Jorge Ayala Blanco - La eficacia del cine mexicano
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Para disculpar, querer y admirar los abusos policiacos, hay que saber motivarlos, y el guion La venganza de los punks, escrito por Thomas Fuentes, no retrocede ante el más desatado elogio al policía torturador. A las órdenes de un inspector manco de gabardina clara (Bruno Rey) que gritonea su asco rencoroso contra los punks (“Desgraciados, miserables, viciosos, degenerados, escorias humanas, etcéteras”) y verbaliza su rabieta ante la incomprensión ambiental (“A los policías nos llaman criminales, a los políticos, médicos, periodistas, ya quisiera verlos así, a ver cómo reaccionaban”), el policía martirizado Marco (Juan Valentín) ve exterminar a su familia entera en torno a un pastel con velitas que se apagan para volver a encenderse after brutality, va a dar al hospital, contrae sus fieros bigotes y su prieta carota de Charles Bronson que nos merecemos, jura desquitarse adolorido, renuncia en un rapto de decepción a su placa de vengador legitimado, toma la carretera con su cámper y decide hacerse justicia por su propia mano, cual dicta el lugar común del cine violento mexicano de los ochentas.
Pero llegará más lejos que el noble pellejo legendario de Mario Almada en cualquiera de sus cintas; más lejos, al extremo. Representa al hombre esclavo de su inferioridad violenta, se revela como un gemelo del policía sicótico Juan Garrido de AR-15 comando implacable (Todd, 1988), otro sleeper hiperviolento. Pero nuestro héroe no comienza a vivir con los cadáveres momificados de sus seres queridos, porque no ha enloquecido de repente; va enloqueciendo ante nuestra vista, a medida que ejerce su venganza mediante monstruosas torturas, escabechándose por turno a sus enemigos, como resultado de su asedio constante y sus rápidas incursiones / capturas nocturnas en el campamento punketo. Sus gestos de guiñol sentimentalista claman por lo indecible, pero sus risotadas crecientes hasta el fortissimo a nadie engañan, y sus tequilazos a pico o sobre una pierna herida, como preámbulo a una autooperación en carne viva, lo desfiguran antes que idealizarlo.
La venganza de los Punks no es nada en comparación con la Venganza del Tira. En el estilo Drácula de Coppola (1992, o mejor: tipo Chico Ramos de Delfoss, 1970), a su primera víctima lo empala por el culo con una afilada estaca, a el Ojal traidor lo clava por la boca abierta contra un gigantesco tornillo, a la Pantera la ata en una cama para darle fuetazos hasta sangrarle todo el cuerpo, a otro punk lo mete amarrado en un foso rodeándolo de víboras, a la Medusa la quema paulatinamente con ácido corrosivo hasta que hierve y se carboniza su rostro aullante, a otro forajido lo incinera lentamente desde las piernas con un soplete de oxiacetileno, a el Loco lo orilla a hacerse el harakiri de un golpe autosemisericordioso, a la manada de punks aterrados los diezma ametrallándolos en trance de huir y, tratamiento especial, al Tarzán gimoteante le balea los muslos y lo cuelga de los pies, para luego, con un cuchillo, sacarle en vivo los ojos, que ya le cuelgan cual pesadas bolsitas. El espíritu exterminador de Punks Vengativos medra ahora en el alma del policía sicótico; es lo único que lo eleva y dignifica.
