Jorge Ayala Blanco - La lucidez del cine mexicano

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La lucidez del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La duodécima entrega del ya canónico alfabeto del cine nacional está integrada por textos analíticos, igualmente rigurosos y respaldados teórica y metodológicamente por el nutrido bagaje de uno de los investigadores y críticos con mayor reconocimiento y trayectoria en México. Integrada en su totalidad por textos inéditos, La lucidez del cine mexicano sondea aspectos inexplorados del fenómeno fílmico nacional que va de 2013 a 2014 y termina por dar cuenta de una arista del panorama cultural, en cuyo «límite, se rescatan la lucidez y los destellos de lucidez del cine mexicano actual, porque ya se ha vuelto inútil, fútil y ocioso e innecesario, demoler lo demolido».

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La lucidez descuartizadora aclimata de muy lejos cierto arbitrario estilo parahistorietista vehemente e iracundo lleno de giros ficcionales y reconversiones perversamente descabelladas, como el del sudcoreano del ya su vez aclimatado a lo estadunidense Park Chan-wook de Lazos perversos / Stoker (2012), para llevar deliberadamente y sin humor alguno al subthriller clichesoso mexicano a límites que nunca había intentado, de bilis negra y de remisa plástica emética con fotografía de Aram Díaz cual indómito vómito verdoso (“Buscamos degradar el color; por tal razón, la puesta en escena tiene colores hipersaturados. Eso nos permitió obtener un tono casi monocromático a la hora de hacer la corrección de color y así crear una atmósfera sombría. Me gustan las películas de atmósfera, un thriller lo exige”: Gutiérrez Arias entrevistado por Carlos Jordán, en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 31 de mayo de 2014), con sendos enfoques subjetivos del interior de la cajuela o del refri, pero también a extremos de road picture circular y sin destino, a extremos de autoconciencia infranarrativa (“¿Quieres un capítulo de CSI?”), a extremos de cadáveres para hundir con piedras en los pies a la orilla del lago e incómodos encajuelados reincidentes y asaltos elípticos para hacerse de la pick-up de una parejita romanticona y fiambres con un tiro en la frente en alguna especie de sombría morgue al abierto ras de la banqueta, a extremos de normalizada impudicia tetas al aire de las manfloras semirredondas y cópula soft tanto suavemente homosexual en el asiento trasero del auto como repelentemente heterosexual en un hotel de lujo provinciano, a extremos de falsas reconciliaciones reactivadoras del deseo tras la callejera patiza intralésbica que hace errar solitaria por un ratito (“¿Me perdonas?” / “Pus, ¿ya qué?”) y conmina a librar batallas homoeróticas que sólo existen en la cabeza de la seductora heroína Mayo y de sus perseguidores homologados en vandalismo echatiros bajo su inspiradora sombra sobredeterminante, a extremos de conciencia vulnerada, hasta el hartazgo de los idílicos barbones agriados y a extremos de cinta de horror psicológico (“en trance esquizofrénico”, ajúa) y de zombies resurreccionales a fuerza de sadomasocas recalcitrantes.

La lucidez descuartizadora va a desembocar irrisoria / autoirrisoriamente en la exitosa lectura dentro de una casa de cultura de las últimas páginas del voluminoso libro de la TVperiodista hoy retirada Valerie (con secreto complejo beat de Jack Kerouac veladamente febril En el camino) sobre el caso, para así completar la trama en cumplida forma sensacionalista y, por el mismo impulso, ahuyentar amorosamente a sus dos exgalanes antes en pugna por sus favores sexuales, un ganón David que se retira con observadora cautela (“Depende si sale sola, o contigo”) y un agente Alex degradado a taxista de servil cachucha denotadora de su ser vil, cuya inmostrable pasajera de ocasión será una mismísima Mayo sobreviviente que lo encañona con su ilustre fusca intimidadora, para reclamar un final distinto al del libro consignado, porque esta hipertruculenta historia tremebundista inconclusa e inconcluible, entre un fútil juego menesteroso de film noir negrísimo y algún cínico exabruto catártico de W. C. Fields (“Yo estoy libre de prejuicios, odio a todos por igual”), no termina allí, sino que “Termina contigo”.

Y la lucidez descuartizadora era por insensible voluntad de elección mínima una complacencia en la barbarie asumida como desorbitamiento e introyectada sin saberlo ni quererlo ni deberlo.

