Entelequia: enunciado que prescinde de la realidad como esencia o forma de ser para hablar de ella. Con glamur de película maldita, retenida para su reglamentaria aprobación gubernamental más de la cuenta pero jamás prohibida, cuyo miniescándalo / sainete sólo sirvió para que se enseñoreara el director de RTC, Javier Nájera Torres, al autorizarla por encima de las decisiones de sus subalternos y para que los autores del film creyeran haber hecho caer a una directora de cinematografía particularmente torpe (Mercedes Certucha Llano), la ficción se apoya ante todo en tardos diálogos a lo Polvo de luz (Cristian González, 1988) del mercenario guionista sotoizquierdero Xavier Robles (“Yo no soy un inútil como tus hijos, antes la juventud era diferente” / “En estos tiempos es más peligroso ser estudiante que criminal” / “Se cayó en la plaza así nomás”), herrumbrosamente fotografiados por Miguel Garzón y dotados de la truculenta agilidad telenovelera de Fons. Como medida compensatoria se ofrece la frustración constante del espectador. A pesar de las expectativas despertadas (y extintas) a cada momento, nunca se presentará la matanza de manera directa, objetiva y explícita. La naturaleza fílmica de esa matanza permanece alusiva e hipotética, pertenece al dominio de lo inmostrable (como el rostro del bígamo de Rosa de dos aromas de Gazcón, 1989), perteneciente al dominio del atestado verbal y la pista sonora, mero producto del ocultamiento y la prestidigitación visual, anterior a cualquier estética cinematográfica del signo (Bresson, Ozu). La Noche de Tlatelolco ya tenía su crónica periodística (Poniatowska, Monsiváis), su novela (González de Alba, Del Paso), su poesía (Paz, Becerra) y su documental insuperable (El grito de López Arretche, 1968-1970); faltaba su telenovela burda y tremendista, en formato de rupestre cine posindustrial. Una matanza fuera de campo, matanza en off, matanza platicada y a base de ráfagas auditivas, matanza para impactar a espectadores ciegos, mientras el niño Carlitos se esconde con su madre y su abuelo debajo de la cama, en el interior de una estructura dramática más bien mecánica y un desarrollo tan mediocre como previsible. En medio de la agitación acústica, el tedio trepidante instala su escuálido caos entre órdenes con altoparlantes (“El mitin ha terminado, no caigan en provocaciones”), clamor de tres personas que gritan al unísono (“No queremos olimpiada, queremos revolución”), ruido de un helicóptero, algazara intermitente, estruendo perdido de tanques que sólo el viejillo sorprendido identifica en big close up, borrasca, testimonios balbucientes y entrecortados, aceda música vendetramas de Karen y Eduardo Roel, cuyos arreglos podrían ser de Alfredo Díaz Ordaz, reinicio de estrépitos inidentificables, fragor disperso, silencio. Particularmente menesterosa y fallida, la solipsista banda sonora se atiborra, se embota, se adelgaza, denuncia escaso trabajo de elaboración, se niega a un distinguo aristotélico, carece por completo de imaginación: todo debe caber en el espacio imaginario nunca concretado, sabiéndolo acomodar. Y a partir de esa cataplasma chasqueante tan poco imaginativa, el espectador debe imaginar la verdadera película. Rojo amanecer es la entelequia de una matanza fuera de campo.
Entelequia: abolición sustitutiva de la realidad por un artificio frágil y deforme, que se erige en falsa conciencia de las cosas. Vuelta abstracción indigente de sí misma y tributaria de una mentalidad burocrática que desea quedar bien con todo mundo (gobierno, ejército, policía, medios informativos, exmilitantes, padres retrógrados, derecha, izquierda), pero alzándose el cuello con el tratamiento de un tema tabú en el cine comercial, la inofensiva película resultante sólo hace escuchar las voces del Movimiento Estudiantil y la matanza como viles disturbios pretéritos, sin referencia al presente, de modo desinfectado y con apelación a los implícitos de la vaguedad, discurseando con un cadáver en la boca. Para colmo del absurdo, esta ficción inicua, infrateatral y profundamente inocua, ha debido mutilar, por razones de censura / autocensura, algún dialoguito “inquietante” del niño con su abuelo (“Abuelo, ¿los soldados siempre deben obedecer?” / “Sí, hijo, siempre, siempre”) y alguna fugaz aparición de soldados del Ejército Mexicano en la concluyente escena del barrendero (mutilaciones reconocidas / ostentadas como promoción por el propio guionista Robles en la revista Punto, meses después del estreno del film estando éste aún en cartelera). Para colmo de irritación, el relato omiso será el primero en infringir las propias reglas estrictas que él mismo se ha propuesto: Rojo amanecer confunde la severidad con la incongruencia. Acéptese como norma inflexible