1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 —Son muy ricos, mamá. Tienen una casa en el campo que parece un palacio, varias personas de servicio y unas caballerizas—sentenció Katia.
— ¡Y hemos montado a caballo!—Hanna, la pequeña, interrumpió a su hermana, que le dio un manotazo para que callara.
—Vaya. Igual que nosotros, ¿eh? —dijo con ironía Ilhem—. Ahora todos los domingos vamos a ir a montar a las caballerizas de nuestro palacio de verano. ¿Qué os parece?
Las chicas rieron con ganas la broma de su madre y siguieron hablando atropelladamente para explicar lo máximo posible, en el menor tiempo.
—¿Os habéis portado bien? Me gusta que seáis educadas y respetuosas con vuestras amigas y sus familias. Cuesta mucho dinero la escuela adonde vais y son todas de clase alta. Es un sacrificio que hago de buena voluntad para que tengáis una beneficiosa educación. Y cómo veo que lo aprovecháis, estoy muy contenta.
—Sí, mamá. Sabes que somos buenas chicas y nos portamos siempre muy bien—contestó la mayor con ironía. La pequeña sonrió.
—Sí, ¡cuando dormís!—les dijo en broma.—
¿Sabéis que yo sé montar a caballo? Hace mucho que no lo hago, pero de joven era una buena amazona—comentó—. Un día podríamos ir las tres si os ha gustado.
—Sííí—dijeron muy contentas.
Al rato subió para darles las buenas noches, las besó y las dejó hablando de las aventuras pasadas.
—No os demoréis mucho en dormir. Es tarde ya. Buenas noches, chicas.
—Buenas noches, mamá—le respondieron.
Ilhem se sentó en el salón, cogió un libro y leyó un momento, pero no conseguía centrarse en lo que leía, su cabeza no estaba por la labor, así que decidió mirar un rato la televisión. Pero tampoco le interesaban las películas, o ya las había visto o eran comedias un poco estúpidas y ella ya no era una adolescente. Sin embargo, no tenía sueño y se le ocurrió repasar las facturas que no había revisado por la mañana. Así despejaría su mente de todos los acontecimientos acaecidos aquel domingo.
Electricidad, agua, gas, teléfono, seguros, hipoteca, tarjetas de crédito, el colegio... Las ordenó y las fue repasando una a una. Implicaban una cantidad considerable cada mes, aunque era lo mínimo necesario para vivir con cierto confort. Se ganaba bien la vida pero también gastaba mucho. De todas formas, se lo merecía después de todo lo que trabajaba.
En su juventud, no tuvo que preocuparse nunca por el dinero y se había acostumbrado a gastar sin mucho control. Cuando se acabó, no tocó más que acostumbrarse a vivir con lo que ganaba. Por suerte, se le acabaron los ingresos cuando su empresa ya avanzaba por buen camino. Le habían durado más de cuarenta años.
Se levantó, ordenó un poco la cocina y el salón y subió a su habitación, pero antes entró en el baño para desmaquillarse y lavarse los dientes, se desnudó y se puso un pijama. Apagó la luz y pasó a su dormitorio, dispuesta a dormir. Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño, se le agolpaban los recuerdos de aquel día y prefirió seguir estirando del hilo de los pensamientos, que le llevó irremediablemente hacia su abuela.
Cuando la recordaba le asaltaban sentimientos de pérdida, ya que una parte primordial de su existencia se había ido con ella. Ella misma no era más que el reflejo de la manera de ser de aquella mujer. Los mismos acontecimientos que permitieron su salida de Marruecos no le dejaron asistir a la muerte y sepelio de la persona que fue toda su vida, quien le enseñó a vivir desde una perspectiva librepensadora y laica, sin el lastre de la religión, sin ataduras, con ética y honradez. Cada vez que pensaba en su abuela viajaba veinticinco años atrás en el tiempo, a Marraquech.
Donde había empezado todo.
VII
—Creo que sí—sollozó—, no lo sé. No sé nada de ellos desde hace más de quince años. Pueden estar muertos, desaparecidos o en alguna de las siniestras cárceles que aún hay, como Dar al Muqri o Darb Mulay Sharif, aunque nunca oirás hablar de ellas. Quién entra ahí no sale, ni vivo ni muerto. Sencillamente desaparece—cogió aire y añadió con tono afligido—, y ahora prepárate tal vez para lo peor.
