Manuel Broullón - La tonalidad precisa del rojo

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La tonalidad precisa del rojo es la afirmación de una mirada que se funde con la ciudad, con los cuerpos que la habitan y con el tiempo que todo lo atraviesa. La búsqueda meditativa del mundo y sus representaciones suscita a la vez una experiencia sensorial de plenitud en el presente y la constatación de la fragilidad del ser y de sus identidades. «Manuel Broullón nunca queda en la superficie de las cosas. Parte de la physis, de lo concreto y material, pero siempre va más allá de ello: lanza la palabra desde la fuerza proyectiva de lo simbólico. Por eso su escritura es física y –al mismo tiempo– meta-física. Y llega al fondo de las cosas con la minuciosidad del orfebre».

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El disco lunar, única cicatriz en un cielo sin firmamento, acompaña desde su altura a tu silueta, también sombría, hasta donde te aguarda un frugal recibimiento. Descubres el lugar preciso que por breve periodo ha de convertirse en tu hogar: techumbre alta, paredes blancas, insoportable olor a humedad.

Tu acto reflejo de abrir los postigos desafía la opacidad exterior.

Y he aquí que mientras se disipa la pestilencia melancólica de un cuarto olvidado de la vivienda, un fresco aroma a dama de noche escala por el muro hasta el umbral de la que a partir de este instante se convierte en tu ventana. Tuya y solo tuya. Entonces se alzan los telones, se apartan las veladuras de tu distraída conciencia: se revela la perfecta alineación del marco de la ventana con el límite de los edificios del vecindario, el friso horizontal de los tejados uniformes de la ciudad, y, perfectamente encuadrado, el delicado vigor de una torre, de repente blanca y roja, cuya lejana campana en el cuerpo superior regirá tus días y tus horas.

En el intervalo de silencio entre un repique y el siguiente, tu vista pronto se acostumbrará a escapar de todos los quehaceres prácticos, en dirección hacia el misterioso cuadro que, de improviso, derriba toda la pared para atraer la visión hasta la parte más interna de la estancia.

Tendrás que aguardar todo un equinoccio y dos cambios de estación para comenzar a intuir irracionalmente que aquel cuadro tan geométrico es la síntesis de una serie de impresiones lumínicas y cromáticas en variación constante sobre el mismo tema.

La torre, los tejados y las fachadas del vecindario, o el propio marco de la ventana, en sus días y sus horas, están suspendidos sobre la fragilidad de un solo instante, que exige ser amado hasta la extenuación, para –de inmediato– evaporarse.

VI

La ciudad en el tiempo

«[...] Bien sabes que cuanto me dices cumpliré para ti de la forma que tú me lo mandas.

[...] Acércate para que, estando abrazados,

podamos, aunque por un momento, saciarnos de llanto tristísimo.»

Homero, Ilíada, Canto XXIII.

Tu idea del tiempo: invención de quien mira hacia atrás y recuerda, colocando unas tras otras –como los hitos a lo largo de un camino– las cosas vistas y oídas en el transcurso de su propia vida. Esta idea debería permitirte averiguar las causas objetivas del azar propiciatorio, acaso de la voluntad escondida, que dictaminó que llegarías a la ciudad roja este día y a esta hora, mucho antes de que existieran los tiempos y los espacios.

Pero, ¿qué imágenes ven tus ojos? ¿Qué suelos pisan tus pies y qué aromas embriagan tu olfato? No es, no, una sola ciudad, sino una multitud laberíntica, terrible, monstruosa, infinita pero subyugante, la que tu conciencia se representa, recorridos todos los espacios por todos tiempos que existieron y existirán. Tal vez fueron tus ponderaciones previas a la llegada, marcada por el hado, las que produjeron una multitud de ciudades, como sucesivas visiones de Troya imaginadas por Aquiles antes de morir, contándole a Patroclo mientras le mira con ternura a los ojos, cómo se había figurado la apariencia de los palacios, de las fuentes, de los templos y los manjares ilíacos, mientras rodeaba la urbe con su carro durante la guerra, pero sin poder alcanzar a ver jamás uno solo de sus tejados por encima de la descomunal muralla. Si Troya existe es tan solo en los ojos de Patroclo, donde arden las historias que le cuenta Aquiles, enamorado, hasta consumirse la vida del devoto amante.

VII

La ciudad y el territorio

(hipótesis sobre sus orígenes)

Nadie conoce a ciencia cierta cuáles son los orígenes de la ciudad roja. Grande, colosal, espléndida… ya la describen así las crónicas antiguas. Pero perdida la fecha de su fundación, borrado el nombre de sus artífices, nada se sabe de la elección de este enclave de complicado acceso, al sur, tras los valles por donde culebrea la escueta vía de tren que acabas de dejar atrás.

