Ella May Robinson - Historias de mi abuela

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¿Cómo es tener a una profetisa como abuela? Ella Robinson lo sabe. Su abuela era Elena de White. En este libro, Ella cuenta cómo era Elena de White como abuela y como persona. Aunque Dios le dio grandes responsabilidades a la Sra. White, aun así encontraba tiempo para ser la clase de abuela con la que cualquier niña soñaría. Sabía que una niñita cansada disfrutaría de una manzana, una pastilla de menta o de ser ayudada a recortar una ilustración de una revista. Robinson también relata experiencias interesantes de la vida de la Sra. White. Cuenta cómo Dios escogió a Elena de joven para que fuese su profetisa, y las tantas luchas con la pobreza y la enfermedad por las que tuvo que pasar.

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Si la encontraba escribiendo, me quedaba en silencio a su lado, hasta que dejaba la lapicera. Esa era la señal para una de las deliciosas charlas que tanto me gustaban. Ella me hablaba acerca de su niñez o de sus viajes; o quizá de algún gatito o pony; de los interesantes niños que conocía en el tren...

A veces, yo me sentaba, en un banquito, a sus pies. Ella me daba una tijera sin punta y me dejaba recortar ilustraciones que había guardado de revistas. Una vez, cuando recorté la torre de una iglesia, me dijo dulcemente:

–Debes recortar los bordes con cuidado, para no arruinar las lindas ilustraciones.

Cuando veía que me cansaba, iba hasta su tocador, sacaba una pastilla de menta o una manzana, y me decía que le pidiera a Christina que lo guarde en el estante para mí, hasta la hora de la comida. Nunca pensamos siquiera en darle un mordisco a algo entre comidas.

–Y cuando termines –decía ella–, ven que vamos a dar una vuelta a la manzana.

Una vez nos perdimos, y como no sabíamos hablar francés, alemán ni italiano, llegamos tarde al almuerzo.

Nunca olvidaré la paliza que me dio mi papá por tirar una caja de bloques de piedra sobre el duro piso de cerámica, después de prometer que estaría callada durante una reunión de comisión. La abuela, al ver mis lágrimas, me sentó en su falda y me consoló. Me explicó que el castigo era para ayudarme a recordar que nunca más debía hacer ruido durante una reunión.

Estuvimos en Suiza durante dos años. Mamá trabajaba largas horas en la oficina, y contrajo tuberculosis. Cuando la abuela regresó a los Estados Unidos, nuestra familia fue con ella. Fuimos a vivir a Boulder, Colorado, con la esperanza de que el aire fresco y vigorizante y el sol tibio ayudaran en la recuperación de mamá. Pero nos llevamos una desilusión, y tuvimos que dejarla junto al abuelo Jaime White en el cementario Oak Hill, en Battle Creek, Míchigan.

La abuela nos abrió su corazón y su casa. Pero, cuando se decidió que debía ir a Australia para ayudar a los misioneros que allí trabajaban y que nuestro padre, W. C. White, iría con ella, él compró una casita en las afueras del pueblo e hizo arreglos para que la señorita María Mortensen cuidara de nosotras, dos niñitas huérfanas. María había cuidado de mamá durante su última enfermedad, y nos amaba a nosotras y a ella.

–¿Por qué no podemos ir contigo, papá? –le rogamos.

–Es posible que la abuela y yo viajemos mucho, y quizá no tengamos casa propia por algún tiempo. Además, no hay escuela de iglesia, para que ustedes asistan. Aquí, en Battle Creek, Mabel puede ir al jardín de infantes con los huérfanos que el Dr. Kellogg atiende; y Ella, tendrás el privilegio de asistir a la primera y única (hasta ahora) escuela de la Iglesia Adventista en todo el mundo –respondió con ternura.

Pasaron cuatro largos años. Entonces, un día abrimos una carta de papá proveniente de Australia. Decía:

“Queridas hijas, encontré a una encantadora joven que accedió a ayudarme para formar un nuevo hogar. Ella será su madre, y podremos estar juntos otra vez. El pastor E. R. Palmer está viniendo a Australia para organizar la obra del colportaje aquí. Y hemos hecho arreglos para que ustedes viajen con él Él y su esposa las cuidarán, y velarán para que lleguen sanas y salvas”.

Lloramos al dejar a nuestra querida María, que había sido tan buena con nosotras. Pero el viaje a Australia estuvo cargado de emociones, ya que nos detuvimos en Honolulú, Samoa y Auckland.

