Curtis (50 Cent) Jackson - Trabaja duro, trabaja con astucia

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DEBES ENTENDER QUE NO EXISTE ESO DE «LOGRARLO»; QUE NO IMPORTA CUÁNTO DINERO, FAMA O ÉXITO OBTENGAS, EL FUTURO TRAERÁ MÁS DIFICULTADES. MÁS DRAMA. MÁS OBSTÁCULOS. LA META NO ES SÓLO SER EXITOSO, SINO CONSERVAR ESE ÉXITO. YO LO APRENDÍ POR LAS MALAS. Y ES UNA HABILIDAD QUE TE VOY A ENSEÑAR EN ESTE LIBRO. CURTIS JACKSONCurtis «50 Cent» Jackson llegó a la cima, se desplomó y volvió a subir. A sus treinta años había vendido decenas de millones de discos, producido una película sobre su vida y creado una de las marcas más reconocibles en el hip hop.Se sentía invencible.Hasta que sufrió la trágica muerte de su manager y mentor, empezó a padecer numerosas demandas legales y vio cómo sus ingresos se evaporaban con el advenimiento de la música digital. Ahora, en
Trabaja duro, trabaja con astucia, nos presenta los principios que lo convirtieron en una de las mayores historias de renovado éxito en la industria del entretenimiento. A partir de su experiencia en la calle (un mundo tan inmisericorde como el de los negocios) y con un personalísimo relato sobre su vida, sus triunfos y sus fracasos, Jackson comparte las reglas y estrategias que le permitieron retomar y conservar su lugar en la cima. Un libro imprescindible que te permitirá sobreponerte a las crisis, adaptarte a los cambios y cumplir todas tus metas con dedicación y confianza en ti mismo.

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Él no estaba siendo desalmado; estaba preparándome para que me sacudiera los inevitables golpes que la vida me iba a propinar y seguir adelante hacia donde quería ir y no hacia donde la vida intentaba empujarme.

Una vez que aprendí a no temerle a los golpes, mejoré mucho como boxeador. En vez de estar todo el tiempo sobre los talones, preocupado por lo que mi contrincante iba a hacerme, comencé a darle pelea al rival. Aprendí a dictar los términos del encuentro. Si perdía, no era porque me hubieran arrinconado y apaleado; era porque había buscado ganar y simplemente me enfrenté a alguien con más capacidad que yo.

Hace mucho que no recibo un puñetazo en la cara dentro del ring, pero he intentado mantener la misma actitud en todo lo que hago. Me niego a tener miedo a los golpes; sé que vendrán y sé que algunos me harán tambalear, pero podré soportarlos.

Muchos de ustedes son como el niño que se cayó de la bicicleta y esperó a que su mamita fuera a preguntarle si estaba bien. Yo no. Si me caigo, no espero palabras de aliento ni que nadie se preocupe por mí. Me levanto y sigo mi camino.

He aceptado que la vida me va a tirar golpes y que algunos van a conectar. Pero siempre sobreviviré y seguiré luchado por las cosas que quiero. Y tu actitud también tiene que ser ésa.

ENCARAR EL MIEDO

Como ya dije, la muerte de mi madre fue lo que me obligó a desarrollar inmunidad al miedo. Y aprender a recibir golpes en el rostro no hizo más que fortalecer esa insensibilidad. Durante un tiempo, parecía que el miedo era una sensación con la que no tendría que volver a lidiar.

Pero no sería el caso. Sin duda alguna, que me dispararan reavivó esa sensación dentro de mí.

En primer lugar, durante las semanas posteriores al incidente, les tuve mucho miedo a las personas que me dispararon. Sabía que seguían allá afuera, no muy lejos de ahí, y que ansiaban terminar lo que habían empezado.

Además de la ansiedad emocional, el dolor físico de haber recibido nueve balazos me familiarizó otra vez con el miedo. No fue en el momento en el que ocurrió —pues la adrenalina evita que sientas mucho en ese instante—, sino en los meses siguientes.

Una vez que la adrenalina se desvanece y el doctor te dice que vas a sobrevivir, entonces empiezas a sentir los efectos de las balas que te desgarran los músculos y pulverizan los huesos. Sentía dolor en todas partes, donde entró el plomo en mi pulgar y mi mejilla. Durante meses sentí como si tuviera jaquecas en todo el cuerpo: pulsaciones incesantes y profundas que no sabía que se podían sentir en una pierna o una mano.

Cada vez que iba a fisioterapia y debía poner peso sobre la pierna o desgarrar el tejido cicatricial en el pulgar, me dolía a morir. Me di cuenta de que me daba miedo tener que pasar por ese proceso otra vez, quizá más que el que me daba morir.

Sin embargo, conforme fue avanzando la rehabilitación, fui entendiendo otra verdad importante: no me sentía cómodo sintiendo miedo. Podrá parecer una obviedad, pero creo que en realidad es algo que me hace único. La mayoría de la gente está muy cómoda con sus miedos. ¿Miedo a volar? Evita los aviones. ¿Miedo a los tiburones? No te metas al mar durante tus vacaciones en el Caribe. ¿Miedo el fracaso? Ni siquiera lo intentes, es mejor. Muchas personas viven su vida entera así.