«¿Por qué aquí y no en otra parte?» —te preguntas.

Demasiados son los mitos, sobran las habladurías.

Algunos dicen que la ciudad podría haber aparecido de pronto. Como si la luz, los colores, o el aire, hubieran señalado su extensión precisa sobre el espacio. Así, los fabricantes de su monumental belleza se habrían limitado a ejecutar el programa que la naturaleza tenía previsto desde la noche de los tiempos.

También es posible —según fuentes bien informadas— que la ciudad siempre hubiera estado aquí, mucho antes de que llegaran sus primeros habitantes. De modo que cuando los vecinos de los alrededores fueron a darse cuenta, la urbe ya existía completamente radiante, con sus torres, sus campanarios, sus tejados, sus callejas… con los panes y las frutas en las tiendas, con sus gatos echados sobre los tejados… con sus brumas de media tarde, con sus fachadas al norte cubiertas de musgo.

Lo mismo que aquellos hipotéticos descubridores, quienes visitan la ciudad por vez primera, los que regresan y hasta sus habitantes de toda la vida, todos, experimentan el mismo encantamiento: como por arte de magia, o mejor dicho, un milagro, los edificios, las fuentes, los animales que viven al margen, los cristales de hielo de las mañanas de invierno o la melodía de la brisa en las noches de verano, están aguardando la llegada de unos cuerpos dispuestos a dejarse capturar, quién sabe si al arbitrio de una deidad extravagante y ausente.

VIII

Fractales

«It is a symbol of […] Art. The cracked

looking-glass of the servant.»

James Joyce, Ulysses.

Al mismo nivel de la calle, en la planta baja de un antiguo palacio, aquel local parece una taberna de la Edad Media. Su apariencia antigua no procede de las decoraciones de armaduras fingidas, ni de los disfraces fabricados en serie, como en tantos otros sitios del mundo, sino de la impresión de que el edificio ha engullido los vinos, los quesos, los embutidos, los panes, los frutos secos y hasta a las personas que allí trabajan, arrojándolos hacia abajo por un corredor, por la escalera, en dirección al subsuelo, en varios sótanos superpuestos sobre una profundidad abismal.

Te internas en un laberinto de pasadizos por los que se disponen mesas, bancos y, como en bodegones verdaderos, no pintados, los alimentos o los licores. Allí se está bien. Pero te das cuenta de que mientras comes y bebes estás siendo devorado por la materia del edificio. La sensación es agradable: tu cuerpo se apacigua. Las galerías, tenuemente iluminadas y frescas, de cuyo cuerpo ya formas parte, suben y bajan, de tres en tres escalones; los pasajes que las conectan se retuercen girando esquinas, abriendo fugas insospechadas en el espacio, girando circunferencias concéntricas.

Poco a poco tu conciencia va conectando todos los ámbitos de aquella profundidad. Se conforma una imagen mental del subsuelo, allá, abajo, muy por debajo del nivel de la calle, donde presientes el fuego de la tierra roja al otro lado de los gruesos muros de piedra, que envuelven un mundo de fractales replicados hasta el infinito, y sin embargo, distintos todos y cada uno de ellos; únicos, inigualables, hermosos hasta la infinidad de sus más diversos matices.

Se comprende que los siglos irrigan el interior de las piedras de las paredes y de los suelos. Esta mole hace la digestión de lo que cruza el umbral, convirtiéndolo en un lugar del pasado, que sin embargo, ofrece un sustento amable con el que reparar toda la materia. También la tuya al beber y comer, en tu propio cuerpo, que transmuta la sustancia en tu propia carne, integrando en el fractal —tus vasos sanguíneos— el tiempo que en ti penetra.

IX

Profanaciones (I)

El empleado se ríe sin parar. Tú también, contagiado por aquella espontánea manifestación de alegría. Con su mano, él coge una de las botellas que hay dispuestas en fila sobre la estantería del fondo, tras su espalda, rompiendo el armónico caos de formas y colores de aquella formación. Sirve un vaso pequeño –el tamaño del continente advierte de la importancia del contenido–. Sin parar de reír y con un hueco hipo que le entrecorta el habla, te explica que en la ciudad roja a aquel licor lo llaman «el vino santo». El estruendo cesa de pronto y su rostro, demudado, como si una maldición hubiera caído arrojada desde los cielos, te pide perdón con un hilo de voz: «te he escandalizado, porque en el país de donde vienes tú…». No puede ni terminar la frase, desvelando un temor irracional, fanático, expresado con un silencio elocuente.

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