Un rato después, Alfonso Monroy y yo nos aproximamos al lugar con una escalerilla para alcanzar la mancha, y resultó que ahí se encontraba san Josemaría conversando con alguien, pero nos dijo que pasáramos, que no lo interrumpíamos. Me subí a la escalera, comencé a tallar con un trapo humedecido por la dichosa sustancia, y la mancha empezó a desaparecer. Por tratarse de un encargo directo del mismísimo fundador —y quizá, sobre todo, porque me estaba viendo realizar aquella operación—, seguí haciendo el trabajo con mucha intensidad, hasta que el Padre me dijo: «Hijo mío, ya déjalo, porque una cosa es quitar la mancha y otra seguir tallando donde ya no existe». De este suceso aprendí dos cosas: la importancia de cuidar los detalles materiales, como medio de santificación —«Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas», había escrito san Josemaría— y la conveniencia de evitar el perfeccionismo, pretendiendo quitar manchas donde ya no las hay.
EL JUGO DE NARANJA
Otra característica del modo de ser de don Pedro, además de su capacidad previsora, eran las ideas un tanto originales que en ocasiones tenía y que solía sostenerlas con mucha seguridad y constancia. Esto, unido a su cariño al Padre, daba lugar a situaciones incluso divertidas. Refiero a continuación un suceso que lo ilustra.
En aquella primera reunión preparativa del viaje, don Pedro indicó que se avisara a la administración que siempre hubiera una jarra de jugo de naranja en la habitación del Padre, porque era muy importante que tomara la mayor cantidad posible para evitar que se enfermara de gripa. Nos llamó la atención la medida, porque era el mes de mayo, el más caluroso en la Ciudad de México, y no había ninguna epidemia. Sin embargo, se transmitió la indicación pero don Pedro, al ver que el Padre tomaba aquel líquido esporádicamente y en pequeñas dosis, comenzó a recomendarle que lo hiciera con mayor frecuencia. No conforme con ello, pasó a ofrecerle personalmente el jugo en diversos momentos y lugares de la casa, hasta que el Padre, con humor, le dijo algo así: «¡ya estoy harto de tanto jugo de naranja!, voy por un pasillo y te me apareces con el jugo, abro una puerta y ahí estás con la bandeja, me aprieto así —y hacía presión con los dedos en un brazo— ¡y me sale jugo de naranja!». Pero esto no impidió que don Pedro se mantuviera firme en su propósito hasta el final.
Mago Murillo y Tete Campero recordaban que el día que el Padre consagró el altar de Ipala, un centro de mujeres en Guadalajara, hacía mucho calor y le preguntaron después de la ceremonia si quería tomar jugo de naranja o prefería un helado, a lo que contestó que «si se apretaba un cachete (y hacía la seña), le saldría jugo de naranja por las orejas». Prefirió el helado.
Recuerdo, como si lo estuviera viendo, que el mismo día que san Josemaría se marchó del país, don Pedro nos comentó con total convencimiento: «El Padre no se enfermó, gracias al jugo de naranja».
RETRASO DEL VUELO
Hasta el día 14 por la mañana, la noticia del viaje no había trascendido, como lo habíamos deseado. Sin embargo, al hacer escala en el aeropuerto de Madrid, un periodista reconoció al Padre y comunicó mediante un telex: «Monseñor Escrivá de Balaguer rumbo a México». A partir de ese momento comenzaron las llamadas telefónicas y la radio repitió abundantemente la noticia en diversas estaciones. A quienes llamaron se les pidió que no fueran al aeropuerto para respetar la privacidad del Padre.
La llegada estaba prevista para las diez de la noche y quienes fueron al aeropuerto a recibirlos salieron con bastante antelación. Pronto se enteraron de que el vuelo tenía un largo retraso provocado por las aeromozas de Aeronaves de México, que habían declarado una huelga en Madrid, y que llegaría hasta las tres de la madrugada. Se regresaron a casa a esperar que transcurriera el tiempo para volver nuevamente al aeropuerto.
2.
EL 15 DE MAYO DE 1970
UNA VEZ CONFIRMADA LA NOTICIA de que el vuelo llegaría hasta las tres de la madrugada del día 15, don Pedro, fiel a su costumbre previsora, decidió celebrar la Misa para nosotros a la una de la madrugada, con el objeto de «estar más disponibles» desde el principio de la mañana, según nos comunicó. Las horas de espera se nos hicieron interminables, por el deseo tan grande que teníamos de ver al Padre.
