Ella May Robinson - Historias de mi abuela

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¿Cómo es tener a una profetisa como abuela? Ella Robinson lo sabe. Su abuela era Elena de White. En este libro, Ella cuenta cómo era Elena de White como abuela y como persona. Aunque Dios le dio grandes responsabilidades a la Sra. White, aun así encontraba tiempo para ser la clase de abuela con la que cualquier niña soñaría. Sabía que una niñita cansada disfrutaría de una manzana, una pastilla de menta o de ser ayudada a recortar una ilustración de una revista. Robinson también relata experiencias interesantes de la vida de la Sra. White. Cuenta cómo Dios escogió a Elena de joven para que fuese su profetisa, y las tantas luchas con la pobreza y la enfermedad por las que tuvo que pasar.

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En ese entonces, los adventistas no tenían iglesias propias. Cuando Elena llegó al lugar de reuniones, se encontró con un salón grande, lleno de gente ansiosa por escuchar su descripción de la visión. No obstante, cuando se puso de pie para hablar, su voz era tan débil y ronca que apenas se la oía. Lo intentó por cinco minutos, mientras los oyentes se inclinaban hacia adelante para captar lo que decía.

Entonces, de repente y para sorpresa de todos, su voz cambió. Sonaba como una campana. Habló durante dos horas, describiendo los viajes del pueblo de Dios a la Santa Ciudad, la venida de Jesús y el hogar celestial. Se derramaron muchas lágrimas; pero eran lágrimas de gozo. Todos los corazones se animaron. Cuando Elena se sentó e intentó hablar con los que estaban más cerca, su voz fue tan ronca como antes, y solo podía susurrar.

Algunos se preguntan por qué Dios escogió a alguien tan débil para llevar sus mensajes a su pueblo. Había una razón. Cuando ese grupo de adventistas vio a Elena en su debilidad, de pie y tratando de hacer que ellos escucharan, y luego cuando el poder de Dios vino sobre ella, permitiéndole hablar con claridad, ellos supieron que no lo estaba haciendo en solitario: Dios la estaba ayudando.

Esa noche, cuando el grupo se despidió, hubo gritos de alegría.

–¡Vamos a casa! ¡Vamos a casa!

Algunos de los que observaban cómo los amigos de Elena la sostenían mientras regresaba al trineo, recordaron las palabras del apóstol Pablo: “Lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte [...] a fin de que nadie se jacte en su presencia”.

Durante la reunión, un joven llamado Hazen Foss se quedó escuchando afuera de la puerta. Dirigiéndose a un amigo, dijo:

–Esa visión es muy similar a la que Dios me dio a mí.

Sus amigos conocían su triste historia. Dos veces le había sido dada la visión, y dos veces se negó a relatarla. Entonces Dios le dijo que era eximido de la obra y que le sería dada a uno de los hijos más débiles de Dios.

Esto lo atemorizó. Por lo tanto, reunió a un grupo de personas, pero cuando comenzó a hablar no pudo recordar ni una palabra.

–Dios me ha quitado la visión –exclamó–. ¡Estoy perdido!

Y salió corriendo del lugar.

Al día siguiente de escuchar hablar a Elena, preguntó si podía verla en la casa de su hermana.

–Quiero hablar contigo –dijo–. El Señor me dio un mensaje para su pueblo, y yo me negué a dárselo. Anoche te escuché hablar. No te niegues a obedecer a Dios. Sé fiel en hacer la obra que él te da; y la corona que yo podría haber tenido la recibirás tú.

Demasiado tarde aprendió que es temerario decir que no a Dios.

En una oportunidad, el Señor dio a Elena un mensaje urgente para los creyentes de Portsmouth. El trayecto requería viajar en tren, pero no había dinero para los boletos. Sin embargo, Sara y Elena se prepararon para ir, confiadas en que el Señor abriría el camino.

Se vistieron para el viaje, y estaban a punto de salir caminando de la casa para recorrer la corta distancia hasta la estación, cuando Elena miró por la ventana y vio que un hombre a quien conocía conducía rápidamente hasta la puerta. El caballo estaba cubierto de sudor. Entró corriendo a la casa y preguntó:

–¿Alguien necesita dinero aquí? Sentí la impresión de que alguien necesita dinero aquí.

Las muchachas rápidamente le contaron que estaban yendo a Portsmouth para cumplir el mandato de Dios, pero no tenían dinero para los boletos. Él les entregó dinero para el viaje de ida y de vuelta.

