En una segunda escala, no lejos de allí, en una capilla colonial que está remodelando con sus fieles el alivianadísimo y acogedor sacerdote católico Pablo (Francisco Cardoso convincente), Ana encontrará en éste el instantáneo amigo confidente que tanto buscaba y, aunque haciéndose pasar por esposa desde hace tres años de su compañero de viaje para ganar hamacas, acabará siendo apapachada por el joven prelado y acostándose con él, para sorpresa e indignación del celoso infeliz pero volitivamente maniatado Pat insistiendo en partir y consiguiéndolo sólo, a regañadientes, al tercer día. En una última escala, ya más tranquilos y confortados los viajeros, llegarán a su destino en un Guanajuato espléndido donde ambos indagarán con buen éxito el paradero del antepasado, lo encontrarán en la afectuosa y frágil figura de un enjuto anciano hiperacogedor y sobriamente eufórico (Carlos Cardán) a quien se le presentarán como una pareja con tres años de integrada, pernoctando en su casa, turisteando, callejoneando y conviviendo con él y con la buenaonda tía Inés que lo atiende en esos sus últimos años de vida. Mientras Ana disfruta la familia que nunca ha tenido (“Hola, soy la hija de Refugio, tu hijo”) ni volverá a tener, Pat descubrirá en un periódico la noticia de Max golpeado, vivo e internado en un nosocomio cercano a Bernal para su recuperación, pero nada le dice a la gringuita, creyendo que, al depender de su protección, tiene más oportunidades de acostarse con ella y, por añadidura, con la vagarosa esperanza de que lo salve de su propio pasado.
Sin embargo, los estragos de la conciencia culpable siguen haciendo de las suyas y la partida de Guanajuato será fatal para la falsa pareja que en la realidad objetiva jamás ha logrado ni logrará establecerse como tal. Van a separarse de manera repentina, cuando Ana se escurra a escondidas en una parada de la ruta, sin duda para reunirse con el curita cogelón en trance de colgar los hábitos. Rabiando de furia y frustración, Pat volcará deliberadamente su auto prestado en un recodo, yendo a dar a un hospital de Bernal donde será prácticamente obligado a recuperarse del golpe y de sus costillas rotas, confinado al encierro, a la inmovilidad y a un asomo de reflexión, aunque sólo le sirva para enfrentar y confraternizar a carcajadas asfixiantes con el rencoroso experiodista hecho un ovillo patético por su estado terminal Polo Opuesto (Enrique Arreola orillado al guiñol), a quien le negó alguna vez alguna entrevista para él crucial y, bajo la atónita mirada de una enfermera protectora (Anabel San Juan), afrontar los violentos arrebatos energuménicos del mismísimo Max, quien también se repone allí de su percance, en el cuarto nueve, y ya no puede refrenar su presunta administración de la ira. Más jodido que nunca, sosteniéndose como puede, agarrándose las costillas en reparación y doblado sobre su pecho cuando se acuerda de ello, el infeliz Pat será perseguido por Max, también aventando su bata y secundado por sus amigotes criminales, hasta el templo en reconstrucción adonde el exroquero madrea feamente a su rival en amores, sortea a los delincuentes y se dispone a pasar una temporada feliz con Ana, agradecida y contrita, a la que sin embargo perderá por completo cuando le confiese el ocultamiento de información de que la hizo víctima para lograr retenerla y recobrarla.
En Euforia (Triana Films – Fidecine : Imcine – Eficine 226 – Productos Media, 100 minutos, 2009), cuarto largometraje del veterano binacional de 58 años sin frecuencia en su oficio ni suerte comercial Alfonso Corona Álvarez (largometrajes de persistente pertinencia inexistente: Preparatoria, 1983; Deathstalker and the Warriors from Hell / La ciudad secreta, 1988, y Extraños caminos, 1993; cortometrajes sucedáneos: Coyote 13, 2003, y Valentina, 2004, basados en Arturo Souto Alabarce y Mario Benedetti, respectivamente), con guión suyo, se amalgaman demasiados discursos, los demasiados discursos previsibles e imprevisibles, en función del análisis supuestamente profundo y la evolución de los dos personajes centrales: un Pat en decadencia que, como todo decadente Pat estaba enamorado de la vitalidad y de la juventud, para él ya, infortunadamente inaccesibles, pero duplicado por una Ana, decadente prematura (“Toda nuestra vida sigue siendo abandono”) y perdida en el espacio geográfico, afectivo y vocacional. Igualados en la decadencia, cada quien su decadencia y el diablo para todos. Ambos aspirando no obstante a una inesperada justeza de la Decadencia, como sigue.
