La novedad manchada nace con la marca simiesca, cual pecado original, de un detonante encuentro-coctel mercantilmente afortunado (un millón de espectadores en Ciudad de México durante su primera semana de exhibición más 7.5 millones de dólares en su estreno estadunidense) que alía una probada franquicia alemana que ha funcionado merced particulares versiones e interpretaciones y adaptaciones múltiples en todo el mundo, un guion retacero de perinola todos ponen sin medida, un director comercial español, una actriz fílmica taquillera-coproductora en obbligato constante e infatigable sforzato continuo (del Amar te duele de Fernando Sariñana, 2002, al Cásese quien pueda de Marco Polo Constandse, 2014), una edición de Ángel Hernández Zoido aglutinando planos sin ritmo ni recato, situaciones y chistes obscenos más algunos gags políticamente incorrectos de los hermanos Bobby & Peter Farrelly (en especial Loco por Mary, 1998, con una Cameron Diaz ya rumbo a la odiadora profa de Malas enseñanzas de Jake Kasdan, 2011) y ecos de producciones de Televisa en torno a la Escuelita del Relajo (que van desde la serie Cachún Cachún ra-rá que dio origen a Estos locos, locos estudiantes de René Cardona hijo, 1983, hasta la decenal emisión La escuelita VIP liderada por Jorge Ortiz de Pinedo), aparte de algunas referencias al dibujo animado, uf, que en nada perturban a la medida y comedida comedia remake.
La novedad manchada emerge de esa gran nebulosa ostentando sus singulares y disímbolos elementos constituyentes en general, imposibles de armonizar, a modo de signos y huellas que se evidencian, advierten o detectan por doquier, de acuerdo con los requerimientos de una comedieta híbrida de estructura meramente caprichosa y ornamental que se arma y desarma y descompone en cada secuencia forzada, abundosa en tremebundos gags verbales (“¿Y a ti que, cara de cráter?” / “No manches, pesa más mi perro”, advierte Zequi al cachar a una Lucy que ha caído exacto en sus brazos desde el barandal roto del piso superior) y raquíticos gags visuales (la deliberada chuza de bicicletas con el automóvil, los lanzamientos forzados a la alberca, el socavón creado en medio del gimnasio por el salto pesado de una estudiante obesa en exceso escarnecible), al interior de un Desmadre a la Americana volviendo del revés al remoto original Colegio de animales de John Landis (1978), ahora radicalmente irreal y postizamente alegórico.
La novedad manchada filma frenéticamente y por acumulación pero piensa tan caótica cuan cansinamente, fundado más bien en una ejemplaridad moralina en aumento (“Logra momentos divertidos que desgraciadamente se van diluyendo cuando la película toma un tono moralino”, se conduele Jorge Carrasco V. en el blog www.effeta.info/blog/, septiembre de 2016), pues basta con asustar a los chavos clasemedieros mediante una desmitificadora inmersión súbita y pasajera en la pornomiseria infame de los verdaderos cuates parias / ladrones / drogadictos abestiados y vomitantes en una bacinica para lograr la redención inmediata de nuestros traviesos y sonrosados aspirantes a criminales idealizados, un mínimo descenso tremebundista y contrastante a los infiernos urbanos, porque poner en orden a una predelicuencial escuela entera y sublimar cierto autoexcitado y artificial cretinismo juvenil viene a ser exactamente lo mismo, porque la educación con sangre y miedo a la lumpenización futura entra, porque el maltrato a los maestros se compensa con el de los alumnos y a la visconversa y todo lo contrario, porque para implementar los métodos de un benéfico terror sadomasoquista no hay peor sádico que un masoquista humanitario, y así sucesivamente.