La venganza de los punks convierte a la acción en una enfermedad. Cosas desagradables veredes, el destajismo del director Acosta combina los tics de los narcothrillers descompuestos con los tics del más infumable melodrama sensiblero, a lo Crevenna, cuyo Milagro en el barrio (1989) proponía el trasplante de ojos infantiles como superación de la lucha de clases. Con vehemencia enferma, fotografía desglamurizante de Alfredo Uribe y lograda síntesis, gracias al editor Francisco Chiu (ya responsable de AR-15 comando implacable), la enfermedad de la acción pura se vuelve una práctica inatacable, irritante, fiera. Al principio, la acción exultaba con los tiroteados que resucitaban para volver a morir y con los destellos dorados de las motos a 160 km / hora. Al final, la acción se va convertido en un festival de lagrimones de rabia, de lloriqueos cobardes para salvar la zalea (“No jefecito, perdóneme, yo no sabía lo que hacía, estaba muy pasado”), pero con la furia desfalleciente de una aritmética despiadada, sin reposo.
La venganza de los punks permaneció cuatro años censurada, pero, producto de las desprohibiciones de películas realizadas por la segunda administración de la RTC salinista (sólo quedó Masacre en el río Tula de Rodríguez hijo, 1985), se benefició con la autorización triple a películas “difíciles por su violencia”, que se dictó el 5 de mayo de 1990, junto con El violador infernal del mismo Acosta (1988) y Las paradas de los choferes de Ángel Rodríguez (1989). Finalmente, a mediados de 1991, cuando ya parecía un reducto anacrónico de la irresponsable, aunque excitante escalada de excesos del cine delamadridista, fue programado en los cines más mugres de COTSA, sin publicidad y de manera efímera, pese a su éxito inicial, so pretexto de que daba “un mal ejemplo a la juventud”.
De aflictiva orgía sexual en exagerada orgía violenta, lo único subversivo que podría detectarse en el relato de Acosta sería lo calenturiento de sus dolores y goces, en el vértigo de las sensaciones fuertes. Como algunos grandes cultivadores del cine de acción (Anthony Mann a la cabeza), la intuición desequilibrada del enfático director Acosta gusta de presentar el dolor en el interior del ejercicio de la violencia, tanto el dolor de quien la recibe como el de quien la ejerce. En sus peores momentos de dolor, el policía invoca el nombre de su esposa difunta (“¡¡¡Amanda!!!”), gritando de remordimiento y desesperación, pero sin dejar de ejercer la más brutal violencia. Algo semejante ocurre también con el goce. Al igual que en El violador infernal, en La venganza de los punks domina el goce como subversión. Sin culpa alguna, aquí se gozan los excesos múltiples de droga, sexo abierto, crueldad, tortura brutal y herejía satánica; pero también goza intermitente la puesta en escena, goza la violadora con gestos zoofílicos, goza el nalgazo de despedida a los hogareños acribillados, goza el agarrón de tetas como alcayatas, goza el triángulo público dibujado en rojo sobre un abdomen femenino, goza la exterminadora ronda noctívaga, goza el ritmo vertiginoso del abuso.
Por último, en La venganza de los punks, el relato no culmina, sino simplemente se extingue, sin beneficio de moral ni moraleja alguna. Como si se arrepintiera la ficción al póstumo minuto, el policía sicótico despierta de la pesadilla abrazado a su mujer muerta (Luz María Jerez), pero luego sigue caminando desalentado a través de un paraje umbrío. Extinción de la venganza irracional, extinción de la trama insostenible, extinción del ánimo descompuesto. Todo se extingue a un tiempo en la salvajadita exterminadora. De bombazo en exterminio y de exterminio en exterminio, sin tiempo para el intermezzo sentimental o el respiro anticlimático, colocando al mismo nivel aquel inicial ametrallamiento de una familia inocente y la devastación final del campamento de los malhechores, el arrasamiento subnormal de todos los valores convencionales, o simplemente humanos, se prolongó, erizado, hasta las apoteosis seriadas de la trama, y luego sólo el consuelo tajante de la Nada.
La barbajanada atropellante
Una película como Las paradas de los choferes, de Ángel Rodríguez Vázquez (1989), equivale a un informulado e irreflexivo ensayo en acto sobre la barbajanada, al descubrirla múltiple y dejarla manifestarse, a un tiempo, de manera dramática, oral, sensual, escamoteable y filosófica, como sigue.