«HE VENIDO A VER A LA VIRGEN DE GUADALUPE»
Nada más bajar del avión y después de abrazar a quienes lo recibían, san Josemaría comentó: «Vengo para rato». Y añadió: «Al menos, un mesecito…». En el breve trayecto del avión al edificio del aeropuerto dijo, lleno de alegría, algo que repetiría después en diversas ocasiones: «He venido a ver a la Virgen de Guadalupe y, de paso, a veros a vosotros..., ¿no os enfadáis por ser el segundo motivo?».
Don Javier viajaba de seglar en aquella ocasión para realizar con mayor agilidad los trámites migratorios. José Inés estaba encargado de evitar que se acercaran al Padre quienes no formaban parte de la comitiva que los recibiría. En medio del nerviosismo del momento, al ver a don Javier se confundió, pensó que era otra persona y actuó en consecuencia. Años después, en agosto de 1995, siendo ya prelado de la Obra, don Javier vino a México y le comentó en una tertulia:
Oye, José Inés, ¿te acuerdas que tú me quisiste echar de México? Habían dado órdenes de que no hubiese nadie en el aeropuerto cuando llegase nuestro Padre; yo bajaba con él, y llegó José Inés y me dijo: «¡sáquese de aquí!».
A pesar de que eran las tres de la madrugada, algunos periodistas aguardaban al fundador en el aeropuerto, con la intención de entrevistarlo. Al no hacer el recorrido normal de los viajeros, solo un reportero del diario Novedades logró acceder a él y le preguntó:
¿Puede usted decirme, monseñor, a qué viene a México? El Padre lo miró sonriente y le contestó con otra pregunta: «¿Es usted mexicano?» Pues sí, dijo el reportero un tanto desconcertado. «Entonces, ¿cómo me pregunta a qué vengo a México?: vengo a rezar a la Virgen de Guadalupe y, de paso, conoceré también a muchas hijas e hijos que pertenecen al Opus Dei en este maravilloso país». Y con esta respuesta terminó la entrevista.
De camino a casa, volvió a repetir que venía a rezar a la Virgen de Guadalupe, y añadió: «A pedirle por la Iglesia y por el papa, y quiero comenzar hoy mismo una novena en la Villa». Don Pedro le hizo ver que sería mejor que descansara aquel primer día, porque se encontraba a más de dos mil doscientos metros de altura y que había pasado casi veinticuatro horas de viaje desde Roma. Pareció acceder, pero quiso entonces pasar por la Basílica de Guadalupe. Don Pedro y Alberto Pacheco, que conducía el coche, le hicieron notar que la Basílica estaba cerrada a esas horas y que quedaba lejos de donde se encontraban en aquella parte del trayecto. Este forcejeo expresaba el enorme deseo que el Padre tenía de concretar cuanto antes el motivo principal de su viaje.
En el itinerario a casa pasaron por el centro de la ciudad: el zócalo estaba iluminado y san Josemaría comentó que era imponente, que la Catedral era preciosa, y que muchas capitales europeas ya quisieran tener el Palacio Nacional. No faltó una broma del Padre, alusiva a la fama de previsor de don Pedro, cuando mencionó que, al saber que el vuelo se retrasaría tantas horas, habían comentado en el avión que seguramente don Pedro los iba a estar esperando con tiendas de campaña en el aeropuerto.
LLEGADA A CASA Y VISITA DEL MÉDICO
Al llegar a la sede de la comisión regional, el automóvil entró directamente a la cochera, donde lo esperábamos los que no habíamos ido al aeropuerto. Algunos no lo conocíamos y tuvimos la impresión, desde ese momento, como si lo hubiéramos conocido de toda la vida, por la confianza y el cariño que derrochaba sobre cada uno. Pasó inmediatamente al oratorio a saludar al Santísimo y después estuvo unos momentos en el vestíbulo, rodeado de todos nosotros, con una alegría desbordante que nos contagiaba. Se dirigió a su habitación y todos, como atraídos por un imán, fuimos tras él, tanto que don Javier tuvo que hacernos reaccionar para que no nos metiéramos a su habitación, porque estábamos como hipnotizados con su presencia.
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