Yo no. Odiaba sentir miedo. Odiaba vivir mirando por encima del hombro. No soportaba la idea de quedarme cerca de casa hasta que las cosas se tranquilizaran. Para mí, esconderme habría sido casi peor que haber sido baleado.

De cierta forma, el dolor físico que experimenté fue mi amigo. Me empujó a ir más lejos de lo que mucha gente está dispuesta a llegar. Créeme, cuando sufres tanto dolor físico, ocurre un cambio. Quieres acercarte al problema en vez de huir de él. Y eso es justo lo que hice.

Tras varias semanas de rehabilitación, volví a la casa de mi abuela en Queens. Literalmente regresé a la escena del crimen. Eso en sí mismo fue un gran paso para mí en términos psicológicos. Lo más fácil —y, carajo, lo más sensato también— habría sido irme muy lejos, a un lugar donde nadie, salvo mis amigos más cercanos, pudiera encontrarme. Ni siquiera necesitaba estar a demasiados kilómetros de distancia. Pude haberme mudado al Bronx o a Staten Island y habría sido como si me hubiera ido a otro país. Estaba decidido a no ceder ni un milímetro ante mis miedos; volvería a donde quería estar, que era la casa de mi abuela.

Cuando salí de rehabilitación, los doctores me dijeron que necesitaba empezar a trotar para recuperar mi condición física y la fuerza en las piernas. Estaba comprometido con el plan, pero casi de inmediato enfrenté el primer obstáculo. Una mañana, me asomé por la ventana de mi abuela y vi frente a la casa a alguien a quien no reconocí. A mi parecer, se estaba esforzando demasiado por pasar inadvertido y no llamar la atención. Es cierto que yo estaba bastante paranoico en ese momento, así que pudo no haber sido nada. Pero la paranoia agudiza tus sentidos de la misma forma que el olfato de un antílope puede identificar a un león a cientos de metros de distancia. Quizás estaba percibiendo a mi depredador.

Cancelé la salida a correr que había planeado para ese día. Y volví a hacerlo al día siguiente cuando vi al mismo tipo merodeando por la calle. Para ese entonces, experimentaba mucha confusión. ¿Estaban mis sentidos agudizados alertándome de un peligro invisible? ¿O imaginaba una amenaza que en realidad no estaba ahí? Lo único que sabía a ciencia cierta era que el miedo comenzaba a consumirme.

Decidí que, si me quedaba en la casa y no seguía adelante con el plan de rehabilitación, saldría perdiendo. Cuando el miedo interrumpe tu rutina o te obliga a replantearla de alguna manera significa que te tiene enganchado y te frenará por siempre. “Los cobardes mueren varias veces antes de expirar”, escribió Shakespeare. “Los valientes saborean la muerte sólo una sola vez.” Mi intención no era quedar como un cobarde.

La mejor manera de superar un miedo que te está deteniendo es, primero, reconocerlo y, después, hacer un plan para vencerlo. Así que eso hice. Para empezar, reconocí que estaba asustado. Luego, reuní a mis amigos de más confianza en la sala de mi abuela y les expliqué que necesitaba que me acompañaran a correr a la mañana siguiente. “Por supuesto”, dijeron todos. “Volvemos mañana.” Cuando llegó el día siguiente, sin embargo, sólo uno de ellos apareció: mi amigo Halim. No creo que a los demás les hubiera dado miedo la amenaza latente, pues ya habían demostrado su valentía varias veces. Creo que les daba mucho más miedo pensar en hacer cardio en la mañana. Eso era algo con lo que no se sentían cómodos.

Decidí salir sólo con Halim, a pesar de que no era el candidato ideal: estaba en peor forma que yo. Y, sobre todo, tenía serias dudas sobre cómo reaccionaría Halim si la amenaza se materializaba. A pesar de ser parte de una banda llena de tipos que buscan cualquier excusa para comenzar a disparar, la naturaleza de Halim lo llevaba siempre a intentar evitar las confrontaciones. Halim estaba tan fuera de forma que le di una bicicleta para que pudiera seguirme el paso. Y, con respecto a mi otra preocupación, la resolví —literalmente— con mis propias manos.

Encontré una pistola pequeña, me la puse en la mano buena y la envolví con vendas. Todo el mundo sabía que yo era boxeador, por lo que, para el observador casual, parecía que me había lastimado en el ring. Me ponía tantas vendas que el arma se disimulaba dentro del “vendaje” casi por completo; sólo el cañón se asomaba por debajo. Le dije a Halim que pedaleara a mi lado y se mantuviera atento en busca de cualquiera que pareciera como que fuera a salir de entre los arbustos y dispararme. Sólo tenía que dar la alarma y yo me haría cargo del resto.

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