Se ensancha también el imaginario del mundo con los escritores viajeros, antes muy contados (Picón Salas, Uslar, Liscano, Díaz Rodríguez, de la Parra); ahora encontramos los textos de Elisa Lerner, Adriano González León, Victoria de Stefano, Antonieta Madrid, Antonio López Ortega, Ednodio Quintero, mezclando sus vivencias cosmopolitas con los recuerdos caraqueños y provincianos. Es muy interesante el contraste, y muy visible en los tres trujillanos (Adriano, Antonieta y Ednodio), pero también en otros escritores venidos de la provincia, como Balza. Hay un inevitable retorno a las raíces en su escritura, y al mismo tiempo una voluntaria y decidida escapada de ellas. Así vemos en Madrid el recuerdo intacto de las visitas a las tías, en González las huellas del caserón arruinado y los parientes fantasmagóricos, en Quintero la niebla «en un lugar agreste de la alta montaña». O el permanente regreso a los orígenes deltanos de Balza. Son ellos, quizás, la última generación de escritores que tuvo que vérselas con esta dualidad ciudad aldea. Los que siguen son ya caraqueños sin remedio que tienen como recuerdo rural un tinajero del que hablaba la abuela. O simplemente son escritores que viven en la provincia, y ni sienten el desarraigo ni la tensión de la huida; por ello escriben los imaginarios de sus propias regiones, como sería el caso de Rubi Guerra en las costas de Cumaná.
Pero hay otros movimientos a registrar, son los testimonios humanos de la modernidad truncada. Como una respuesta a Casas muertas (1955) y Oficina No. 1 (1961), las novelas del petróleo de Miguel Otero Silva, Memorias de una antigua primavera (1989), de Milagros Mata Gil, vuelve al pueblo fundado por y para la extracción petrolera, pero ahora en su decadencia, en las ruinas en que se han convertido los sueños en busca del vellocino de oro para los que llegaron arrastrando la nostalgia provinciana y el desgaste de la trashumancia. Son, quizás, las «gentes nómadas y escoteras» de las que hablaba Picón Salas. Son, en fin, la otra cara del milagro venezolano, que paulatinamente en estas décadas de la Gran Venezuela traen masas migrantes de la provincia (y pronto de otros países de la región) que vienen a sustituir los traslados de los antiguos estudiantes de pensión y de las familias interioranas para progresar en la capital, que podrían relatar un Alfredo Armas Alfonso o un Salvador Garmendia. Lo que ocurre ahora es una enorme explosión de pobreza que desemboca en los cerros de la ciudad y constituye la marginalidad urbana en busca de un autor que la lleve a la literatura. Y así se presenta Cerrícolas (1987), título del primer volumen de cuentos de Ángel Gustavo Infante. Hay en este tema –señalaba Manuel Bermúdez– una línea de continuidad que va desde los juambimbas del gomecismo, pasando por los pequeños seres garmendianos, hasta llegar a los joselolos de Infante, que los lleva al cuento, como Román Chalbaud al cine, Rodolfo Santana al teatro, Salvador Garmendia a la telenovela, el grupo Madera a la música, y Pedro León Zapata al dibujo. Aparece entonces lo marginal en el imaginario literario, y se entronca con lo popular en la próxima entrega del mismo Infante, Yo soy la rumba (1992), y desde luego en Calletania (1991), de Israel Centeno. En esa novela, cuyo escenario principal es Catia podemos leer una parroquia popular tradicional mutada en un núcleo de barrios y subculturas que viven en el triángulo de la droga, la delincuencia y la prostitución. No es, por supuesto, esa sumatoria la que define a sus habitantes, pero es el lastre que ocupa el imaginario que captan los escritores.
El párrafo que cito a continuación de Después Caracas (1995), novela de José Balza, es un «diagnóstico fulminante» de la ciudad posterior al Caracazo de 1989.
La avalancha petrolera, el despilfarro, la desvergüenza alcanzarían sin embargo alturas increíbles. La riqueza unilateral olvidó al país; comenzaron a paralizarse y colapsar los servicios e hizo su entrada triunfal la delincuencia diaria. El boato gubernamental y la publicidad (autos, trajes, cosas, licores) en vastos cinturones de marginalidad (Caracas creció en dos décadas inmensamente) sintieron como suya aquella riqueza y aquel poder a los cuales no tenían acceso. La violencia se convirtió en vehículo adecuado para vivir.
