Jorge Ayala Blanco - La eficacia del cine mexicano

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Estudio minucioso sobre la temática y el alcance cultural del cine mexicano a principios de los años noventa, este conjunto de análisis fílmico-literario puede frecuentarse de manera independiente o en el interior del contexto particular que le es exclusivo y lo desborda. Es el quinto volumen de una obra que, por su propia dinámica, se convirtió en una historia viva del cine mexicano durante la segunda mitad del siglo XX. Es el quinto tomo de la única historia viva sobre alguna de las artes que se producen en México; es el quinto ensayo histórico sobre el mismo tema que acomete su autor; es la quinta entrega festiva de una serie de libros autónomos sobre el cine nacional.

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Todo lo que el resplandor público pueda ofrecer a Durazo, la verdadera historia, se hace poco. Cuando, con toda discreción, en octubre de 1990, el licenciado Nájera Torres de RTC suspendió de hecho la censura fílmica, nadie se imaginaba que entre las cintas desprohibidas se encontraría una inocentada como Durazo, la verdadera historia, una inocentada que durante años había sido solicitada y retenida por el Tribunal de lo Contencioso de la Procuraduría General de la República, una higadesca inocentada cuyo título era sensacionalista y antisensacionalista-comprensivo-justiciero a un tiempo, una inocentada conmovedoramente mentirosa, una exaltante inocentada para inocentar la trayectoria prepoderosa y predesalmada de un exjefe policiaco que aún estaba purgando sentencia por delitos menores (acopio de armas y amenazas cumplidas en grado de extorsión). ¿A qué le tenía miedo el Estado en esta exaltadora cinta, inofensiva a rabiar y obviamente de encargo? Sin duda, tenía miedo a toda alusión directa al expresidente de la República José López Portillo; tan es así que todas las pequeñas mutilaciones que debieron practicársele a la cinta para ser autorizada contenían menciones directas del exmandatario, a nivel de diálogo, en las que se le denominaba Pepe, El Cejas y demás. Sin duda, tenía miedo a la exhibición de los quemantes nexos de amistad que unían a López Portillo con su protegido predilecto y futuro héroe de nota roja sublimada, nexos establecidos desde la infancia hasta la ignominia, nexos desde siempre del dominio público; pero nexos que ahí están, con entusiasta candor chafa, en esas irrefutables evidencias celuloidales.

Durazo-Bustamente recibe por orden presidencial el encargo de apoderarse del convoy con armas, arriesga su vida en los aires por ir al rescate del hijo de un amigo de su Supercuate, destapa el moño presidencial que engalana al magnificente regalo de una metralleta con mira telescópica y rayos infrarrojos (en la escena más babeante), se desprende de sus guaruras en un garden party de Los Pinos para ir a abrazar a su Amigo (sin posibilidad de contracampo como en Rojo amanecer de Fons, 1989), evoca una noble plática con Él cual romántica quinceañera dotada de patrulla, y basta un sobre con escudo nacional y banda tricolor para que su destino sea catapultado a un puestazo y a la dudosa inmortalidad. Pero quizá el Elegido sabía demasiado. Ya ungido y con uniforme de general, aún sin reponerse del despliegue motociclístico de su recepción y de los desfiguros de los policías irremediablemente chaparros de su corporación, Durazo pronunciaba la frase premonitoria de su martirio (“Me late que esto me va a costar muy caro algún día”), mientras veía cerrarse las simbólicas rejas de la prisión dentro de su flamante oficina de jefe policiaco impoluto, desde ya, en una conclusión de guillotina. El blanqueo canonizador incluye a Mis Signos del Poder, el carnaval de los signos magnos como génesis y síntesis de las culpas naturales del poder. El roce acomplejado con los signos del poder conduce a la entronización de San Durazo, virgen y mártir. Todo porvenir de escándalo se hace poco para él.

La salvajadita exterminadora

En La venganza de los punks de Damián Acosta (1987) sólo hay espacio para la fantasía descompuesta. Dentro de un filón a jirones acaso ya irrepetible en sus maniacodepresivos alcances pulsionales y sus fantasías inconscientes, ojerosa y con pintarrajeos de plumero viviente, trepidante y en plena crispación corroída, la salvajada nihilista del más virulento cine popular se ha instalado a sus anchas en una tierra de nadie, infrasubdesarrolladamente equidistante de sus mitológicos faros inalcanzables (Mad Max 2: guerrero de la carretera de Miller, 1981; El reclamador de Cox, 1984; incluso ecos del multisaqueado El vengador anónimo de Winner, 1974) y se expande, ilimitada, hasta donde su malsana imaginación aguante. Por supuesto, como era de temerse o desearse, ese nihilismo y esta virulencia medran aferrados a la eficacia del ridículo delirante, la víscera triunfal, el exceso de excesos y la denodada búsqueda de apoyos cada vez más descabellados o pérfidos, incluso de hedionda inocentada o historieta aventurera, en las antípodas de la salvajada pretendida, sólo por falta de autoconvencimiento real. Pero en el cruce de tensiones entre todos esos elementos dispares, elementos dinámicos per se hasta la pueril perversidad polimorfa, elementos apriorísticos hasta lo burdo y lo abrupto, se ubicará el espacio de la exasperada acción hiperviolenta a la mexicana de La venganza de los punks (1978), del exasistente Damián Acosta vuelto eficiente destajista sin gusto ni ambición ni escrúpulo (Hallazgo sangriento, 1984; La hija sin padre, 1984; díptico sobre El fiscal de hierro, 1988 / 1989). Así, delineando y acotando su espacio fantástico a ras del asfalto o solar para el enjambre de las fabulosas motocicletas de los malditos punks, la descompuesta subversión lapidaria empieza desde la primera escena, literalmente explosiva, con el bombazo en la pared de una prisión, y el arrasamiento de los valores convencionales se prolongará hasta el fin de la trama.

