Jorge Melgarejo - Afganistán

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Esta narración consta de espacios bien delimitados, comenzando por el relato pormenorizado de la historia de Afganistán para seguir con el de la guerra consecuencia de la invasión soviética, el de la lucha y posterior triunfo de los muyahidines, de los combates fratricidas entre las diferentes fracciones que dieron pie a que los interesados —Pakistán, Arabia Saudita, Emiratos y las petroleras norteamericanas— se comprometieran en la construcción de gasoductos para transportar las riquezas de Turkmenistán, aportando los medios para la creación del movimiento talibán que facilitaría dicha construcción.
Se describen las penurias sufridas por la población afgana durante la dictadura de la milicia religiosa. Y se analiza la actuación de Al Qaeda y las andanzas de Bin Laden, en Afganistán y en Sudán, y las complicidades para su fuga de Tora Bora, señalando a los responsables de dicha fuga y la protección de Pakistán, haciendo especial mención a la intención de los estadounidenses de no involucrar al gobierno de Pakistán en la detección y ejecución de Bin Laden. La mayor parte de lo relatado ha sido vivido y testificado como periodista por el autor merced a sus veinticinco años de experiencia e incursión en el largo conflicto afgano.

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Un promedio de veinte kilómetros a pie por terrenos llanos y otros montañosos nos llevaba a muy diversos puntos de la geografía de Nangahar, por entonces repleta de guarniciones soviéticas y bajo la permanente observación de los aviones Antonov, una especie de pájaro con hélice que fotografiaba incansablemente la región y, sobre todo, detectaba los movimientos humanos. El Antonov recogía los datos y los enviaba de forma inmediata por lo que tan sólo unos minutos después aparecían los Mig 21 y « peinaban» la zona con bombas de fragmentación y napalm. La presencia de occidentales en los pequeños pueblos despertaba la curiosidad de los habitantes del entorno. Por ignorancia y por algunas otras razones que aún hoy desconozco, indefectiblemente nos tomaban por médicos y siempre terminábamos repartiendo algunas medicinas.

El regreso hacia la frontera, tan penoso como la venida, tendría un final más digno de la ficción que de la realidad. Después de 24 días volvimos a recorrer el mismo camino bajo el continuo bombardeo de los aviones. Nos mezclados con los refugiados que huían y compartimos con ellos lo incompartible: desde una miserable galleta hasta unas raquíticas uvas, pero ante todo el esfuerzo de poder escalar juntos las abruptas montañas y pasar al otro lado en busca de un sitio seguro.

Una vez coronado el pico de la última gran montaña que separa a los dos países, y medianamente protegidos, pudimos observar la llegada de los helicópteros MI 24 cuyos pilotos, no conformes con la destrucción de las aldeas, ametrallaron las filas de refugiados, lanzando sobre ellos la ira, los intereses y la crueldad salvaje e innecesaria. Cientos de cadáveres quedaron a escasos metros de la deseada libertad; un ejército de mujeres, niños, ancianos y heridos había sido derrotado una vez más y pasaban a engrosar las estadísticas y los números que por rutinarios ya a nadie interesaban.

Hasta la salida del área de peligro y antes de afrontar la odisea de atravesar la frontera, utilizando para ello todo tipo de triquiñuelas, incluso acostándonos en una cama en compañía de un herido (tenía perforada la cabeza de un disparo), no nos dimos cuenta de la buena suerte que nos había acompañado. Primero, por haber tenido la posibilidad de vivir una gran experiencia y segundo, poder relatarla.

Una vez cruzada la frontera recibimos el jubiloso abrazo de quienes nos habían facilitado su apoyo para realizar nuestro trabajo.

—Algún día vendréis a Kabul os gustará —dijo el comandante mientras nos despedíamos.

Acomodamos nuestros tesoros en forma de apuntes y de películas y nos relajamos pensando en la remota posibilidad de realizar algún día un viaje por Afganistán sin el peligro de tropezar con una mina o de recibir una bomba en nuestras cabezas, pero sobre todo sin la macabra visión de niños mutilados.

Herido con un tiro en la cabeza IV Afganistán según un censo estimativo - фото 14

Herido con un tiro en la cabeza.

IV

Afganistán, según un censo estimativo anterior a la invasión soviética, poblado por algo más de 16 millones de habitantes, se convirtió con la invasión en un país completamente diferente. Tuvieron lugar grandes disturbios sociales; el continuo desplazamiento de la población creó enormes desequilibrios y como resultado de los mismos surgió una nueva sociedad sufrida, empobrecida y temerosa, rodeada de grandes incertidumbres.