La lucidez anticinéfila

Dueño durante décadas del tradicional Gran Cine Linterna Mújica en el centro de la pequeña población imaginaria de Ciudad Güepez y aún cácaro proyeccionista de las películas, sólo auxiliado por su entenadito gordillo llamado Memo (Óscar Iván González), el taimado viejo decrépito Don Toribio (un exPolivoz Eduardo Manzano resucitado sólo para volver a perecer de amanerada manera expedita) sufre una aparatosa serie de accidentes que lo mandan al hospital y lo ponen al borde fatal, por lo cual no le quedará más remedio que convocar en el lecho de muerte a sus dos únicos hijos sobrevivientes, ya mayores, aunque deban trasladarse desde lugares lejanos: el siniestro pervertido Archimboldo (Alejandro Calva), que de inmediato convierte a la ultrabuenona enfermera Claudianita (Ana de la Reguera) en su inescrupulosa amantucha de compañía, y el manso menso al pronto contraataque Gumaro (Carlos Corona), que de inmediato adopta a Memo también como su asistente. Pero el resentido moribundo en realidad sólo desea burlarse vengativamente de sus dos hijos, dejándolos, tras su fallecimiento, en garras del verboso abogado transa elevado a presidente municipal inderribable Don Cuino (Andrés Bustamante El Güiri Güiri), quien, para comenzar, los orilla a reñir y a hacerse fraternas putadas criminales entre ellos hasta para llegar a tiempo a la discriminadoramente puntual lectura del testamento / testamiento, en el que se estipula la cesión en herencia de los dos bienes más preciados del anciano a cada uno. Al ganón Archimboldo, la casa natal llena de hipotecas, y al infeliz Gumaro, el otrora próspero cine familiar, ya en franco deterioro.

En contra de toda previsión y sensatez, el hermano menor va a autoerigirse orgullosamente en aspirante a Cácaro Gumaro y empezará por limpiar y rehabilitar el viejo cascarón, aprovechando también para remodelarlo, pero exacto el día de la reinauguración del cine, presentando el regio estreno de la película Hasta el viento siente pelos, el rencoroso saboteador Archimboldo provocará, como desleal competencia, largas filas en la plaza central, a causa de la instalación de un gigantesco puesto de piratería fílmica que vende sus baratísimos DVDs como pan caliente (“Me estás boicoteando la reinauguración” / “Mejor véndeme el Linterna Mújica y hacemos un estacionamiento”), y luego regresando a promoverlos hasta con el arribo de un carnavalesco galeón bucanero sobre ruedas, para regocijo de los presuntos clientes del local renovado, ahora reacios y satisfechos en su apetito cinematográfico. Un puesto pronto perseguido y arrasado por las autoridades incompetentes a instancias del reivindicador Gumaro, quien ahora verá fracasada su prevista inauguración por el ambiguo obsequio, que le hace el hermano mayor supuestamente reconciliado, de unos modernos altavoces de los que saldrán e inundarán el cine para ahuyentar en definitiva a los espectadores regulares.

A instancias de una gran idea del ignorantazo pillo con delirio de grandeza Don Cuino, ahora el cine se reinaugurará con un magno festival de cine de arte, para orgullo internacionalista del pueblo, que será muy concurrido, e incluso tendrá un prometedor arranque, con profusión de asistentes y celebridades. Entre los primeros, se contarían los representantes señeros de Las fuerzas vivas del pueblo hipotético de Luis Alcoriza (1977), emblematizadas por el bizco lugareño canoso Cochigordo (Jesús Ochoa), de parte de la población civil, y por el Padre Amargo (Armando Vega Gil), de parte del imperante poder religioso jamás contrapunteado a la corrupción del poder gubernamental representado por el incallable Don Cuino. Entre las celebridades, en butacas reservadas, se contarían por ejemplo al Indio Fernández redivivo y en persona (cierto pueblerino con plumas de pielroja hollywodesco) y un Walt Disney con bloque de hielo para que no salga de su estado de hibernación.

También eso acabará por dar al traste. Una aburrida cinta de imitación hiperrealista contemplativa (tipo Luz silenciosa de Carlos Reygadas, 2007) pone a roncar al respetable, una película de violencia sexosa rodada tipo Dogma ’95 a golpes de cámara en la mano enardece en exceso a la clientela y, para compensar las dos reacciones anticinefílicas, el Cácaro Gumaro intentará calmar a los asistentes con el oportuno desentierro de los mohosos rollos documentales filmados como cine casero por Don Toribio en su época, en los que aparecen primigenias vistas del villorrio ido y perdido para siempre (condicionando una reacción arrobada), nostálgicas vistas de los moradores cuando jóvenes (determinando una reacción conmovida) e inéditas escenas de ellos mismos tomados in fraganti al cometer actos impuros o en definitiva sexodelictuosos, provocando una final reacción de furia inaudita que desembocará en el asalto a la cabina del cácaro y amenazará con devastar la sala.

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