Todo el mundo está en crisis: el hogar, la escuela, la felicidad individual y aun la fe de los cristianos. Por lo tanto, este tiempo reclama nuestra sensibilidad humana y exige que nuestras fuerzas morales sean puestas al servicio del bien. ¿No hemos de mostrar, entonces, el poder del amor desinteresado, aun a través de las acciones más pequeñas?
Una sonrisa cálida, una palabra amistosa, un saludo amable, un elogio sincero bastan a veces para sacar a alguien del pozo del desánimo. Y ese gesto, en apariencia tan intrascendente, puede tener tanto valor como la fuerza que hizo el muchacho para salvar a su hermana de la muerte.
¿Por qué no nos proponemos demostrar esta clase de espíritu generoso? No pretendamos que los demás sean los primeros. ¿No podríamos nosotros tomar la iniciativa? Entonces, nos sorprenderemos viendo cómo los demás nos devolverán con la misma moneda.
Cierta noche, un hombre viajaba en el coche dormitorio de un tren, y no podía conciliar el sueño debido a que la criatura que llevaba su compañero de viaje lloraba y lloraba sin cesar. Hasta que, finalmente, el primer hombre exclamó impaciente: “¡Por qué no estará con su madre ese chico, para que podamos descansar un poco!” Entonces, el compañero de viaje le dijo: “Señor, quisiera poder hacer precisamente eso, pero mi esposa, la madre de esta criatura, falleció ayer. Su cadáver está en el vagón de carga y la estamos trasladando a nuestra ciudad para sepultarla allá”. Enterado de este hecho, el hombre que había protestado se arrepintió de sus palabras, y se puso a cuidar a la criatura, a fin de que el entristecido padre pudiera descansar un poco.
¿No pinta este incidente una debilidad humana muy común? Como aquel pasajero, censuramos y criticamos al prójimo, sin conocer las razones que lo llevan a actuar como lo hace. Si antes de pronunciar un juicio acerca de alguien nos interesáramos en ver por qué obró o dejó de obrar como lo hizo, cuánto menos usaríamos el índice acusador.
Es posible que, si nos colocáramos más a menudo en el lugar de los demás para comprenderlos, actuaríamos del mismo modo que ellos. Pero, la crítica es un hábito tan irreflexivo que casi siempre nos lleva a hablar sin darnos tiempo para averiguar los motivos de las acciones ajenas. Por eso, cuán sabio es comprender antes que censurar.
Ese compañero de trabajo que parece poco amigable, quién sabe qué problemas tendrá en su hogar o en su propia intimidad. Ese joven que no asimila lo que estudia, quién sabe cómo estará de salud, o quién sabe si no estará haciendo todo el esfuerzo que puede. Esa mujer criticada por sus vecinas por la forma en que cría a sus hijos, ¿no será que obra así porque le falta apoyo en su hogar?
Hay tantos motivos que pueden explicar por qué la gente obra de una determinada manera, que la crítica a menudo es injusta y solo entristece el alma de quien la recibe.
Sin querer, a veces somos como los buitres, que pueden volar por encima de un jardín colmado de flores hermosas, sin ver una sola de ellas. Pero, si cruzan un monte donde hay un cuerpo descompuesto, enseguida lo ven y se dirigen a él. Sí, con frecuencia nos espaciamos en ver lo negativo de otros, y pasamos por alto sus virtudes.
¡Si tan solo pudiéramos comprender! En tal caso, cuánto más positivos seríamos, y cuánto bien podríamos comunicar.
El joven soldado se mostraba incorregible. Parecía tener instintos indomables. Ya se lo había amenazado, castigado y arrestado. No se sabía qué más hacer con él. El sargento que más lo había tratado ya estaba desorientado por la conducta rebelde del soldado. Hasta que un día le comentó el problema al capitán de la compañía, para ver qué podrían hacer.