La justeza de la decadencia lleva las manías genéricas de la road picture hasta sus últimas inconsecuencias. Una road picture en donde las aventuras y encuentros se suceden a ritmo vertiginosamente tranquilo. Una road picture al nivel de fallidísimos precursores nacionales tipo Sin dejar huella (Novaro, 2001) o La hija del caníbal (Serrano (2002) en la que al azar forzado siempre los mismos personajes se reencuentran en distintos lugares como si el relato y el mundo sólo pudieran girar en torno y gracias a ellos, a la vez núcleos, electrones, quarks, o cualquier partícula elemental en especial sensible a las interacciones fuertes. Una road picture pretendidamente crítica, o incluso hipercrítica-autocrítica que intenta elevar sus casualidades a nivel de testimonio y denuncia. Una road picture que se obliga a devolver amplificados los reflejos de ambigüedad y las falencias del mundo en que supone vivir el héroe (“No hay derrotas, sólo experiencias”). Una road picture que elucubra y propone situaciones en las que la violencia siempre estalla por fuera y bajo la piel de sus criaturas peleles. Una road picture que se finca en una dramaturgia muscular, untuosa, recurrente, singularmente inepta para interiorizar lo proclive al sainete y a la farsa. Una road picture cual entramado de linfas longitudinales (diríamos con un lenguaje ensayístico a lo David Viñas, tan perimido como el de la película misma), que se superponen, se bifurcan y regresan para fundirse ya esclerosadas. Una road picture en apariencia abierta pero que avanza sorda, solapadamente, sin otra sorpresa que su propio arbitrario ni otra convicción que la de seguir dando rodeos y giros sobre su eje. Pero una road picture que toca fondo insólito, con ganas de reír y de gritar, en la secuencia del túnel de la muerte, cual celestial sueño vivido un tanto grotesco, iluminado al fondo, lleno de figuras entrañables y temibles que caminan hacia el background deslumbrante pero son detenidas, trabadas por los demás caminantes y por la terca vida insistente que rehúsa disolverse. Una road picture que hará comunicar plásticamente al túnel de las postrimerías del hombre con el túnel de la calle subterránea guanajuatense, con la cinta asfáltica de la volcadura y con el cuerpo entubado del antihéroe cornudo antes de turno, seducido y abandonado y burlador burlado tanto como traidor traicionado.
La justeza de la decadencia hace continuas y frecuentes aunque inverificables referencias al pasado. No se trata precisamente de un émulo del legendario Jeff Bridges de Loco corazón (Scott Cooper, 2009). A nadie le consta, pero acaso ayer fue para Pat el frenesí y el paroxismo. Quizá la fama pasajera, el triunfo renovado cada noche que parecía interminable, el arrastre con el público juvenil, la idolatría de bolsillo, la huida a las fans plurihumillables multihumilladas, el negarse a dar entrevistas, el baje inescrupuloso a la mujer del amigo, los arrebatos de divo, las canciones originales (Las hojas secas, Camaleones) debidamente copiadas de sus héroes y modelos inalcanzables (Morrison, Abby Killroy). Hoy todo es pretérito punzante (“Todo lo que te aburre lo destruyes”), recuerdo verbalizado, pósters, caricatura presente, ausencia de futuro, invocaciones por supuesto a la longevidad asombrosa de Los Rolling Stones e inscripciones en el túnel que conduce a la muerte. Migajas, residuos, fracasos, contriciones. Cierta forma de arrepentimiento sincero o no pero siempre tardío. Cada vez más lejos de Morrison (reducido a un inapropiado subtítulo superpuesto sin que su asunto venga a cuento: “Interpretar nuestro arte y perfeccionar nuestras vidas: Jim Morrsion”) e incluso de sus propias canciones, viles caricaturas-sucedáneo de las más famosas de Los Doors. Omnirreferencial, autorreferencial: gratuitamente referencial. El pasado se le ha vuelto omnipresente, está en todas partes y en ninguna porque ha devenido irrepresentable. En compensación, incluso se da el lujo de representar el futuro, un futuro a ciegas, un único futuro seguro e inevitable, invisitable: la muerte. Sin lograr jamás su objetivo, que era nada menos que dramatizar, como garantía edificante de obvias reforma y redención, la venganza del presente cercado contra las etapas que lo preceden y lo suceden, o para decirlo con una bella expresión política de Alexander Kluge, el ataque del presente al resto de los tiempos.
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