Jorge Ayala Blanco - La eficacia del cine mexicano

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Estudio minucioso sobre la temática y el alcance cultural del cine mexicano a principios de los años noventa, este conjunto de análisis fílmico-literario puede frecuentarse de manera independiente o en el interior del contexto particular que le es exclusivo y lo desborda. Es el quinto volumen de una obra que, por su propia dinámica, se convirtió en una historia viva del cine mexicano durante la segunda mitad del siglo XX. Es el quinto tomo de la única historia viva sobre alguna de las artes que se producen en México; es el quinto ensayo histórico sobre el mismo tema que acomete su autor; es la quinta entrega festiva de una serie de libros autónomos sobre el cine nacional.

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Entelequia: cosa distorsionada que lleva en sí el principio de su acción y tiende por sí misma a su fin propio. Con obsesiones mórbidas de Polvo de luz y autodisculpas hipócritas de Los motivos de Luz (Cazals, 1985) para impresionar izquierdosos dinosaurios de los setentas con sensibilidad reblandecida de Paty Chapoy, la película conmemorativa de los Mártires de Tlatelolco (tan bien invocados durante la campaña salinista) termina solazándose en el neoliberalismo de un baño de sangre que, sin embargo, añora los viejos buenos baños de sangre echeverrista que perpetraron los campesinos linchadores de Canoa (Cazals, 1975) y los judas antiguerrillas de Bajo la metralla (Cazals, 1982). No saben concluir de otra manera, ni se saben de otra, ni la estolidez inmediatamente arcaica del cine neoecheverrista, ni la metafísica de la denuncia hueca, ni el maniqueísmo de la imprecisión. ¿Quiénes integraban las brigadas del Batallón Olimpia? Puros marcianos o maniáticos asesinos, tan intempestivos y motivados como los del Halloween de Carpenter (1978). Nadie sabe, nadie supo. Poco interesa, pues según la paranoia de Fons-Robles, toda la épica del Movimiento puede concentrarse en un día monumental de represión, toda tragedia helénica puede encapsularse en una historia chafísima que busca (y encuentra) su eficacia a nivel de víscera emotiva, toda represión puede ser pretexto para ese martirologio que tanto entusiasma todavía a los anacrónicos comunistas mexicanos, y lo único peor a la matanza colectiva fue una matanza civil de una familia con todo e invitados. Poco interesa que la película en su conjunto venga a decir mucho menos que los objetos diseminados en el soberbio cartel de propaganda: gafas, casquillos de bala, hebilla de cinturón, botas milicas en el suelo de la plaza entenebrecida; ahora habrá que sentir nostalgia de los baños de sangre generacionales, desde borregunos ojos infantiles a lo Cinema Paradiso (Tornatore, 1989). Cabellos largos, invocaciones a Los Beatles, póster del Che Guevara, jingle de Burbujita, antiguos billetes de uno y cinco pesotes, amarillista número especial de la revista ¿Por qué?, hallado al tender las cobijas junto a un ejemplar del Manifiesto del Partido Comunista, relojes ancestrales que me obsequió el general Rodríguez: la nostalgia maniática de Mañana, Mañana (Isaac, 1987) se ha metamorfoseado en una sanguinolenta pero muy ufana Matanza, matanza. Ha llegado la hora de poder lucrar con la matanza de Tlatelolco, chantajeando añejos sentimentalismos radicalosos y sin dejar de hacer una justificación a ultranza de la masacre, dándole la razón a los sabios festejados del día del padre asustadizo (“Se los dije: con el Gobierno no se juega”). Rojo amanecer es la entelequia de una nostalgia sanguinolenta.

Embalsamar con entelequias de telenovela martirológica la memoria histórica no equivale a mantenerla viva; es apenas otra forma diluida de la mentira mercenaria y la cobardía, sin relieve fílmico.

