Ella May Robinson - Historias de mi abuela

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¿Cómo es tener a una profetisa como abuela? Ella Robinson lo sabe. Su abuela era Elena de White. En este libro, Ella cuenta cómo era Elena de White como abuela y como persona. Aunque Dios le dio grandes responsabilidades a la Sra. White, aun así encontraba tiempo para ser la clase de abuela con la que cualquier niña soñaría. Sabía que una niñita cansada disfrutaría de una manzana, una pastilla de menta o de ser ayudada a recortar una ilustración de una revista. Robinson también relata experiencias interesantes de la vida de la Sra. White. Cuenta cómo Dios escogió a Elena de joven para que fuese su profetisa, y las tantas luchas con la pobreza y la enfermedad por las que tuvo que pasar.

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Cuando la señorita Davis terminó de recopilar las mejores cosas que la abuela había escrito sobre la vida de Cristo, tenía más material que podían ponerse en un libro. Con los capítulos que la abuela había escrito especialmente para el libro, había suficiente para tres libros: El Deseado de todas las gentes , Palabras de vida del gran Maestro y El discurso maestro de Jesucristo ; además de mucho material que quedó para El ministerio de curación . La abuela, en algún momento, escribió o dijo todo lo que incluyen estos libros. La señorita Davis la ayudaba a compaginarlo en capítulos y a cerciorarse de que todo estuviese copiado correctamente.

Cuando los viajeros regresaron del exterior, la mesa ocupaba casi todo el largo del comedor. La abuela siempre tenía una gran familia. Estaban sus asistentes regulares que informaban sus entrevistas y sermones, y copiaban y duplicaban sus cartas y artículos. Además de ellos, generalmente tenía entre uno y seis muchachos y chicas en su casa, a quienes cuidaba como a sus hijos. Cuando se enteraba de alguna persona enferma, desanimada o desafortunada, la única duda era si podría haber lugar en la mesa para otro plato, o un rincón en algún lugar de la casa para otra cama.

Casi un año después de que Mabel y yo llegamos a Australia, la Asociación compró una extensión de terreno maderero de 607 hectáreas, para establecer la escuela de capacitación Australasiana. La abuela compró un pequeño terreno contiguo y fue a Cooranbong a supervisar la limpieza, la plantación del huerto y el jardín, y la construcción de su casa. Yo tuve el honor de acompañarla.

La abuela tenía 68 años en ese entonces. Ella y yo vivíamos juntas, en una carpa grande. Cerca de allí había otra carpa para los obreros y una tercera, que se usaba como comedor, con una casucha detrás para la cocina. A menudo, temprano por la mañana, yo corría la cortina que separaba mi rincón de la carpa del de la abuela y me asomaba para verla recostada en la cama con almohadas, o sentada en su sillón con una tabla en su falda, escribiendo a la luz del farol de kerosén.

Para ahorrar tiempo a los obreros mientras construían su casa en Avondale, la abuela misma iba a los aserraderos para comprar los materiales necesarios, y por supuesto yo iba con ella.

Su primera preocupación, después de construir su casa, fue hacer quitar los árboles grandes de un pedazo de terreno, para usarlo como huerta. Me encantaba observar a seis yuntas de bueyes arando. Se requerían muchos restallidos del látigo y gritos para estimular a Bola de Nieve, Frutilla y Novato, los vagos, a que hicieran su parte.

Cuando la abuela salía con su yunta de caballos a dar una vuelta por el campo, a veces yo la acompañaba. En el vivero, ella eligió sus propios árboles para el huerto. El dueño del vivero le preguntó:

–Señora de White, ¿quisiera que le muestre cómo deben plantarse?

–Primero, permítame decirle cómo pienso hacer que hagan el trabajo –respondió ella con una sonrisa–. Le pediré al jornalero que cave un pozo profundo en la tierra y que le ponga tierra fértil, luego algunas piedras grandes, luego más tierra fértil. Después de esto, alternará capas de tierra y fertilizante hasta llenar el hoyo, y luego pondrá los árboles.

–Está claro que usted no necesita ninguna clase sobre cómo plantar árboles –dijo él.

Un año después de que los durazneros de tres años fueran plantados, dieron la fruta más deliciosa que haya probado alguna vez. La abuela también plantó uvas, damascos, nectarinos y ciruelos.

