Buda (Garcini, 2009), y los imposibles vuelcos, los audacísimos giros, los ineptos cambios de tono: crónica realista, itinerario humano, esperpento a lo Alcoriza con túnicas blancas y negras de significados opuestos en medio del túnel decorado de neón (“Reality Ends Here”), cabezas vendadas de dibujo animado, patizas y escupitajos. Pero, como de costumbre en Corona Andrade, lo más interesante serán sus intentos críticos mediante súbitos zarpazos, al igual que cuando abordó, así fuera con torpeza, pero denunciadora e intempestivamente, los temas (aún vírgenes en el cine mexicano) de la corrupción académica en Purgatorio o del omnímodo caciquismo liquidahomólogos eclesiásticos en Extraños caminos. En Euforia arremete contra la hipocritona cobardía de un curita pueblerino moscamuerta, seductor (“No es fácil cargar esta sotana y honrarla toda la vida”) y cogelón (“Pinche cura pito alegre”), un Padre Amaro apenas desreprimido y sin crimen (acaso por falta de imaginación), a quien el relato sigue hasta en la pudibundería ridícula de su comportamiento sexual más íntimo (desvistiéndose debajo de las cobijas tras hacer que Ana haga lo propio a su lado, cogida esforzada siempre bajo las sábanas para que no se le antoje pecaminosamente el cuerpo de su partenaire) y se burla de él en pleno orgasmo (el sufrimiento doble, el aullido del cabrón mustio a la hora de tener una eyaculación patéticamente más precoz que cualquiera de Diego Luna en El búfalo de la noche), antes de que Pat los descubra abrazaditos y dulcemente insatisfechos por la mañana, en una secuencia de antología, a sabiendas de que “Para cada pecado hay una penitencia”, y acabar mucho después hasta perdiendo para siempre a su amada instantánea, luego de haberla rocambolescamente recuperado.

La justeza de la decadencia desemboca en la anunciada maduración de todos tan temida. Cual si los personajes en su conjunto se deslizaran hacia su perdición edificante y ejemplar, como si sólo pudieran dirigirse al encuentro de los valores positivos y el usufructo de la lección ganada por la experiencia con todo bienhechoramente recibida, todos iban, incluso sin saberlo, pero en su fuero interno deseándolo, camino hacia la autoaceptación. Una autoaceptación que deberá, debería ser a un tiempo redescubrimiento existencial y redención. Una autoaceptación que por milagro y sinuosamente les llegará a todos. O más bien, veleidosa, voluble, ampulosa y farragosamente les sobrevendrá, por turno y en montón, interminable. El avión de la viajera compulsiva Ana despega ante el testigo decepcionado, la mirada dulce del niño autista también lo certifica: “Y aquí estaba de nuevo la realidad”. Saliendo del Maximo’s, el charco borra la efigie decadente que se aleja para siempre (“Ya no volverán”). La chava azotada irriga ahora vegetales en soledad, esplendiendo por fin en un vivero digno del jardín botánico de Las buenas hierbas (Novaro, 2009), entre significativos árboles dicotómicos, los invariables que simbolizan la permanencia y los que mudan de hojas para emblematizar el cambio (“¿Un pino? No gracias, me convertí en roble”). El exroquero asumido como tal y convertido en figurín, con disfraz romántico tardío, corbata de moño y esmoquin, al piano de un bar de hotel, ofrece sombría y sobriamente al respetable su nueva pieza intitulada Para Ana. Por fin han comenzado a ser ellos mismos, un tanto solitaria y tristemente: la ya no tentadora galana diurna de modalidad recia y enérgica figura autosuficiente, el ya no galán romántico nocturno de escénica postura elegante y fina sensibilidad.

Y la justeza de la decadencia era ante todo una eterna disolvencia carretera a contraluz, un recuento autocompasivo apenas transferido y agrestemente virilista (“Quiero a los hombres porque son hombres y no mujeres”), un desahogo ingrato y sonrientemente agriado, un reflejo depresivo tras varias cirugías físicas que se creen emocionales, una invisible euforia (más bien (ausencia de ella) vuelta humilde megalomanía desvanecidamente disfrazada de nostalgia, una desviada desviación de desviaciones con supuesto sentido taoísta (“El camino es la meta”), un reaccionario reencuentro bifurcado con la resignada vida verdadera.

La justeza de la rabia

Es la rabia en dos dimensiones extremas y consecuentes, en dos caras enfrentadas sólo al parecer opuestas, la rabia rumorosa y la rabia martirizada, para los vértigos y los abismos amorosos de tres sexos que a fin de cuentas padecen como uno solo o son uno y todo.

Lado A: La justeza de la rabia rumorosa

Rostros displicentes o rostros en íntima erupción emotiva. Rostro enfermo y rostros festivos. Laberinto de rostros. Rostros indolentes verbalizando la resolución de un crucigrama, rostro concentrado de solitario inquieto en su sitio al lado de rostros de parejas que bailan, como el de una mujer de vestido amarillo y gesto sensual. El plano fijo semiabierto y los pannings cerradísimos han tardado el tiempo justo que necesitaban para hallar y detallar a sus héroes en el corto Vago rumor de mares en zozobra del exdisidente cuequero ya de 34 años Julián Hernández (2008).

Rostro del Joven Baldado (Baltimore Beltrán) en su cama negando sus dolencias (“Estoy bien”) y rostros circundados por la avidez rojiza de un antro de la colonia Atlampa. Laberinto de rostros espaciados hasta localizar a un extraviado Joven Galán (Jorge Becerra) que sin embargo intenta aproximarse a esa demasiado aunque humildemente llamativa Lola, una mujer en el límite de la madurez (Claudia Goytia protagonista de algunas de las mejores cogidas del cine mexicano moderno), que baila con otros un buen rato, hasta que ella misma inopinadamente, tras juntar sus puños en desenfoque, aborda al muchacho en su mesa (“Hola, ¿qué haces aquí?”), haciéndose invitar un vaso de cerveza. Laberinto de rostros secretos y convulsos sin saberlo. El contraste entre el breve plano fijo semiabierto del prólogo y el obsesivo régimen de lentos pannings cerradísimos rebosantes de oquedades han tardado el tiempo justo para situar los espacios justos con la inmovilidad / movilidad justa, creando las atmósferas justas y manteniendo las justas distancias involucradoras dentro de la estructura justa para obtener y manifestar en situación a sus criaturas caracterizadas y palpitantes justo al inicio del nuevo cortometraje (Mil Nubes – CUEC : UNAM, 15 minutos, color) del director de Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (2004) y El cielo dividido (2006), sobre el deseo y el dolor, como de costumbre en Julián Hernández, pues el propósito central de sus filmes es siempre indagar las causas que impiden el contacto amoroso de dos seres, independientemente de cuáles sean sus sexos (acaso con la dudosa excepción de su corto erótico manifiesto Bramadero, 2007).

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