–Súbanse a mi carro, y las llevaré hasta la estación –dijo.

De camino a la estación, él les contó que el caballo había querido hacer los 19 kilómetros desde su casa con tanta rapidez que se le hizo difícil hacer que no galopara todo el camino. Elena y Sara apenas alcanzaron a sentarse en el tren cuando este partió. Estaban en camino.

Elena Harmon, quien posteriormente llegaría a ser mi abuela, se embarcó en el trabajo de toda su vida. Nunca dudó cuando Dios la enviaba con sus encargos. En ocasiones, a pesar de las aparentes imposibilidades ella sabía que Dios proveería la salida.

Capítulo 3

La jugarreta que fracasó

–¿Quién es ese hombre en la sala principal, que está hablando con papá? –le preguntó a su madre un día, al entrar a la casa.

–Es Otis Nichols, un adventista de Dorchester, Massachusetts. Quiere que tú y Elena vayan algunos días a su casa. Dos predicadores autoproclamados están enseñando doctrinas extrañas, que han confundido y desanimado a algunos creyentes de allí. Quiere que escuchen de Elena el relato de sus visiones y, si es posible, poner fin a sus enseñanzas fanáticas.

Cuando el señor Nichols regresó a su casa, Sara y Elena fueron con él. Poco después de llegar, dos hombres, un tal señor Sargent y un señor Robbins, pasaron por la casa por un mandado. Cuando terminaron lo que tenían que hacer, dijeron al señor Nichols:

–Nos quedaremos para pasar la noche aquí, si a usted no le parece mal.

–Sí, de hecho –respondió el señor Nichols– por favor, pasen ya mismo; las hermanas Harmon están aquí, y tendrán la oportunidad de conocerlas.

El señor Sargent miró al señor Robbins, y este miró al señor Sargent. De repente, ambos decidieron que debían volver de inmediato a Boston.

El señor Nichols se sintió decepcionado.

–Qué pena –dijo–. Pero tendrán la oportunidad de conocer a las hermanas en Boston. Estamos planeando llevar a la hermana Elena con nosotros, para que hable al grupo el día de reposo.

Cuando dijo día de reposo, en realidad estaba pensando en el domingo, porque todavía no entendía que el domingo no es el día de reposo.

–De acuerdo –respondieron los hombres–, daremos aviso de que la señorita Harmon hablará en Boston el próximo día de reposo, y nos encontraremos allí.

Esa noche, durante el culto familiar, a Elena le fue mostrado, en una visión apacible que duró solo un momento, que no debía ir al norte hasta Boston el domingo, sino a Randolph, una ciudad que queda a unos 16 kilómetros al sur de Boston.

Cuando le contó al señor Nichols, este protestó:

–No podemos ir a Randolph. Prometí a los hombres que nos encontraríamos con ellos en Boston. ¿Cómo puedo faltar a mi palabra?

–Todo saldrá bien –dijo Elena–. El Señor me mostró que debemos ir a Randolph. Lo entenderemos cuando lleguemos allí.

Al dejar la casa del señor Nichols, los dos hombres enviaron un anuncio de que no habría reunión en Boston esa semana; todos los creyentes debían reunirse en Randolph. Pensaron que le estaban haciendo una jugarreta ingeniosa a Elena Harmon. En Boston encontraría una casa vacía, mientras que todos a los que ella esperaba hablarles estarían en Randolph, escuchándolos predicar a ellos .

De acuerdo con el anuncio, el domingo de mañana los dos hombres se reunieron con los creyentes adventistas en la casa de Thayer, en Randolph. Estaban sumamente complacidos por haber sido más listos que los esposos Nichols y que las hermanas Harmon. El señor Sargent, que fue quien más habló, había estado diciendo a la gente que ya había pasado el tiempo en que los cristianos debían trabajar.

–Hermanos –dijo–, estamos en el año del Jubileo, cuando todos debieran descansar.

No mencionó nada acerca de las mujeres que tenían que cocinar, limpiar la casa y hachar leña mientras sus esposos descansaban. Estos hombres estaban diseminando esta enseñanza fanática por todas partes. Los prudentes preguntaban: “¿Cómo podremos vivir así? ¿Cómo mantendremos a nuestra familia?” Los hombres respondían: “Que los ricos vendan sus posesiones y den a los pobres. Entonces no habrá necesidad de que ninguno trabaje”.

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