Llegando a Aravaca se encontró con el atasco. Tenía que haberlo previsto. Los viernes siempre había atasco. Miró el reloj. Era casi la hora. Tamborileó impaciente sobre el volante. Aprovechó el parón para quitar a Gardel: los tangos le ponían triste. Hablaban de amor y deseo. Y de desesperación. Y de nostalgia. Mejor olvidarse. ¿Por qué tenía él nostalgia de algo que ni siquiera había comenzado?...
Cuando pisaba el umbral de la casa de Ana eran más de las siete y media.
─Perdona, la carretera, el tráfico...
Ana estaba tras la verja. No iba de luto. Esa fue su primera sorpresa. Llevaba falda negra, blusa blanca, chaqueta roja y los zapatos eran de tacón alto, fino, casi de aguja. A su lado, Buck, el mastín, ladraba parsimoniosa e indiferentemente, como si cumpliese una pesada obligación. José María le miró con prevención: no le gustaban los perros; era un animal sucio y le molestaba la falta de higiene. Además, les tenía miedo desde niño. Aunque vivía solo (lo de Jesús era casi una compañía simbólica), nunca se le pasó por la cabeza tener un perro.
─Pasa, no te quedes ahí.
Y después de darle dos besos, avanzó por un senderito de piedra ribeteada de césped. La falda con una rajita atrás, dejaba ver las corvas. Pasaron al recibimiento que ya conocía, con su alfombra de nudos un tanto gastada, el escritorio antiguo de nogal que mostraba sus cajoncitos perfectos y lustrosos, y encima un cuadro antiguo con una Virgen descolorida emergiendo de un fondo oscuro en el que se averiguaba un paisaje impreciso, enmarcado en una moldura gruesa, dorada, un poco saltada por sus bordes, y que parecía de mérito. A la derecha, la escalera que comunicaba con el piso superior que él desconocía, y al fondo, tras la doble puerta acristalada, el salón, con su chimenea en el centro custodiada por dos sofás, uno frente al otro, y en un ángulo, el comedor con su mesa ovalada y seis sillas. Y cuadros. Y libros. Muchos cuadros y muchos libros invadiendo las paredes; cuadros de Juancho de colores pálidos y armoniosos algunas veces; agresivos las más. ¿Cuánto costaría aquella permanente exposición? ¿Mucho, poco, apenas nada?, pensaba José María. ¿Qué cotización tendría el marido ahora que estaba muerto, dado que somos un país de reconocimientos póstumos?
Se sentaron frente por frente. Ana no había cambiado desde la última vez que la viera y desde luego no parecía una viuda inconsolable. Es más, le pareció más guapa, como si la viudez la hubiera hermoseado, y el ligero bronceado de las vacaciones le sentaba muy bien. ¿Sería verdad que Juancho estaba con otra cuando murió?
─¿Quieres tomar algo?
Dudó para luego pedir una cerveza. Tenía sed; esa sed anómala, casi insana que produce la descarga de adrenalina. Volvió a mirarla mientras ella se iba a la cocina. Seguía gustándole como siempre o incluso más. Buck se le acercó y le miró con sus ojos caídos, cansados, un poco legañosos; su enorme cabeza cerca de las piernas de José María, marcándole el sitio.
─Tranquilo ─dijo Ana mientras le servía─, no te hace nada. Es como una oveja.
No obstante, José María, le miraba de reojo y el perro también, como midiéndose.
La cerveza era rubia, de buena marca. No de las que él compraba. Siempre aprovechaba las ofertas: «tres por dos, lejía gratis con el detergente, una pastilla más..., un paquete de galletas con el chocolate, ocho yogures sabor a fruta en pack económico...». No; aquella casa no parecía de ofertas: todo aparentaba tener un sello, una marca, empezando por los cuadros de Juancho.