que la cámara nunca saldrá del claustro del estrecho departamento tlatelolca, salvo en la bajada final del chamaco; convéngase en que la matanza deberá leerse a través de las reacciones insolidarias / solidarias de un microcosmos representativo de la clase media alarmista de los sesentas; acéptese que la aterrada madre y su hijo pueden asomarse por la ventana del edificio de marcolita que da sobre la plaza-matadero, y que no habrá toma en subjetivo, ni contracampo; convéngase en que el hijo mayor puede verificar los balazos contra el cuadro del Sagrado Corazón y sobre la ventana, sin evitar espiar hacia abajo, aunque tampoco allí habrá toma subjetiva o contracampo de lo que él ve. Ni siquiera la televisión... Falso de toda falsedad, crasa equivocación; ésas no eran las reglas. Antes de la matanza, la cámara ha mostrado desierta la plaza en toma subjetiva desde la ventana y hasta con panning, y luego ha salido al cubo de los tapones de luz, a casa de la vecina Anita (Marta Aura) y al corredor, donde juegan abuelo y nieto con soldados de plástico, observando el movimiento envolvente de los guaruras. Durante la noche aciaga, la cámara ha rastreado en la escalera exterior a una Llorona moderna clamando por su hijo (burdo plagio al “Me mataron a mi hijo” de Los olvidados de Buñuel, 1950), ha salido a atisbar por la puerta el acto magnánimo del subteniente mandando parar la golpiza de los guaruras a dos estudiantes, e incluso ha insertado un turístico plano general de la plaza en calma después de la tormenta castrense, con los edificios iluminados en torno (¿aquí no ha pasado nada?). Después de la matanza, la cámara se anticipa al descenso trituracorazones del niño, malenfocando al barrendero, en la borrosa cuan inepta referencia a la plaza ensangrentada del poema paciano. La cámara ha salido del departamento cuando se le ha dado la gana, pero nunca cuando era necesario, revelador y deseable. ¿En qué quedamos? Imposible exigir coherencia expresiva a Fons y a sus dramaturgos. Hay en México toda una ideología del contracampo impedido. Recuérdese la manipulada y ocultadora transmisión televisiva de la toma de posesión presidencial de Carlos Salinas de Gortari, en la cual jamás hubo contracampo de sus opositores partidarios en la ostentosa protesta parlamentaria; la bulliciosa matanza de Rojo amanecer ha recurrido exactamente al mismo procedimiento de ocultación manipuladora (¿por qué aquí sí y allá no?), optando por una lógica inconcreta e insustancial. Rojo amanecer es la entelequia de un contracampo impedido.
Entelequia: salto vicioso de lo singular a lo universal sin conexión dialéctica. Con menos vigor popular que las minimizadas cintas de Paco Guerrero que glosan candentes temas de actualidad (Trágico terremoto en México, 1987; Bancazo en Los Mochis, 1989) e ignorando las contradicciones de la inmolación familiarista de La ciudad al desnudo (Retes, 1988), la débil propuesta de esta película aparece inflada por chantajes político-sentimentales y caricaturas de estudiantes del todo inadmisibles, cuando no vergonzosamente ridículas. A fuerza de grabar capítulo tras capítulo de La casa al final de la calle y Yo compro a esa. mujer, el oficio de Fons se ha estragado, en toda ocasión resuelve sus secuencias de interiores como si estuviese mezclando la visión de tres cámaras gracias a un monitor y convierte en pensador / posador tembeleque sin cerebro a cualquier joven actorcillo televiso que cruza por su lente. Una anticipada punketa pelona estremece su parálisis sintiéndose la Sinead O’Connor del CNH o hace pronunciamientos subfeministas en el cuarto de baño (“Esto es asunto de hombres y mujeres”), mientras sus compañeros cachunescos se desangran, queman sus credenciales, se debaten hechos bolas conceptuales, tartamudean testificaciones inflamadas, estrechan los puños efusivos de papito, se atrincheran zurrándose de miedo tras la puerta del mingitorio, se apelotonan entre sus vendas-mortaja y salen del escondite para hacerse acribillar por turno. Todo mundo los babosea antes y después de la matanza, pero ellos jamás harán nada que sensatamente demuestre lo contrario. Recio sólo con respecto a ellos, el padre los llama “peleles del comunismo internacional”, pero los subsumidos ilusos alcanzan a proclamar que “México está orgulloso de sus jóvenes” y que “El pueblo está con nosotros”, aunque luego reconozcan que nadie quiso abrirles su puerta en la desesperada búsqueda de refugio. ¿Estamos ante un panfleto denunciador de la imbecilidad congénita e histórica de los jóvenes aguerridos que ayudaron a perder el Movimiento del 68? ¿No importa lo que hagas, sino el modo de hacerlo? Rojo amanecer es la entelequia de unos cachunes del 68.
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