La novedad manchada se mancha a lo largo y ancho de su escuálida trama interminable en sus intérpretes insuficientes, por un lado, el TVcomediante Chaparro (en todas las acepciones físicas y espirituales de la palabra), inmensamente popular a fuerza de aparecer en una pantalla chica acaso de salida, aunque ya había fracasado en sus primeras cintas tipo la infumable Suave patria de Francisco Javier Padilla (2012), pero una y otra vez relanzado, al lado de Compadres de Enrique Begné (2016), como el nuevo Pedro Infanteleviso, o según el crítico José Felipe Coria (en El Universal, 15 de septiembre de 2016), “intentando ser el mash up posmoderno que nos merecemos entre Bruce Willis y Alfonso Zayas”; y por el otro lado, en la vena de la vana emulación que hace Marthita Higadera de la contrarrestadora Maestra Miel (Embeth Davidtz) de la diáfana comedia negra colegial insuperable Matilda (Roald Dahl-Danny DeVito, 1996), si bien por aquí y allá adquiriendo ciertas dotes convincentes como precisa encarnación del apodo La Chilindrina o La Culpa (“porque nadie se la quiere echar”), o reclamando alguna veracidad hacia el final, cuando acepta la espontánea autopropuesta de Chaparro como mero contorno erótico (“¡Ese objeto sexual me encanta!”), antirromántica, pero cuanto más celebradora y hedónica, ya demasiado tarde.
Y la novedad manchada ha trabajado, para su particularísimo y característico dispositivo cómico, el ancestral miedo germánico a convertirse en caricatura de sí mismo, aquel que presidía desde las comedias clásicas románticas El cántaro roto (1806) o Anfitrión de Heinrich von Kleist (1777-1811) hasta la fundacional fantasía fílmica alemana El estudiante de Praga de Hanns Heinz Ewers-Stellan Rye (1913), ahora de bufa manera anterior a lo tragicómico, aportándole nuevos odres, pues de ahí deriva el maniaco recurso constante a la alegría por la desgracia ajena (la burda e instintiva Schadenfreude) que domina en el relato sin nada que ver con el pánico al ridículo ni con el sainete ni con el esperpento del acendrado humor español, de ahí se desprende una suerte de estética microcósmica de una continua y reiterada agresión corporal que no es sólo humilladora sino sobre todo inminente, de ahí se engendra la descarada y retumbante neomisoginia (¿o era la misma de siempre?) para la cual Lucy / Marthita debe tragarse un plátano transfigurado en pene (¿o era al revés?) y vestirse de puta para tornarse mínimamente atractiva, de ahí proviene la domesticación de aquella provocadora demencia neoescatológica y de aquel desquiciante desparpajo rompetabús sociales de las Zonas húmedas de David F. Wnendt (2013), aunque aquí nadie se masturba con verduras ni con una pizza, ya que el macho pelón del bar se conforma con pedirle oportunistamente “Mejor chúpamela a mí” a la siempre nalgapronta-bocapronta hembraza Jenny, y last but not least de ahí proceden asimismo las relaciones de fuerza que tanto elogia la ficción, la quintaesenciada germanidad de la franquicia vaga y superficialmente mexicanizada No manches Frida (¿o era No manches Friega, cual revolcada prolongación del programa de TVcomedia verbosa No manches, traslación eufemística de la expresión “No mames”, que encabezó el mismo Omar Chaparro durante 2004-2006 en Televisa para la televisión abierta?): apabullar, insultar, humillar y socavar la seguridad de los alumnos para lograr imponerse a ellos, y de algún modo ser como cualquiera de ellos, de manera brutal y sumisa a la vez, mejorándolos y mejorándose, perpetrando en acto, y sin posibilidad alguna de sublimación, otra forma del viejo autoritarismo educativo (aquel que ya se escarnecía a través del degradado Herr Professor Immanuel Rath / Unrat / Inmundicia / Basura en El Ángel Azul de Heinrich Mann-Josef von Sternberg desde 1930), debidamente disimulado, sostenido y aggiornado, por supuesto (“Hasta que el sistema educativo nos separe”).