Ilhem estaba anonadada, tenía que digerir todo lo escuchado. Toda su vida había cambiado en un momento, no era quién creía que era, le parecía que el mundo desaparecería bajo sus pies. Tal vez no era ni su abuela.
La mujer continuó:
—Yo trabajaba en casa de la familia Yousufi, me acogieron después de que bombardearan el Rif. Lo había perdido todo, familia incluida. Me salvé porque estaba en Casablanca, estudiando en la universidad. Y les estaré eternamente agradecida. Mi lealtad hacia ellos hizo que me confiaran a su hija para que la cuidara como si fuera mía. Gracias a sus contactos políticos de alto nivel, pudieron cambiar mi nombre y también el de la chiquilla y me la entregaron esperando tiempos mejores en los que pudieran recuperarla. Circunstancia que nunca ha llegado, ni creo que llegue. Supongo que ya habrás comprendido que esa niña eres tú. Tus padres sabían que, si permanecías con ellos, acabarías encarcelada, torturada y muerta, igual que la hija de Mohammed Lahrizi. Por eso se separaron de ti.
Ilhem no daba crédito a lo que oía. Le costaba respirar, se ahogaba en sus propios sollozos y no podía asimilar lo que le acababa de contar su abuela. Bueno, en realidad no era su abuela… Sí…, sí, que lo era. Tenía que serlo, necesitaba que lo fuera, era su única familia.
Estuvo mucho rato llorando abrazada a aquella mujer que le había dado una vida, que había compartido la suya con ella y que ahora, en un instante, se la quitaba. En ese momento supo que actualmente sus padres podían ser detenidos por traidores, que ella no era quien creía ser y que su abuela ni tan solo era de su familia. Por un momento se arrepintió de haber preguntado. Pero recapacitó y pensó que tarde o temprano lo habría averiguado, a menos que su abuela se hubiera muerto antes de contárselo. De todos modos, ahora ya no tenía remedio y tendría que afrontarlo de la mejor manera posible.
Se levantó, reprimió los sollozos como pudo, besó a su abuela y se fue a su habitación. Necesitaba digerir todo lo que había salido de los labios de aquella buena mujer.
—Voy a estar un tiempo en mi habitación, no vengas por favor. Ya saldré yo.
La mujer permaneció sentada en la cocina, sus manos temblaban y tenía problemas para mantener la compostura. Sabía que todo lo que le había contado era demasiado fuerte para su niña —para ella, siempre sería su niña—, comprendía perfectamente que debía asimilarlo e incorporarlo para volver a poder tener una vida mínimamente normal. En su fuero interno siempre supo que un día u otro se lo tendría que explicar, a menos que se muriera antes. “Cualquier momento es bueno para saber la verdad”, pensó. Pero era consciente de que tendría que pasar mucho tiempo para que Ilhem comprendiera un pasado que ni remotamente hubiera podido imaginar pocos instantes antes. Así que aceptó dejarla sola para que pasara el duelo de la mejor manera posible, a su manera. Su niña sabía que ella estaba allí para darle toda la ayuda y el apoyo que necesitara, pero ahora debía dejar que fuera ella la que dijera la primera palabra.
Desde hacía un rato Ilhem había dejado de llorar. Después de la tristeza vino el mal humor, que dio paso a una indignación creciente.
“¿Por qué tiene que pasarme esto a mí?”, se preguntó.
Inmediatamente, con su carácter analítico, recordó una de las clases de psicología aplicada a la empresa, en las que se exponían condicionantes de acciones y reacciones. Si las reacciones negativas son a causa de hechos efectuados por uno mismo, se debe buscar los motivos y evitarlos en el futuro. Pero, si dichas reacciones son los efectos de una causa imponderable, fuera de todo posible control personal o humano, jamás se debe intentar buscar en uno mismo justificación o argumento. Sencillamente se estaba en el lugar y en la hora equivocados. Frente a eso no había argumentación posible.
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