Se cierra así lo que Almandoz califica de «fresco sombrío de aquella metrópoli contrastante y descompuesta, azotada y tercermundista», que contiene el final de un ciclo social y político. Comienzan entonces los tiempos signados por dos sacudidas de efectos irreversibles: el Caracazo de febrero de 1989 y los frustrados golpes de Estado del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992, con una consecuencia política también traumática, la expulsión de Carlos Andrés Pérez de la presidencia por un juicio administrativo (1993). Nada será igual a partir de estos acontecimientos. En ese clima social, dice el autor, comienza a romperse el contrato social roussoniano en su versión venezolana, el pacto de Puntofijo pierde vigencia. A partir de los años noventa la coexistencia de barrios y urbanizaciones sin mayores conflictos se transforma en un escenario de urbes fracturadas y violentas en las que los saqueos se hacen frecuentes, la criminalidad crece desmesurada, los limites urbanísticos se desdibujan y los vendedores informales irrumpen en los espacios públicos de Catia a Sabana Grande, la seguridad se privatiza, y ahora no solamente las casas se enrejan sino que las calles se cierran al paso libre en casi todo el sureste de Caracas, al tiempo que aparecen los centros comerciales metropolitanos (Sambil, Tolón, El Recreo) como lugares de seguridad para la vida ciudadana que no puede, o no quiere ya, vivir en la calle. Es un remedo de los suburbios norteamericanos con sus gated communities y sus malls en una ciudad en la que se instala la «carrocracia», la subcultura motorizada y la delincuencia. Ya estos temas de la ciudad criminosa venían incluyéndose en novelas como La noche llama a la noche (1985), de Victoria de Stefano, pero ahora se hacen más patentes en Salsa y control (1996), libro de cuentos de José Roberto Duque, o en el relato ganador del Concurso de Cuentos de El Nacional el año del golpismo: «Boquerón» (1992), de Humberto Mata.
Esta nueva identidad capitalina de la ciudad fracturada y en decadencia precoz, se imagina en novelas como Si yo fuera Pedro Infante (1989), de Eduardo Liendo, ficción premonitoria del héroe justiciero que vendría a redimir a los humillados; y desde luego en Latidos de Caracas (2006), de Gisela Kozak, en la que la protagonista, profesional fracasada, recorre la ciudad dando cuenta del proyecto frustrado de modernidad. Es, sin embargo, el momento en que la ciudad encuentra su proyección hacia el universo fotográfico, artístico, filosófico, y de crítica arquitectural. La ciudad, en su empobrecimiento, en lo que llamo decadencia precoz, es cuando paradójicamente alcanza un mayor rango en el estudio de sí misma. Caracas no solo se relata, ahora se multiplica en libros, artículos, foros, fotolibros –acciones en las que sin duda tuvo un papel fundamental la Fundación para la Cultura Urbana. Arquitectos (William Niño Araque, Federico Vegas, Marco Negrón, Hannia Gómez, Guillermo Barrios, Nicolás Sidorkovs, y por supuesto el autor de este libro); filósofos (Juan Nuño, María Elena Ramos), estudiosos, fotógrafos, artistas y editores «propician cierta conceptuación y rescate de la vida urbana, así como una puesta en perspectiva con el patrimonio y el pensamiento histórico». No dejo de pensar que esta valorización de lo urbano en la que Caracas comienza a ser objeto de los estudios culturales y literarios (Miguel Gomes, María Elena D ’Alessandro, Sandra Pinardi, la misma Kozak) coincida con el tiempo en que la ciudad emprende la travesía de su caída, y creo que es probablemente esa caída, que ya presentíamos, uno de los elementos en juego en este surgimiento del pensamiento urbano y en la revalorización de las imágenes recobradas (Tito Caula, Alfredo Cortina) de sus espacios perdidos y de su debilitado patrimonio ancestral (Carlos F. Duarte, José Rafael Lovera, Paolo y Graziano Gasparini). La ciudad deja, por fin, de ser un cáncer, un engendro deshumanizado y caótico, para ser un centro que atrae la mirada de la investigación y el pensamiento.
Читать дальше