Después de analizar el caso, el capitán le sugirió al sargento que, ya que había probado todos los métodos, sin resultado, probara ahora el amor. Y en eso quedaron. El sargento llamó entonces al soldado y, poniéndole la mano sobre su hombro, le habló de esta manera: “Mira, muchacho, hasta aquí hemos usado contigo el rigor de la ley, pero no has reaccionado. ¿Qué pasa contigo? ¿Hay algo en que yo te pueda ayudar?” El soldado quedó confundido y, lleno de vergüenza, prometió formalmente cambiar de conducta. Y cambió. Lo que no había logrado la dura disciplina ahora lo lograba el poder del amor.
En todo momento y lugar, el amor puede obrar milagros. Cuando todos los otros recursos fallan, los problemas humanos más variados suelen superarse con la caridad. Aun muchos problemas de salud no necesitan otro remedio que el del amor, que se ha mostrado como uno de los factores terapéuticos más potentes. Cuando falta el amor, falta también el empuje y hasta el deseo de vivir. Esto es a tal punto cierto que, cuando una persona pierde la capacidad de amar o de ser amada, su mente tiende a enfermar.
Una vida afectiva sana promueve la salud, difunde calor humano y encuentra en la expresión del amor el mejor camino hacia la felicidad y la paz interior. Por lo tanto, si en nuestro corazón pugnan por brotar sentimientos de enemistad, ¿no ejerceremos, en cambio, el poder mágico del amor? Cuando Dios quiso redimir al mundo, no usó la fuerza sino el amor. “ Haya, pues, en vosotros este sentir ” (Filipenses 2:5).
¿Recuerda la fábula del viento y el Sol? El viento quería demostrarle al Sol que él, con su tremenda fuerza, le arrancaría a un hombre el abrigo que llevaba puesto. Pero, a pesar de sus violentos esfuerzos, lo único que consiguió el viento fue que la ropa del caminante se le pegara aún más a su cuerpo. Demostró tener fuerza, pero no pudo lograr que el hombre se quitara el abrigo. Entonces, le tocó el turno al Sol.
Desde la mañana, el sol comenzó a entibiar la tierra. Sus cálidos rayos lentamente hicieron entrar en calor al caminante, hasta que por fin este se quitó su abrigo con total naturalidad. Lo que no había logrado la violencia del viento lo consiguió la suavidad del sol. ¿Advertimos la moraleja de la fábula? ¡Cuánto más conseguimos en las relaciones humanas con suavidad que con violencia!
Mientras que el espíritu agresivo tiende a despertar en los demás una reacción idéntica, la manera delicada de actuar asegura una feliz convivencia, y hasta desarma la furia del agresor. Así lo afirma el sabio Salomón, cuando escribe: “ La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor ” (Proverbios 15:1).
¡Cuánto necesitamos reavivar la virtud de la suavidad y la delicadeza en nuestro trato con los demás! Hablando acerca de la delicadeza, Juana Revert dice: “Sin esta cualidad, el hombre más inteligente no merece llamarse caballero, y la mujer más perfecta no alcanza a ser una dama. La delicadeza no se explica, hay que asimilarla”.
¿No cree usted que la grosería y la prepotencia mancillan el carácter y ahuyentan a los demás? En cambio, la fuerza de la bondad siempre supera en resultados a los atropellos del irrespetuoso. Un pedido amable vale más que una fría orden. El trato cortés y gentil produce mejores dividendos que el dinero manejado con egoísmo. Una palabra de gratitud sincera es más preciosa que la lisonja. Y un gesto de comprensión hacia el débil puede mucho más que cualquier acusación. Proceder de este modo equivale a obrar con la tibieza del sol, antes que con la furia del viento, que nada consigue.
¡El viento y el Sol! ¿A cuál de los dos se parece usted en su vida de relación, dentro y fuera de su hogar?
Dos amigos habían salido de viaje por las frías estepas de su país. Pero, repentinamente, se levantó una terrible tormenta de viento y de nieve, que puso en peligro la vida de los viajeros. La gran distancia a la que se encontraban de la población más cercana los obligó a continuar aceleradamente el viaje. Poco después, uno de ellos se sintió exhausto, y le expresó a su amigo el deseo de descansar un momento en medio de la nieve.
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