En La vida inmoral de la pareja ideal (Noc Noc Cinema - Woo Films - Equipment & Film Design - Zamora Films - Miscelánea Global, 88 minutos, 2016), escénicamente agitado cuarto largometraje del comediógrafo jalisciense vuelto autor total y pretendido amo y señor de la taquilla carcajeante nacional a los 36 años Manolo Caro (No sé si cortarme las venas o dejármelas largas, 2013; Amor de mis amores, 2014; Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando, 2015), la bella cuarentona profesora de ballet Martina (Cecilia Suárez aun en los huesitos grácil y fascinadora) se topa inopinadamente al salir de clase en una tienda de San Miguel de Allende a su expareja de baile y exnovio de preparatoria Lucio (Manuel García-Rulfo), se perturba, finge demencia y de inmediato corre hacia la calle, aunque el tendero la saludaba en voz alta por su nombre, pero hasta ahí va a seguirla el hombre, a quien, para quitárselo pronto de encima, le presume en falso tener esposo e hija, y a lo cual él le responde, asimismo en falso, que también él, pese a que rechazaba de joven la idea de hacer familia, tiene esposa, y como se han quedado de acudir esa misma noche al teatro principal de la urbe para asistir a un evento dancístico, ambos deciden sostener los felices personajes comprometidos que acaban de inventarse, con sus presuntas relaciones establecidas, para lo cual Martina recurre al auxilio eficiente de su distanciada hermana feúcha Beatriz (Mariana Treviño) para que le preste como hija postiza a su avispada sobrina de 9 años Queta (Nina Rubín Legarreta), consiguiendo chantajear con la paga de varios meses vencidos a su ventajoso inquilino alcohólico e imaginativo novelista siempre vendiendo la autoría de sus obras Igor (Juan Pablo Medina), a quien habrá de platicarle, mientras le corta el cabello y lo afeita, la luminosa e intensamente sublime aunque dramática historia de la relación amorosa que en ese mismo lugar turístico mantuvo ella con Lucio, cuando fueron preparatorianos de escuela confesional a los 17 años, ebrios de libertad y deseosos de comerse al mundo experimentándolo todo (interpretados respectivamente por Ximena Romo y Sebastián Aguirre), hasta su desgarradora ruptura, a raíz de un escándalo donde intervinieron de manera nefasta la hermanita drogadicta Beatriz que sólo quería tirarse al novio fraterno porque lo veía como su Romeo inalcanzable, la frustradaza envidiosa amiga de ambos Amelia (Natasha Dupeyrón) bien absorta por decepción en el arte fotográfico, el profe bisexual de danza clásica Balthazar (Javier Jattin) por supuesto enamorado de Lucio y la guapísima fotógrafa alivianada apenas mayor que ellos Florentina Calle (Eréndira Ibarra), quien los había invitado a un reventón en su casa, en tanto que, para sostener la ilusión de su farsa vital, Lucio se hace ayudar por su estéril amigo Vicente (Andrés Almeida) y por la áspera exaspirante a actriz madrileña Loles (Paz Vega), a cuyo aparatoso embarazo avanzadísimo ha contribuido con su semen en una inseminación artificial por ambos cónyuges ansiada, y entonces todos se encontrarán en la función de ballet y luego, por indeseable continuidad por Beatriz manipulada a distancia, volverán a conjuntarse para devorar manjares, situaciones embarazosas y recuerdos en el suntuoso comedor colonial heredado por Martina, pues durante esa cena suculentamente preparada a la que Beatriz tiene prohibido mostrarse, todos intentarán por cualesquiera medios de sostener sus roles ficticios, mientras Martina y Lucio ven emerger a la luz los ocultos perversos motivos de su ruptura escandalosa 25 años atrás (un rescate del caset de la videograbadora de la pareja fantasiosa para ser mal usado, una videograbación clandestina de Amelia del trío formado por la pareja con la locochona Flo y un registro finalmente de otro trío formado por ésta con Lucio y el profe Balthazar), hasta comprender que la invención de sus presuntas vidas ideales era sólo un subterfugio para evitar, por miedo a un nuevo fracaso, darse cuenta ellos mismos, y que el otro se diera cuenta, de que en el fondo desean estar de nuevo juntos, por lo que, al cabo de multitud de malentendidos y desfiguros, volverán a unirse.
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