Gema, la hija de Ana, esa a la que él llamase un día por indicación de su madre, entró y le saludó con un par de besos. Era una casualidad que estuviera: viajaba mucho, era enóloga, tenía un novio inglés y siempre que podía se iba a Londres: «vive allá, más que aquí», dijo Ana. El novio de Gema era divorciado con dos hijos y eso también lo criticaba su madre: «un divorciado, como si no hubiera más hombres en el mundo». Encontró a Gema más delgada que la última vez, y muy pálida. Era evidente que no había ido al Caribe con su madre. Sin embargo, la mujer que estaba tras ella, observadora y sonriente, sí estaba bronceada:
─Ven, te voy a presentar: Marisa ─dijo Ana refiriéndose a la mujer silenciosa que aguardaba, y añadió un apellido que no se le quedó─. Aparte de buenísima amiga es también mi agente, mi secretaria, casi, casi, mi alter ego. La verdad es que no puedo hacer nada sin ella.
Marisa respondió al comentario con un gesto de complacida incredulidad:
─No le haga caso. Es una exagerada.
─¿Vas a negarlo?
─Al menos al cincuenta por ciento.
Sin saber muy bien por qué, José María se sintió molesto ante aquella mujer rubia, alta, de aspecto inteligente, más bien guapa y un tanto andrógina, que le miraba de frente, demasiado fijo quizás, mientras esbozaba una sonrisa de compromiso no demasiado abierta y estrechaba en apretón enérgico, la mano que él le tendía; una mano flácida, sudorosa. ¿Por qué tenía que tener Ana alter ego?... Porque eso había dicho: «alter ego». Y ante las presencias de Marisa y Gema que no esperaba, se sintió violento y hasta descubierto, como si entre las tres hubieran adivinado algo que él no quisiera mostrar. Bebió y la cerveza le supo amarga. No, no le había caído bien esa amiga, agente, secretaria o lo que fuera de Ana y él tampoco a ella. Era evidente: las simpatías o antipatías solían ser mutuas.
─¿Hacía mucho que no veías a Gema? ─preguntó Ana.
─Desde el verano pasado que fue a Gijón y pasó a ver a mi madre ─aclaró José María.
Gema corroboró con el gesto y con una frase amable. José María se acordaba de aquella visita, y de que aquel día la encontró muy guapa. A partir de entonces pensó en llamarla alguna vez: «llámame cualquier día y nos vemos», le había dicho Gema al despedirse y también, una tarde que coincidieron en Recoletos. Siempre decía eso: «¡llámame!», mientras agitaba la mano, tan efusiva, que pensó hacerlo. Luego se enteró de lo del novio inglés y desistió.
Comparó un instante a madre e hija: apenas se parecían. Gema era alta, esbelta, demasiado delgada, el pelo claro, dorado, enmarcando una piel muy blanca, casi transparente, al igual que los ojos; esos ojos de Juancho extrañamente nórdicos, ese parecido al padre: «esta hija mía es completamente de él». Porque Juancho era rubio como Rafaelito, ese angelote-traidor de su infancia, como ese otro compañero muerto en la flor de la edad, sin que se le diera oportunidad de vivir. Desde entonces lo rubio le parecía el sumo de lo bello, pero también de lo perverso. Ana, por el contrario, era menuda, el pelo castaño en el que brillaba alguna cana, la piel morena, mate, mediterránea. Se parecían madre e hija en la sonrisa abierta, franca, de labios más finos su madre. Resultaba en la comparación más guapa la hija, con la desenvoltura de los veintitantos años, su aire tan de hoy, tan natural aparentemente y, no obstante, tan sofisticada. Pero José María prefería a la madre, siempre la había preferido, aunque no fuera guapa ni joven. Tenía lo que los franceses llaman charme, ese algo indefinible del encanto, de la seguridad; esa seguridad que él tanto admiraba.
Se dio cuenta de que Marisa le observaba:
─¿Hace mucho que os conocéis? ─preguntó en un tono neutro, estudiadamente indiferente.
─¡Muchísimo! Su madre es paciente de mi padre desde hace un montón de años ─se adelantó Ana.
─¡Ah! ─exclamo Marisa por todo comentario.
Se hizo un silencio que a José María le resultó forzado e incómodo.
─Bueno, yo os dejo ─dijo a renglón seguido. Y como excusándose─: ya me iba...
─Quédate un poco más, ¿qué prisa tienes? Quédate a dormir y mañana nos vamos al campo con Buck ─insistió Ana.
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