Carmen Resino - El hombre que no quería hacer el amor

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El hombre que no quería hacer el amor: краткое содержание, описание и аннотация

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Una extraña y obsesiva historia de amor en la que ambos amantes, aunque de muy diferentes formas, serán cómplices y culpables.
José María, un hombre de ambigua sexualidad y que vive al amparo de su madre, sufre un perpetuo conflicto: ama a las mujeres, pero rechaza una relación íntima, lo que le ha llevado a sus cuarenta y seis años a una escasa y difícil vida sentimental y a crearse un mundo ficticio.
Cuando se entera de que Ana, una mujer amiga de su madre y de la que siempre estuvo enamorado, acaba de enviudar, empezará a llamarla y a salir con ella. Pero Ana, una conocida escritora de novelas de misterio, utilizará esta relación para la novela que está escribiendo.
Cuando José María comprende que ha sido utilizado, decidirá vengarse. Pero de esta venganza no será el único culpable: Ana, que ha movido sutilmente los hilos, también está detrás.

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Era un hombre de unos cincuenta años, no mal parecido, de facciones correctas, alto, en torno al uno noventa, y de cabeza un poco pequeña para su fuerte complexión. Tenía una expresión triste y cansada, como si la vida no le hubiera tratado bien, algo así como un desvalimiento, que acentuaban unos ojos caídos con potentes y arrugadas ojeras, como la de los paquidermos. Todo en él era un poco elefantiásico, lento, pesado, triste. Parecía, más que moverse, arrastrarse, varado por un gran peso interior. Trató de adivinar su profesión: ¿viajante tal vez? Sí, tenía aire de viajante, de hombre perdido por estaciones de autobús, de ferrocarril, o haciendo kilómetros en su pequeño utilitario. ¿Qué vendería? ¿Telas, vinos, electrodomésticos?...

─Verá ─dijo mientras se sentaba, más bien caía, sobre la silla─, querría poner en venta una finca que he heredado. Está cerca de aquí, a unos cinco kilómetros, bueno, puede que algo más, tiene unos dos mil metros, luz, agua y una pequeña construcción que en su tiempo fue cuadra y palomar… ─Sus manos, que movía para explicarse, eran grandes, como dos palas que se movían pesadamente.

José María le escuchaba aterrado: aquel hombre era, sin duda, el dueño de El cuarto secreto de Barba Azul, y quería ponerlo a la venta. Intentó disuadirle:

─¿Por qué quiere venderla? Es una bonita finca.

─No me sirve para nada y necesito el dinero.

─Si espera un poco más podría venderla por el doble.

─Me corre prisa: me trae malos recuerdos. ─Y sonrió con tristeza e impotencia.

Guardaron silencio unos momentos.

─¡Lástima! Si pudiera, se la compraba.

─¿Usted? ¿Lo dice en serio?

─Tendría que proponérselo a mi madre.

─Venga, le invito a un trago y hablamos.

Se fueron al pueblo. Se sentaron en el primer bar que encontraron. El viajante pidió media botella de vino y él una cerveza. El hombre bebía rápido: parecía tener sed y ganas de explayarse.

─Era de mis tíos. Lo único que les ha quedado. La casa que tenían, aquí, en el pueblo, tuvieron que venderla para irse a una residencia. Cuando recibí la notificación del notario, me extrañó: nunca pensé que me dejaran nada. A lo mejor me la han dejado como penitencia, para que expíe lo que hice ─dijo intentando bromear, pero sin conseguirlo.

─¿Por qué dice eso?

El hombre se quedó un momento pensativo. Echó otra calada al pitillo y otro sorbo al vaso.

─Mis tíos tuvieron una niña, una pobre niña retrasada. La tenían medio escondida en la finca, en la cuadra concretamente. Como los animales. No les gustaba que la gente la viese. Se avergonzaban de ella. ¡Pobre! Yo la quería mucho y ella a mí, pero no me porté bien. Con ella menos que con nadie, que era inocente. No; no me porté bien. Murió cuando yo estaba en Alemania.

─¿Por qué dice que no se portó bien?

─Bueno, cosas de juventud… ─Quedó pensativo, como si pensara si debía decir o no lo que luego dijo─. La dejé embarazada. Una canallada, lo sé. Cuando me enteré, tuve miedo de lo que podía pasarle y de lo que dijeran sus padres, y me largué a Alemania, dejándola plantada. Al poco de llegar, mis tíos me escribieron para decirme que la niña, así la llamaban, había muerto. Sin más. Sin explicarme las causas y los porqués. Yo tampoco los pedí. De la criatura, si llegó a tenerla o no, nada me dijeron. Yo tampoco pregunté. Me porté como un cobarde, como un cerdo, esa es la verdad. ─Hizo otra pausa, que acompañó de otro trago─. ¿Cree en el castigo? ─Y antes de que él contestara─. Yo sí, porque desde entonces todo me ha salido mal. Cuando volví a España, no me atreví a ir ver a mis tíos. Pasó mucho tiempo sin atreverme: temía que recriminasen mi actitud. Solo pude hacerlo al cabo de mucho tiempo, cuando ya eran muy ancianos y se habían olvidado de casi todo, hasta de aquella niña que tuvieron.