Con una economía basada primordialmente en la agricultura y cuyo desarrollo depende de los principios del islam, chocó frontalmente con los decretos y leyes promulgados por el régimen comunista, y si bien es cierto que los intentos de reforma no pasaron de las periferias de las grandes ciudades, éstos repercutieron en la economía y en la vida cotidiana de todo el país.

Un afgano de cualquier capa social es muy respetuoso de sus costumbres y tradiciones, y completamente opuesto a cualquier fórmula de innovación. El honor puede considerarse su mayor tesoro y los códigos de conducta son muy acentuados: pashtunwali , que engloba y señala las tres reglas a seguir: malawastia , nanawatey y badal , preceptos que garantizan el respeto al honor haciendo especial hincapié en la hospitalidad, asilo y la protección de la familia y de todos aquellos que se cobijan bajo su techo; la venganza y la justicia no son ajenas a dichas reglas. El régimen, que desde sus comienzos no contó con el apoyo del campesinado porque omitía los códigos de conducta, sin embargo se vio protegido en las grandes ciudades; en las grandes urbes era fácil llevar a cabo controles y ejercer la represión sobre los ciudadanos. Pero al no contar con la principal riqueza del país, la agricultura, la economía se fue resquebrajando hasta depender exclusivamente de los protectores soviéticos. La URSS, para lograr mantener su influencia en la zona y sostener al régimen en el poder, invirtió anualmente 3 mil millones de dólares.

El gobierno, por su parte, trató de extender e imponer a sangre y fuego su política en las áreas rurales y reducir por la fuerza a todos aquellos que pretendieron oponerse a ella. La siniestra prisión de Pul-e-Charqhi se llenó de sospechosos; de ellos, algunos entraron pero nunca lograron salir.

Para la guerra tanto como para la represión se contó con el generoso aporte militar de la URSS que, dependiendo de la época, osciló entre 120.000 y 150.000 hombres, alrededor de 1.000 aviones y 4.000 tanques diseminados por las diferentes bases instaladas en el territorio, en una confrontación que, según muchos observadores, históricamente estaba perdida.

En 1984, la muerte de Yuri Andrópov y la llegada al Kremlin de Konstantin Chernenko originó grandes cambios en la estrategia de las fuerzas soviéticas respecto a Afganistán. En esa época comienzan las mayores ofensivas comunistas sobre la guerrilla y la población civil. El ejército soviético incrementó considerablemente sus miembros en la región y se abandonaron secretamente los planes de Andrópov de asesinar a los líderes y comandantes de la guerrilla, centrando el esfuerzo en lo puramente bélico y reforzando al mismo tiempo las acciones del KHAD, servicio secreto afgano y homónimo del KGB, cuyo puesto máximo lo desempeñaba quien en el futuro ocuparía la presidencia de Afganistán, Mohammad Najibulá, el último de la era comunista.

«Que vienen los rusos», probablemente fue la frase más temida y odiada en todo el tiempo que duró la invasión y, por consiguiente, la guerra, por lo menos esa guerra. Cuando la frase se convertía en realidad, los bombardeos masivos y las vertiginosas huidas corroboraban con creces los temores.

La propia base de las creencias de la población afgana llevó muchas veces a catalogar el conflicto como una guerra santa.

La religión ocupa un aspecto fundamental en la vida de los afganos. El intento de cambiar sus costumbres culturales y religiosas fue una de las razones esgrimidas para combatir a sus invasores.

La religión y el odio visceral hacia los enemigos desempeñaron el principal protagonismo a la hora de valorar las aptitudes y actitudes desarrolladas en el transcurso de la guerra. La religión les dio el coraje y el odio el argumento necesario. La moral, que intentaban elevar, les condujo a los combates convencidos de su éxito y sin el mínimo temor a la muerte, sólo pensando en el golpe que asestarían al enemigo.

Hasta el más esmirriado de los campesinos aseguraba que lucharía, y sus hijos y los hijos de sus hijos, por generaciones enteras si fuera necesario pero que no permitirían que ningún invasor se perpetuara en el territorio. Y como si sus convicciones no fueran suficientes, se apoyaban en el islam, en sus doctrinas y en la necesidad de vivir libres. Sólo su gran misticismo pudo suplir las armas que no poseían y otorgarles una sorprendente fortaleza. «El Corán contra los tanques», solían repetir convencidos.

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