La debilidad presidencial

Intriga contra México, de J. Fernando Pérez Gavilán (1987), ha tenido el atrevimiento de politizar la tribunicia debilidad presidencial. Han quedado muy atrás las carreritas de la maestra rural María Félix en los pasillos de Palacio Nacional (Río Escondido de Emilio Fernández, 1947), los retratos de próceres que a su paso relataban las glorias de la Patria y la benevolente efigie siempre de espaldas de un inmostrable Primer Mandatario (seguramente Alemán) que declamaba con vibrante voz de Manuel Bernal, Tío Polito, y concedía paternalista. Lejos ha quedado también el bienhechor telefonema del señor Presidente que ordenaba la excarcelación de la cabaretera Ninón Sevilla, quien había balaceado al pachuco Rodolfo Acosta, en el más inolvidable Día de las Madres del papelerito Ismael Pérez, Poncianito (Víctimas del pecado de Fernández, 1950). Ahora, de sopetón, a guisa de prólogo, estamos instalados bajo las barnizadas maderas pulidas que cubren por entero la oficina presidencial y sorprendemos al propio agachupinado presidente semicalvo Francisco (Alberto Pedret), haciendo bombásticas declaraciones huecoprogramáticas (“Cuándo entenderán que es mejor entenderse con gobiernos democráticos que con dictaduras militares”) a un aquiescente periodista estadunidense (Jorge Pais). Ahora, Intriga, contra México (antes Reto al destino, antes ¿Nos traicionará el Presidente?) puede ser la primera película en la historia de nuestro cine que sugiere como escenario dramático la residencia oficial de Los Pinos y cuyo pivote narrativo está constituido por la figura de un hipotético Presidente de la República que emblemáticamente sintetizaría a todos los habidos y por haber en la impersonal dictadura priista.

Del deterioro de la imagen caída, todas las irresponsables ficciones oportunistas y todos los grotescos engendros megalómanos hacen leña. Antes efigie benemérita e inmostrable, sagrada, intocable, inmarcesible y casi impensable, la investidura presidencial hoy se representa con características vagamente humanas y fílmicamente escarnecidas, pero siempre reconocibles, como al pedir cordialidad sin jerarquías pide a los dirigentes de la Coparmex en la terraza de su castillo-mansión (“Llámame Pancho”). Más que un antihéroe a fin de cuentas positivo, se trata de una apasionante por risible entelequia de personaje, a quien definen más sus debilidades que su fortaleza in extremis. El Presidente de la República es un monigote tribunicio (“Vamos a sentirnos orgullosos de ser mexicanos, vamos a creer en México y en su destino”) que jamás abandona la tiesura del solemne pedestal con el que camina puesto, ni las confiancitas de la relación cara a cara o en la vida privada, ni al solicitar el desmontado de una bomba a punto de explotar (“Señores, los he mandado llamar porque aquí hay una bomba”). El presidente es un iluso tipo recio, un tough guy que se cree Tolstoi a la mexicana, que cree ciegamente en las deudas de amistad que lo ligan con sus Buenos muchachos (“Con él no hay sospecha, es hijo de Roberto ¿de Niro?”) y utiliza como último recurso la mentada de madre, con muy altos vuelos diplomáticos (“Y usted váyase a la chingada antes de que le parta la madre”), apresurándose a ocultar bajo pilas de libros una pistola para defender la presidencia como los meros machos. El presidente es un desprotegido pobrediablo tembeleque que de repente puede comenzar a encontrar una serpiente venenosa en el buró de las zapatillas, tarjetas de avisos clandestinos por todos lados, una bomba o una grabadora con órdenes en los cajones de su escritorio, un guardia drogado e hipnotizado a las puertas interiores, un envoltorio de cajas chinas con muñequito de resorte en la más pequeña, o la visita inesperada de un sucesor impuesto. El presidente es un fantasmón mamarracho que no tiene quién lo aconseje o lo proteja, debiendo contratar los servicios electrónicos del mesiánico guarura-gatillero Salvador Elizondo (Eduardo Liñán), quien a saltos de tigre se escapó de una cinta de narcos para responder a conspiraciones en inglés que no escuchó (“Ahora sí estaremos de espaldas a la pared”). El presidente es aprendiz de pelele manipulable que se queda plantado ante el espejo por su desdeñosa cónyuge sexagenaria aún guapota (Martha Roth), que obedece los mandatos anónimos para salvar el pellejo (ponerse la corbata roja, decir sí al telefonema del mudo), que pasea desafiante en su auto deportivo blanco, y que termina reconociendo amargamente su pletórica debilidad (“Son mucho más fuertes que nosotros, siempre lo han sido”). El humor involuntario se ha politizado para ofrecer en espectáculo las graves flaquezas hilarantes de un primer mandatario en trance de sufrir presiones extremas a la hora de elegir sucesor.