─Y en Alemania, ¿cómo le fue?

─No tuve suerte, volví poco más que con lo puesto y tuve que agarrarme a lo que encontré, que no era mucho. Cogí una representación que me ofrecieron de unas camisetas. Era una forma de escapar, de estar de un lado para otro. De olvidarme. En mis viajes por Levante me enamoré de una valenciana que cantaba por los baretos de Benidorm: el pueblo ya era famoso por los rascacielos y el festival. Me enamoré hasta las trancas. Todos me advirtieron de que no me casara con ella, pero no hice caso. No duramos ni tres años. No tuvimos hijos, ella no quería, y un día se largó. Tenía aspiraciones: se veía cantando en Madrid, en Pasapoga o en Villa Romana. Luego hubo otras, pero ya sin casamientos. Tampoco hijos. Yo los echaba en falta, pero las mujeres con las que conviví no los quisieron. Ahora estoy solo y me acuerdo de mis tíos, de esos pobres viejos que terminaron en una residencia de la comunidad; también de mi prima, la pobre, y de aquella criatura que a saber si nació o si no lo hizo por mi culpa. Y me pesa. Me pesa, sí. ─El hombre quedó un momento callado, enganchado en sus pensamientos, como si se le hubiera parado la cuerda─. ¿Comprende ahora por qué necesito vender la finca, quitármela de encima cuanto antes?... ─Eso dijo: «quitármela de encima cuanto antes», como si se tratara de un enorme e insoportable peso─. Me trae mala conciencia y tengo la sensación de que mientras me pertenezca, no podré levantar cabeza.

Se despidieron. José María le prometió que se encargaría personalmente del asunto, que pondría todo su empeño, pero decidido a hacer justamente lo contrario: El cuarto secreto de Barba Azul no se vendería. Eliminó anuncios, borró las fotos y quitó el cartelito que ponía Se vende, y si alguien preguntaba por la finca, decía que ya estaba vendida o que no estaba en venta.

De vez en cuando el viajante le llamaba:

─¿Alguna novedad?

Y él, siempre, respondía lo mismo:

─De momento no hay nada. La gente pregunta, algunos han ido a verla, pero nada. La finca tiene sus pegas, usted mismo lo ha visto, pero no se preocupe, que es cosa mía.

─¿Y su madre? ¿Ha hablado con su madre?

─Algo le he dicho, pero dice que quiere verla. Va a venir un día de estos.

Pero, naturalmente, la madre no venía. Tampoco le había dicho nada. ¿Para qué? De sobra conocía la respuesta.

Otras veces era él quien llamaba al viajante para darle falsas esperanzas: «Tengo buenas expectativas… Mañana viene a verla un matrimonio. Hay una pareja de Madrid muy interesada. A mi madre ya le he hablado. Es muy posible que la convenza».

Disfrutaba jugando con él. No sabía por qué, le gustaba hacerle sufrir o suponer que lo hacía.

─¿Por qué le dices eso si no hay nada? ─le decía su compañera.

─Quiero comprarla yo. Por eso le doy largas.

─¿Tú?

─Sí, yo.

─Entonces, ¿a qué esperas?

─A que mi madre se muera.

Y era verdad que a veces se veía enterrando a su madre, a su amada y odiada madre en aquel lugar.

Al final, terminaron echándole de la agencia, o él se despidió, no lo tuvo muy claro; su interés en conservar aquella finca, de preservarla en su total aislamiento, le incapacitaba para vender. Obstaculizaba la venta de las fincas cercanas, extendiendo el lazareto a kilómetros a la redonda. No quería a nadie cerca, intrusos que pudieran acabar con su privacidad, nada construible cerca de El cuarto secreto de Barba Azul. Solo pájaros, flores, árboles, naturaleza. Nada más que naturaleza. El escenario perfecto para esa especie de camposanto donde depositar a todas las imprudentes que le habían descubierto o estuvieran dispuestas a descubrirle. Él era distinto. Selectivo y distinto, y nada debería turbar su silencio ni desvelar su secreto.

Fueron seis meses los que trabajó en la agencia; seis meses de su vida de los que su madre no tuvo noticia, como si hubiera vivido en otra galaxia, como si hubiera tomado cuerpo en otro individuo; seis meses en los que iba a la agencia huido, escapado; como un polizón.

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