Barbajanada: praxis abrupta de lo obsceno y lo soez. Diseñado cual mero dispositivo para propulsar al desconocido cantante bravío Juan Luis Saval, en doble papel y tan mariachi antes de la película como impopular después de ella, el sexto largometraje lépero-mandado del destajista Ángel Rodríguez Vázquez (El fuego de mi ahijada, 1978; Las nenas del amor, 1981; Lo negro del Negro, 1984; Kung fu mortal: Operación Zodiaco, 1985; Cinco pollas en peligro, 1986) se desarrolla dentro de las más radicales incoherencias y confusiones narrativas. En el centro están los lances y líos amorosos de un puñado de conductores barbajanes (“En las curvas y subidas los choferes se entretienen / en los valles y bajadas los choferes se divierten”), que se desempeñaban como taxistas en una central privada, hasta que el dueño pretende venderles en abonos los vehículos, provocando diversas reacciones (“¿cuarenta mil pesos diarios?, ¿con qué chingados vamos a vivir?”); el chirris vejancón Pascual (Memo de Alvarado Condorito) se siente agredido (“¿cuarenta mil bolas? Mejor se las doy a tu hermana”) y mejor se dedica a chofer de combi; el gordazo bigotes de aguacero Ponciano (Pancho Pantera) desafana luego luego (“Yo ni maiz, primero me compro calzones y luego carro”) y se larga a trabajar de camionero en una empresa fílmica; el lerdo Púas (Rubén Púas Olivares) rechaza de cuajo todo arreglo (“Yo no hago rondanas con hojalateros”) y se mete de asalariado en ómnibus de México, emboletando también al galanazo broncudo Juan (Juan Luis Saval); únicamente el redondo Nopal, tan baboso como su nombre (Sergio Ramos el Comanche), acepta la oportunidad de tener taxi propio (“Pinches amargosos, van a ver que sí se puede”), aunque sea con sacrificios de su esposa Irma (Ana Luisa Peluffo), y lo secunda Beto (Juan Luis Saval en segundo papel), el hermano gemelo de Juan, quien quiere el taxi para poder casarse con la despampanante güereja cuarentona Cathy (Norma Lee) que se le ha entregado llorando en un parque (“Tengo miedo de que después de esto ya no me tomes en serio y hasta te olvides de mí”). Para celebrar sus nuevas chambas, todos se van al Salón Tropicana (“Pedacito de mi vida / te quiero tanto”), donde putañean a gusto y, por el robo de una cartera, terminan a golpes y huyendo. La trama, no obstante, se esfuma en incidentes con escasa ilación: un choque de Beto con cierto bravero que se calma en virtud de un parto dentro del taxi, una peregrinación a la Villa en combis adornadas y ofrenda en forma de trajinera xochimilca, unas mañanitas a la Virgen con misa incensada por tres padres, una embarrada de helado al taxista Nopal por una chiquilla insufrible que pretende limpiarlo con un brasier-trofeo del tipo, un asalto al mismo Nopal por cierta viejecita encantadora que lo deja en cueros, un raterillo de bolsos al que Juan acaba alivianando con una lana, acostones, adulterios mal planteados, misteriosos anónimos y ligues en autobús foráneo con las esposas del Nopal y de Pascual (Candelaria Domínguez) que culminan en Monterrey como lección para sus maridos, quienes se han vestido de mujeres para recuperarlas (“¿Qué estará mi mujer pensando de mí?” / “Pues que en vez de cornudo, resultaste puto”). Para colmo, nunca se entiende cuál es Juan y cuál Beto, aunque éste es sorprendido por Cathy ligando con su patrona del salón de belleza y debe organizarle un reventón con putas al tío alcahuete de ella, con el objeto de contentarla y terminar desposándola. Las paradas de los choferes o la barbajanada dramática. La barbajanada si confusa, dos veces intrigante.
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