Jorge Ayala Blanco - El cine actual, confines temáticos

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Una de las líneas más prolíficas del investigador y periodista Jorge Ayala Blanco es la minuciosa taxonomía del cine contemporáneo. Su propósito, señala su autor, es dilucidar sobre «el cine que nos tocó vivir y sus rebasamientos. El cine actual y sus confines temáticos. Tratar de indagar hasta dónde pueden llegar los temas que aborda el cine de hoy, a través de la emoción sólo después reflexiva, mediante el examen y el estudio sensible, cuidadoso y, ¿por qué no?, amoroso, de 350 de los especímenes más brillantes y apasionados de su repertorio actual y surgidos casi al azar de las carteleras comerciales y paralelas».

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La terquedad luctuosa

El hijo de Babilonia (Son of Babylone)

Irak-Reino Unido-Francia-Holanda-Egipto-Palestina-Emiratos Árabes, 2009

De Mohamed Al-Daradji

Con Shazada Hussein, Yasser Talib, Bashir Al-Majed

En El hijo de Babilonia, opus 3 del iraquí formado en Londres de 31 años Mohamed Al-Daradji (tras la ficción Ahlaam, 2006, y el documental Guerra, amor, Dios & locura, 2008), con guion suyo en colaboración con Jennifer Norridge y Mitzi Garand, una analfabeta monolingüe abuela kurda (Shazada Hussein) y su ingenuo nieto púber Ahmed (Yasser Talib) caminan medio extraviados a través del desierto del norte de Irak supuestamente liberado por los estadunidenses, hacia abril de 2003, en busca de su hijo y padre Ibrahím, a quien no ven desde hace 12 años cuando fue detenido por la fuerza represora Anfel del derrocado dictador Saddam Hussein, la vieja marchando siempre hermética enfundada en su velo islámico mientras el niño blandiendo por doquier una flauta paterna que apenas aprende a tañer pues sueña con devenir soldado tanto como ver algún día los míticos Jardines Colgantes de Babilonia, así logran que el conductor de una camioneta les dé un aventón mercenario para arribar a un devastado Bagdad en espera de que salga algún esporádico autobús hacia la lejana prisión de Nasiriya, en donde el hombre fue visto por última vez (según asienta la carta de un amigo mil veces releída en consoladora voz alta por el infante) y adonde llegarán tras muchas peripecias y encuentros, sólo para descubrir que el añorado progenitor no se halla entre los ejecutados del lugar en ruinas y que su búsqueda promete ser infinita, pues cada fosa común conduce a una fosa clandestina, sumando centenares de miles, hasta la muerte gritoneante de la silenciosa anciana desesperada y la orfandad ya total del pequeño. La terquedad luctuosa se ceba en un primitivismo expresivo que se manifiesta sin pudor con todas sus cualidades (hoy perdidas por el cine bien armado) y defectos (ostentosos): autenticidad a rajatabla, espontaneísmo, elipsis voluntarias e involuntarias, interpretaciones enfáticas, dramatismo elemental (ese desgarrador reencuentro con el niño aterrado a solas tras haber entrado al autobús por una ventanilla y partido sin la abuela, ese aferrarse al retrato enmarcado del ausente), milenarias fábulas verbales (de sacrificios a la divinidad) ornando / trascendiendo la inminente fábula contemporánea (otro tipo de sacrificios), bondad religiosa e innata de los personajes de apariencia ruda, road movie arenosa en vehículos invariablemente averiados, calidad coral neorrealista, aullidos de mujeres en perpetuo duelo exánime, cúmulos y túmulos de osarios inabarcables, vuelo de aves negras, y cantos autóctonos en off cual rezos incallables. La terquedad luctuosa jamás oculta su odio (instintivo, razonado) hacia las fuerzas represoras en relevo (“Todos los saddames son bastardos y los norteamericanos unos cerdos”), entre caminos bloqueados y autos patas arriba calcinados y Jardines de Babilonia infestados, un odio indoblegable si bien esos héroes frágiles y desvalidos habrán debido acogerse a la protección paradójica del generoso exsoldado de leva del antiguo ejército asesino Musa (Bashir Al-Majed), para concitar una radical dimensión ejemplar, edificante, pacifista. Y la terquedad luctuosa empareja la desesperanza con la íntima renuncia final del niño a su vocación militar, con sólo acercarse el pico de la flauta que en definitiva lo volverá músico.