Pronto, papá hizo construir nuestra casita cruzando la calle, frente a Solana, la casa de la abuela. Durante la época de frutas, con frecuencia escuchábamos que alguien golpeaba la puerta antes del desayuno. La abuela entraba con una canasta de duraznos, cosechados de su huerto mientras el rocío todavía caía sobre ellos. Elegía un durazno rosado y lo ponía en el plato de mamá, luego se paseaba alrededor de la mesa dejando un durazno en cada plato. “Trae un plato, May”, decía. Mamá traía una fuente, y la abuela vaciaba la canasta de duraznos en ella. Luego, nos deseaba buen provecho y regresaba a cosechar otra canasta llena para su familia.

Una vez, la abuela y yo fuimos en busca de una vaca. Era hora del ordeñe cuando llegamos a la granja. Como amaba a los animales, a ella no le gustaba cómo ordeñaban en las granjas de esa parte del país. Entonces, dijo al granjero:

–Si le dieran a la vaca un poco de grano para comer mientras la ordeñan y luego la tratan con cuidado y le hablan con calma, no necesitarían atarle las patas. Ella aprenderá a quedarse quieta, y estará mucho más contenta y cómoda.

Nos llevamos una vaca llamada Molly, y la largamos en el pastizal de la abuela. Cada tarde, íbamos juntas para traerla a casa, a fin de ordeñarla. Caminábamos por el sendero que llevaba al bosque de eucaliptus, escuchando el cencerro atado al cuello de Molly. Cuando lo oíamos, yo saltaba troncos y arbustos agitando un palo, mientras la abuela se quedaba en el sendero llamando: “¡Vamos, patrona! ¡Vamos, patrona!” Luego regresábamos a casa juntas, llevando a la vaca delante de nosotras.

Un día, cuando Molly estaba mugiendo por su ternero, vi que la abuela la abrazaba por el cuello y decía a la compungida madre cuánto lamentaba que le hubiesen quitado el ternero.

Sin importar dónde viviéramos, si había animales domésticos alrededor, la abuela se hacía amiga de ellos. Ni bien pisaba el granero, el pony relinchaba una bienvenida y estiraba el cuello para las caricias que sabía que recibiría. La abuela no soportaba ver animales abusados porque, como decía, “ellos nos pueden hablar de sus sufrimientos”.

Una vez, mientras iba en el carruaje con ella, vimos a un hombre que estaba golpeando a una yegua débil y delgada, que luchaba para tirar de una carreta con mucha carga en una colina empinada.

–Sara –dijo rápidamente–, ¡detén la carreta!

Luego, habló al hombre:

–Señor, ¿perdió usted la razón? ¿No ve que esa pobre criatura está haciendo lo mejor que puede?

Por extraño que parezca, el hombre se disculpó, luego quitó la mitad de la carga y la apiló al costado del camino, diciendo que lo haría en dos viajes.

A menudo, cantábamos mientras viajábamos por los caminos rurales. Pero, lo que más recuerdo es las veces que nos sentábamos a su lado frente al hogar, mientras nos contaba historias de los días en que el abuelo y ella viajaban y trabajaban para construir una iglesia fuerte.

Capítulo 2

Tarea para una adolescente

–¡Elena! ¡Elena! ¿Estás enferma? No hubo respuesta.

–¿Se desmayó? ¿O está...?

Preocupadas, cuatro damas se inclinaron sobre la figura postrada de una muchacha de 17 años.

–¡No respira!

–Noto que tiene pulso.

–Hay señales de vida. Tiene los ojos abiertos, pero parece que no nos ve.

Las cuatro mujeres esperaron asombradas, pero no tenían ningún motivo para alarmarse. Elena estaba completamente bajo el control de Dios. En ese momento ella no las veía, ni escuchaba lo que decían. Estaba escuchando a un ángel que le hablaba, y contemplaba una escena que pasaba como una película delante de sus ojos. Estaba en una visión celestial.

Elena Harmon había estado visitando la casa de una amiga, donde ella y otras cuatro mujeres oraban juntas. Casi dos meses antes, hubo personas de muchas confesiones religiosas, llamadas adventistas debido a su creencia en la segunda venida de Cristo; ellos habían sufrido un chasco porque Jesús no vino a la Tierra el día que habían fijado. Muchos grupos pequeños como este habían estado estudiando la Biblia y orando, para que Dios les mostrara dónde se habían equivocado al interpretar las profecías.

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