“No tienen ley, y tampoco conocen los límites para el sexo y la violencia. Esta vez pretende acabar con sus enemigos de una manera brutal y total. ¡Raza exterminadora! Si hubiera pena de muerte, ellos serían los primeros en merecerla.” Aunque parezca mentira, las cacofónicas y grandilocuentes frases anteriores, que en ocasión de su estreno acompañaron publicitariamente al film, no se refieren a sus productores (¿qué tan merecedores de la pena de muerte?), sino a los repelentes personajes que, ataviados con extravagantes disfraces, pululan en su interior. La venganza de los punks se mimetiza con los enervados detentadores del exterminio.

Son los punks más vetarros, grotescos y malvados que puedan concebirse. Esperpéntica facha irreal, crueldad, ojetez, afrentas taradazas, no se niegan ningún ultraje ni capricho; nada de lo inhumano les es ajeno. Apenas acaban de excarcelar por boquetazo a sus líderes, corren a bordo de sus siete motocicletas dobles o triples a lo Busco mi destino / Easy Rider (Hopper, 1969) a celebrar el fausto acontecimiento con una incómoda sesión de sexo grupal a la intemperie, junto o encima de sus vehículos en círculo, tatuándose en rojo esvásticas hitlerianas (“No te metas con mi ídolo”), dándose toques o inhalando cocazos, lamiendo hembras desnudas y poniéndose sin reticencia los cuernos vikingos hasta con casco efectivo (“Viva la muerte, la coca, la mota, el alcohol; ahora, a divertirse, campeones”). Son los lastimosos depredadores con greña variopinta de Intrépidos punks, el oso más penoso del buen director Francisco Guerrero (1986); pero ahora, esos vándalos de chamarra negra expertos en asesinatos gratuitos no van a rivalizar contra karatecas por el control de un territorio, ni a dejarse apresar por honestos policías (los Juan Valentín y Juan Gallardo), sino que han regresado para rendir culto coscolinamente sagrado a la venganza, pues han incrementado su rabia contra la sociedad y contra los guardianes del orden, uno a uno y todos juntos.

Con corpulencia hinchada de luchador muégano e inextirpable máscara metálica a base de estoperoles, el jefe de los punks soporta el apodo de Tarzán (el Fantasma), usa leopardesca malla gladiadora, apabulla, humilla súbditos, reina, despertando tanto envidias como odios acérrimos, y antes de ser disputado genitalmente por las rivales de su formidable amante la Pantera (Olga Ríos), tan chichona que diríase a punto de la angina de pecho, funge como sumo sacerdote en una ceremonia narcosatánica de risa loca, con tribal danza porno-cavernícola, fantoche totémico de Satán y sacrificio de un divino cordero, al que hay que engullirle las tripas crudas (“Señor de las Tinieblas, Satán, somos tuyos”), en acción de gracias, entre sicalipsis y fuchis, mientras suenan ad nauseam los acordes de una canción de El Tri, muy adecuada para enmarcar los aspavientos de nuestro gran inquisidor con capa de lucha libre. Los restantes miembros de la horda apenas poseen realidad individualizada, pese a las indumentarias estridentes; amontonados entre hogueras y antorchas, envueltos en las siempre encendidas luces-luciérnagas del panal de motos, divididos por vesánicos sometimientos sadomasoquistas a la autoridad y conspiraciones de corte tiránica (“La coca y la mota siempre las administra, a nosotros sólo las bachas; me cae que este pinche Tarzán se va a morir pronto”), embebidos por strips instantáneos y cópulas sobre pacas de forraje, disueltos entre brazaletes piratas y musleras plateadas, entre cabelleras esponjadas y fiebre de estoperoles relucientes. En el imperio de la negatividad antisocial desternillantemente desatada, sólo los nombres de los bandosos cobran cierto valor evocativo: el Ojal, la Medusa, el Huesitos, el Loco, el Vikingo, el Gato (nuestro convicto de cabecera Juan Moro). Al gregarismo solidario por la brutalidad: juntos como una sola bestia en su irrupción como aguafiestas dentro de la fiesta de 15 años de la hija del policía, en los desgarrones de las galas de los invitados, en la violación “explícita” de mujeres y hombres, en el ametrallamiento colectivo de inocentes, en el apabullamiento del adversario dejado vivo para que no lo olvide, en el atraco a un videoclub de Miramontes, en la prepotencia y la superioridad armada de indomables enervados del exterminio.

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