El abuso díscolo

Octubre

Perú, 2010

De Daniel Vega Vidal y Diego Vega Vidal

Con Bruno Odar, Gabriela Velásquez, Carlos Gasols

En Octubre, debut como autores completos de los hermanos limeños de 36 y 35 años Daniel y Diego Vega Vidal (corto inicial Interior bajo izquierda, 2008), el solitario prestamista de barrio Clemente (Bruno Odar) ejerce sin piedad la usura con cuanto infeliz cae en sus garras (“Déme una semanita más”), soporta las ojeteces de su vetarro amigo rata Don Fico (Carlos Gasols) con tullida esposa recluida en un hospital y se conforma con la fofa prostituta anteojuda Juanita (María Carbajal) como única relación emotiva segura, hasta que alguien le deja abandonada una bebita en bolsa de mimbre y, por impulso absurdo casi humano, el tipo decide cuidar a la pequeña, debiendo recurrir a la beata desagraciada Sofía (Gabriela Velásquez) que providencialmente se acomide, mediante paga, a auxiliarlo para atender maternalmente a la chiquita, pero el hombre, de pronto rodeado de exigencias y desatendiendo su negocio, no tardará en deshacerse de todo mundo para recuperar su ansiada soledad, ahora insatisfactoria. El abuso díscolo juega a aclimatar a la peruana el nuevo exitoso cine minimalista uruguayo, a lo jodido, pero formalmente calculadísimo y exuberante, con ironía, amargura, cotidianidades vargasllosianas muy bien ambientadas, decisión esteticista, atenazante ritmo lentísimo y sistemáticas visiones frontales o de perfil muy posZabé-Reygadas de sus interiores ultraplasticistas casi hieráticos. El abuso díscolo reescribe a un tiempo las fábulas del Fierecillo Domado de Shakespeare y del Gigante Egoísta de Oscar Wilde, burlándose sin piedad de las rigideces de ese pobre tipo seco y tieso cual palo que de repente se descubre invadido, abandonado por su despectiva puta de cabecera y con una expósita hijita putativa, un seudopadre cabrón provisto de esposa encorsetada y una devota fanática del Señor de los Milagros, sintiéndose acosado por esa falsa familia espontánea, esa monstruosa y espeluznante familia que sin embargo llena todas sus necesidades afectivas, esa perfecta familia atrapante e intolerable y final, maravillosa y caída del cielo que celebra tu cumpleaños, como de neorrealista Milagro en Milán agasajando a un prematuro Umberto D (Vittorio de Sica, 1950 y 1952, respectivamente), o de cotidiana pesadilla fársica a lo Luis G. Berlanga (Plácido, 1961), un núcleo artificial e inconfesable pero en lo íntimo más que satisfactorio, institucionalmente estallado, a imagen y semejanza exterior / interior de quien lo ha formado por dejadez y por afinidades profundas. Y el abuso díscolo cesa de hacer profesión de fe en pro de ese Clemente sumido en el más inClemente vacío, de nuevo solo e imposible, mientras el fanatismo callejero estalla afuera, con la madre involuntaria depositando amorosamente a la niñita bajo su mísero altar casero para fundirse en la procesión indignamente tumultuaria.

La aventura peregrinante

El chico que miente

Venezuela-Perú-Alemania, 2011

De Marité Ugás

Con Iker Fernández, Francisco Denis, María Fernanda Ferro

En El chico que miente, opus 2 de la TVserialista limeño-venezolana en Cuba cinegraduada de 48 años Marité Ugás (cortos: Barrio Belén, 1988, y Algo caía en el silencio, 1989; primer largo: A la medianoche y media, 1999, codirigido con Mariana Rondón), sobre un guion escrito también con Rondón (a quien poco antes había apoyado como productora y editora en Postales de Leningrado, 2007), un lindísimo chico anónimo de 13 años y ojos hiperexpresivos (Iker Fernández) vaga errabundo sin compañía alguna a lo largo del litoral caribeño venezolano, recordando los hostiles días que pasó con su padre traumatizado (Francisco Denis) vegetando al interior de unas ruinas dejadas por el catastrófico deslave nacional de 1999 y en absurda busca de la madre huida del lugar hace una década, creyendo vagamente poder localizarla como pescadora de ostras en los cayos cercanos a unos manglares y platicando patrañas sobre su pasado a diestra y siniestra, en el curso de encuentros y desencuentros ambiguamente protectores con una anciana africana que amorosamente le da de comer, rudos pescadores inabordables, una matrona de familia difunta a punto de ser expulsada de su casa por vivir sola, macheteros que vejatoriamente lo corren de un camión de redilas, un explotador muchacho barquero negro algo mayorcito que acarrea ramas de palma, una chava que lo esconde en el carromato familiar rogándole llevarla con él, depredadores de las tuberías de un asentamiento cercado y, finalmente, cierta bella hembra de los médanos (María Fernanda Ferro) que bien podría ser (o haber sido) su añorada madre. La aventura peregrinante consuma el mutable prodigio de convertir la peregrinante travesía a pie del Chico, ese chavo mutante que resguarda con mentiras su irreconciliado e irrecuperable e irreconocible ánimo dolorido, en una suma de vivencias personales cual sondeo socioantropológico, una experiencia íntima tan intransferible como secreta, una road picture atropellada, un recorrido por excéntricos planetas tropicales lujuriosamente baldíos de algún tropical Principito Otro de Saint-Ex, una búsqueda tenaz y desesperada de la figura materna que en realidad equivale a un inconsciente deseo de reencuentro con el padre: una telemaquia iniciática disfrazada y en círculo. La aventura peregrinante hace el subjetivo / objetivo retrato simbólico de un país latinoamericano de naturaleza exuberante en un momento decisivo de su existencia pública y después, tras haber coincidido el cataclismo telúrico con la consolidación por tiempo indefinido del gobierno populista de Chávez en el poder, o sea, dentro de un territorio plural, un discurso de la arena y la tierra en vías de transformación, aún luchando contra prácticas tribales y anclado en costumbres arcaicas, que se expresan en ese engalanado transporte de un féretro a cuestas con tras pasos p’alante y uno p’atrás, o ese ritual de las estatuas sacras en la proa de las barcazas, o esos selváticos diluvios intempestivos, siempre liricósmicamente. La aventura peregrinante esboza apenas, pese a toda su modernidad itinerante a la deriva globalizadora, una delirante o brutal dimensión melodramática familiar, jamás logrando eliminar sus huellas por completo, insinuando en ecos sus anquilosados tentáculos aún en acción, a modo de resabios de relatos mentirosos y deformantes sustanciales de la realidad que acechan por todas partes, a semejanza de los embustes que asesta sin piedad ni pudor ni culpa el pequeño héroe encantador (diríase barruntando verbalmente en germen a El hombre que miente de Alain Robbe-Grillet, 1968) a cuanta criatura cruce por el camino que hace al andar. Y la aventura peregrinante ha sido el espejismo de un embeleco visual sin darnos cuenta entrañablemente exotista y antipatético.

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