Nidia Ester Silva de Primucci - El poder invisible del volcán
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La curiosidad de Satu acerca de la nueva familia no lo dejaba descansar. Su interés era mayor que su temor. Abandonó su estera, se arrastró por el piso y salió. A la luz de la luna, se dirigió a la choza de Tama y se puso a espiar por un agujero.
El cuarto se veía ya ordenado. El maestro, su esposa, Hans y la pequeña Marta estaban sentados sobre un cajón que habían desocupado y dado vuelta. El maestro tenía uno de los elementos de magia en sus manos. Miraba dentro de esa cosa extraña y le hablaba. ¿Le respondería la cosa mágica?
El corazón de Satu latía con violencia y sentía un cosquilleo por la espalda. Tenía que esforzarse para no salir corriendo. Separó los ojos del agujero por un instante y miró hacia la selva que tenía tras sí. Luego se puso a espiar otra vez. El maestro todavía le estaba hablando a la cosa negra. En un cierto momento levantó la vista y miró a su esposa y a los niños, pero luego siguió hablándole a la cosa mágica.
“Debe de ser una clase de espíritu que vive ahí”, pensó Satu. Ese pensamiento lo atemorizó tanto que hubiera huido, pero entonces el hombre cerró la cosa mágica de color negro y la puso sobre sus rodillas. Luego abrió la boca y comenzó a cantar.
Satu sabía lo que era el canto. Había oído los cantos que acompañaban a las danzas de su aldea desde niño, y también conocía los monótonos sonsonetes de Tama el hechicero. Pero las melodías que fluían de la boca del maestro eran diferentes de cualesquiera de las que había escuchado en la isla, o siquiera imaginado. Eran brillantes ondas sonoras, que entretejían la melodía con tal dulzura y belleza que las lágrimas inundaron los ojos de Satu. Pero luego el temor nuevamente lo estremeció. Esa debía ser la magia que el hombre sacaba de la cosa negra y rectangular. Podía ser fácilmente embrujado si se quedaba y seguía escuchando. Tal vez ya estuviera embrujado.
Entonces vio que la gente de la aldea estaba saliendo de sus chozas y acercándose a la choza de Tama, de donde emanaba una melodía dulcísima que llenaba la noche.
La gente venía en grupos de dos, tres o más personas. No intentaron espiar por los agujeros. Quedaron a unos pocos pasos de la pared, escuchando las notas gloriosas que ascendían, etéreas y vibrantes, hacia alturas de gozo donde nadie podía seguirlas. Y sobre la extraña escena, la luna remontaba el cielo al paso que bañaba la aldea con su luz blanquecina.
Nadie hablaba, pero a medida que el ritmo del canto empezó a poseerlos comenzaron a hamacarse, acentuando las cadencias vocales y subrayando cada pausa con un ¡Ah-h-h-h!
Cuando concluyó el canto se volvieron a sus viviendas. Satu quedó en su estera, pensando por largo rato en lo que había visto, y la música deliciosa de la voz del maestro aún fluía sobre su cuerpo como un río de felicidad. Pero no se atrevía a sentirse feliz. Todo eso había provenido de la cosa negra y rectangular, y no había dudas de que se trataba de una clase de magia muy potente. Le hubiera gustado que Tama regresara pronto. Él sabría cómo tratar con ese nuevo encantamiento.
Con esos pensamientos, Satu se fue quedando dormido.
Las alegres notas de un canto despertaron a Satu a la mañana siguiente. Al maestro ese debía gustarle cantar, y así debía de exigirlo ese tipo de magia. Y desde ahí en adelante, y durante todo el tiempo que el maestro y su familia estuvieron en la choza de Tama, la gente oyó cantar a la mañana y a la noche.
Los cantos no eran siempre los mismos, y eso dejaba perplejo a Satu porque, vez tras vez, intentaba imitar los sonidos pero descubría que los suyos eran como gemidos de animal herido o el balido de una cabra.
Hasta la niñita del maestro podía cantar, y eso maravillaba a Satu más que ninguna otra cosa. Con frecuencia el hombre ponía a la chiquilla sobre sus rodillas y cantaban juntos la misma melodía. La voz de la pequeña Marta era dulce y tan pura como la de su padre.
Al día siguiente de haber desembarcado, el maestro comenzó a caminar por la zona de la aldea mirando aquí y allá, midiendo con sus ojos y probando el suelo con la punta de sus botas.
—Ya sé lo que está buscando —dijo el jefe Meradin a su familia—. Está buscando un lugar para levantar su casa. Con la cantidad de cosas que trajo necesitará un lugar amplio.
Satu vio que su padre fruncía el ceño. Sabía que para él habría sido mejor que el maestro nunca hubiera llegado a Gran Sangir. Era un problema difícil el saber qué hacer con esa familia, pero estaban allí y había que tomar alguna decisión.
Mediante gestos, señales y palabras extrañas, el forastero intentaba hacer saber al jefe que deseaba un lugar donde pudiera construir su casa, pero el jefe siempre sacudía la cabeza. Aunque el maestro lo llevó a varios lugares para mostrarle sitios desocupados y con una estaca le indicaba las dimensiones del predio, el jefe siempre sacudía la cabeza.
—Se irá —decía el cacique—. Cuando no halle ningún lugar para construir su casa se irá. Algún día vendrá el barco, y entonces se irá. Ni los pájaros se quedan donde no pueden hacer nido.
Pero estaba equivocado. El barco de carga vino y se fue, y el maestro gigante continuó explorando distintos lugares de la isla, sólo para que se le negara hasta el último palmo de tierra.
Satu podía ver que su padre estaba más angustiado que nunca, porque ahora algunos de los aldeanos se habían aficionado tanto al maestro, a sus modales corteses y a sus cantos, que comentaban entre ellos lo errado de la conducta del jefe Meradin al rehusarle un pedazo de tierra, con la abundancia de terreno cultivable que había cerca de la aldea.
Hacía unos cuantos días que el barco había estado en la isla, cuando el maestro tomó a su hijo Hans y con él se dirigió a la selva existente entre la aldea y la playa. Esa tarde arrastraron fuera unos pocos árboles y postes. Toda la aldea los vio llevarlos a un lugar de la playa. Después de eso, casi cada día iban ambos a la selva, y la cantidad de material sobre la arena de la playa aumentó hasta convertirse en un gran montón.
—¿Será capaz de construir su casa justamente ahí, sobre la arena?
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