Intriga contra México ha tenido la osadía de politizar el primarismo adulterado. Con base en una insulsa novela del escritor abarrotero Juan Miguel de Mora y libreto del quemante excuequense Víctor Ugalde, quien dirigió La lechería (1987) y Para que dure... no se apure (1988), el primero de los tres largometrajes ineptos pero demagógicos que ha realizado personalmente el prolífico productor de sexicomedias albureras J. Fernando Pérez Gavilán (Violencia a domicilio, 1989; El extensionista, 1990) es también, como su personaje central, una película que jamás desciende de la tribuna sacrosanta y nunca se quita la banda tricolor imaginaria. Una crasa falta de imaginación visual y dramática, una desestructuración absoluta y a empujones, una tediosa sucesión de intrigas de gabinete, un repertorio de banquetes y recepciones mal orquestadas. El rutinario campo-contracampo telenovelero lucha por el poder expresivo, alternando con gratuitos dollies laterales a través de balaustradas que quedaron atrapadas entre top shots de conjunto (aberrante solución plástica a la escena de la terraza), o refugiándose en emplazamientos efectistas con cámara-gusano para engrandecer la inagotable colección de cabezas parlantes al proyectarlas hacia el maderamen del techo (el despacho presidencial), hacia un decorado con atiborrados relojes de pared o hacia las gigantescas galerías de un convento en ruinas. El interminable blablablá de la declaracionitis en estado agudo (“En materia de principios no transijo”) todo lo inunda, todo lo apabulla, todo lo trivializa, todo lo desgasta, hasta el ínfimo diálogo coloquial (“Coronel De la Plata, en México el Ejército es leal a las instituciones emanadas de la Constitución de 1917”), hasta en la mínima grilla ceremoniosa (“Comunista es cualquiera que no esté de acuerdo con la mayor democracia del mundo”), hasta en el más perdido resquicio de ironía contraproducente (“¿Fue un atentado?” / “No, una demostración”), hasta en la más humilde réplica de la arrepentida primera dama (“Es demasiado grave entregar el país al extranjero”), hasta en la más secreta reflexión del Presi para sí mismo (“Lo que no entiendo es cómo un mexicano puede ser títere del exterior”). El general ranchero Jacinto Peña (José Carlos Ruiz) padece la tentación nocturna de las desmedidas ambiciones huertistas mediante flashazos de una mesa con cinco millones de dólares en efectivo. El montaje en paralelo contrapuntea secuencias sin ningún sentido a modo de conatos de suspenso (interrogatorio a la vendedora de joyas / intento de cohecho al general, expulsión del embajador envalentonado / propuesta al secretario de Defensa). El Presi, calvo de la coronilla, desayuna con su familia, estaciona su auto en estupefacta zona prohibida y queda sumido en el jardín dentro de una aplastante toma en picada, sin que jamás deje de escucharse el “Huapango” de Moncayo como tema prestado por Sectur y cual triunfalista leitmotiv magnicida. El humor involuntario se ha politizado para que hasta las estructuras fílmicas más burdas sean sujeto de adulteración, para que lo primario se muestre adulterado y resulte irreconocible (¿no estaríamos oyendo un antediluviano programa de La Hora Nacional, siempre ilustrado con acompañamiento del “Huacayo” de Mompango?).

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