Papá, May Lacey –quien sería nuestra nueva mamá–, la abuela y su secretaria estaban de viaje visitando iglesias en Victoria y Tasmania, cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, así que la mesa era reducida; no obstante, si lo recuerdo bien, estaba lista para diez personas. Me encantó que Edith, una chica de catorce años, un año mayor que yo, se sentara junto a mí. Del otro lado de la mesa, junto a mi hermana, estaba Nettie, que era unos dos años mayor que Mabel. Por supuesto que queríamos saber por qué Edith y Nettie estaban allí, y si vivirían con nosotras en la familia de la abuela.

–Cuando tu abuela se enteró de que a mi padre se le hacía difícil cuidar de mí y de mi hermano, mientras trataba de ganarse la vida al mismo tiempo, ella me buscó. “Edith”, me dijo, “¿te gustaría ser mi hijita por un tiempo?” Parecía tan amable que le dije: “Sí, me gustaría”. Así que, aquí estoy –dijo Edith.

–Y también nos buscó a nosotros –dijo la mamá de Nettie, una mujer pequeña, no mucho más alta que Nettie–. Vinimos de Escocia después de que el padre de Nettie murió. Mandé a llamar a mi hermana y a mi otra hija, pero su barco se perdió en el mar. Por eso, Nettie y yo nos quedamos solas en Sídney.

–Abrí un negocio de sombreros para señoras, pero no me fue bien. Habíamos conocido la verdad acerca del sábado y decidimos guardarlo sin importar el costo. Mientras me preguntaba si debía cerrar el negocio o continuar con él, tu abuela se me acercó para decirme: “Hermana Hamilton, ¿quisiera venir, con Nettie, a vivir conmigo?” Pronto, mis dos nietas estarán llegando de los Estados Unidos, y necesitaré una institutriz para ellas. También podrá ayudarme cosiendo para mi familia de ayudantes.

Al extremo de la mesa estaba sentado un muchacho de 17 años, llamado Willie MacCann. Willie era el mayor de nueve hermanos. Después de que sus padres asistieran a las conferencias bíblicas, decidieron obedecer a Dios y guardar el sábado. Así es que el padre de Willie perdió un puesto bien remunerado, y tuvo que depender de trabajos ocasionales para ganarse la vida. Durante esos tiempos de la depresión, era difícil encontrar trabajos esporádicos. Ni bien la abuela se enteró de que la comida escaseaba para esta familia, compró mercadería por cincuenta dólares y se las llevó a su casa.

Mientras conversaba y oraba con los padres, animándolos a permanecer firmes a pesar de las dificultades, Willie entró en la sala.

–¿Te gustaría ser mi jardinero? –preguntó la abuela–. Puedes encargarte del caballo, la vaca y las gallinas, desmalezar el jardín y hacer quehaceres domésticos.

Willie estaba encantado. La abuela le pagaba lo suficiente para evitar que la familia pasara miseria, hasta que el señor MacCann encontró un empleo estable.

En ausencia de mi papá, había un hombre de unos 35 años que tomaba el papel de anfitrión. Había estado detenido lejos de su hogar, sin dinero. Era inteligente y concienzudo, así que la abuela lo tomó y le ofreció el trabajo de llevar la contabilidad de la oficina, copiar y llenar documentos, y actuaba como agente de negocios de la casa. Emily Campbell, una de las asistentes de oficina de la abuela, hacía las veces de anfitriona.

Mientras comíamos, Annie Ulrick entró a esperar en la mesa. Siempre se negaba a comer con la familia, porque las criadas nunca hacían esto en Alemania, de donde provenía. Mientras levantábamos la mesa y lavábamos los platos, la señora Hamilton nos habló de Annie.

–Ella asistió a la misma serie de conferencias bíblicas que Nettie y yo –explicó la señora Hamilton–. Y decidió, al igual que el resto de nosotros, que lo más importante era obedecer a Dios. Sus padres se enojaron tanto cuando dejó su iglesia y se unió a los adventistas del séptimo día, que la echaron. Tu abuela nos dijo: “Annie está sola en el mundo; debemos hacer lugar para ella en nuestro hogar”. Así que, invitó a Annie para que fuese su cocinera. Annie había sido camarera en Alemania; antes no sabía nada de cocina, pero estaba aprendiendo rápido ahora.

A media tarde, Marian Davis, la asistente literaria de la abuela, nos llevó a su habitación, que quedaba arriba.

–Su abuela está escribiendo un libro sobre la vida de Cristo –nos dijo–. Estas páginas escritas a máquina, esparcidas en el piso, deben ir en uno de los capítulos. Dediqué meses a leer los sermones de su abuela, que fueron taquigrafiados mientras ella hablaba. También, clasifiqué cientos de páginas de artículos, diarios y cartas; y copié las cosas más hermosas escritas allí sobre Jesús. Ahora estoy compaginando estas selecciones para completar los capítulos que ella estuvo escribiendo. Esto le ahorra mucho tiempo. Cuando vuelva de su viaje, revisará estos capítulos y hará cambios y agregados.

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