Y con lo del cumplimiento, ponía punto final. Era un diálogo de sordos en el que ella decía siempre la última palabra. ¡Siempre le callaba la boca hablando de previsión, de futuro, de su temor por él cuando ella desapareciera! «Cuando yo muera, todo será para ti». Buen argumento. Pero ¿cuándo sería eso, si era fuerte como un roble? ¿A qué esperaba para darle la parte de su padre? El hecho de que para verse rico y libre tuviera ella que morirse, le hacía desear, de manera inconsciente, su muerte. Se la imaginaba metida en el ataúd, quieta para siempre, sin hablar, sin hacerle recomendaciones, esas interminables recomendaciones, y casi se le escapaba un grito de alegría. Pero no. Aquella tirana de la protección, tenía una salud de hierro. A veces pensaba con espanto si le sobreviviría. ¡Tendría gracia que él se fuera al hoyo antes que ella! Estaba en lo mejor de su vida. ¿Por qué tenía que esperar a ser un viejo? Quería de una vez el pájaro en mano, la realidad concreta, y no el ciento volando de después. ¿De qué le valdría heredar cuando ya no pudiera hacer parapente ni acercarse a las cataratas Victoria?
Pero era verdad que tampoco tenía queja: ella cumplía. Todos los meses, regularmente, ponía en su cuenta corriente una cantidad, casi siempre la misma, que solventaba sus necesidades. Pero ni un duro más, ni un capricho más; mucho menos un viaje, cuando su madre sabía que él deseaba conocer los lugares más recónditos del planeta. Roma, Londres, París, Venecia… quedaban para otros. A él eso de las antigüedades, los museos, el tiempo pasado, le tenían sin cuidado, pero ¡aquellos sitios que te descargaban de adrenalina! ¡Recorrer el Amazonas, adentrarse en las selvas tropicales, lanzarse sobre un cable por encima de las cascadas y los precipicios, visitar el Gran Cañón, patear los desiertos interminables, acampar en extraños parajes, donde las iguanas, los enormes lagartos y los cocodrilos compiten! ¡Ir hasta el fin del mundo, hasta las soledades heladas donde habita e hiberna el oso blanco, ese gran depredador! Pero nada. Tenía que renunciar y esperar. Tampoco volar. No le quedaba otra que aparcar el coche cerca de la escuela y ver cómo otros oscilaban por el aire como arriesgadas cometas. Todo eran renuncias. Bueno, tenía el club, debía conformarse con el club. El club no era mal sustituto: le permitía desfogarse y ganar. Sobre todo, ganar. El riesgo, la aventura, tendrían que esperar a que su madre muriera. ¡Y para entonces...! Siempre que le venía a la cabeza el desear su muerte, lo rechazaba como si se tratara de una obsesión supersticiosa: si ella muriera después de haberlo deseado, ¿cómo se sentiría? ¿Con qué ánimo podría disfrutar de la herencia apetecida? El sentimiento de culpa lo aniquilaría, lo aplastaría. ¿O tal vez no? Pero por si acaso, arrojaba de sí los malos pensamientos y callaba. Y aguantaba. Y como no le quedaba otra, aparcaba el coche cerca del campo de entrenamiento y resignado, se ponía a ver las exhibiciones acrobáticas de otros hasta que aburrido y desencantado, iniciaba el regreso a Madrid lleno de resentimiento, de una extraña y desoladora frustración. Se retiraba de ver a los que volaban con el gesto del vencido antes de combatir.
Descartada la idea de volar, empezó a hacer kilómetros por los alrededores, y un domingo, siguiendo las indicaciones de un lugareño, «si a usted le gusta caminar hay parajes muy bonitos monte arriba», descubrió una finca a la que llamó El cuarto secreto de Barba Azul. Estaba situada en un lugar recoleto, apartado y umbrío. Tendría unos dos mil metros, forma trapezoidal y la rodeaba una cerca metálica caída en uno de sus lados en el que matorrales y sotobosque la invadían. En el lado más elevado y estrecho del trapecio se alzaba como impúdico esqueleto, una construcción, posiblemente una cuadra y un palomar, lo que le daba el aspecto de torrecilla o castillete, y un pozo. El conjunto tenía algo de mazmorra, de lóbrego y secreto, como si hubiera albergado una terrible historia, y nada más verlo lo bautizó como El cuarto secreto de Barba Azul, que se acordó de aquel cuento siniestro que de vez en cuando releía. Le pareció tan interesante el hallazgo que lo apuntó en su cuadernito, ese que ni siquiera su madre conocía: «he encontrado un lugar muy interesante, solitario y apartado…». Desde entonces, siempre iba allí. En aquel lugar, a resguardo de viandantes y mirones, creyó encontrar su escondrijo, su refugio particular: si no podía surcar los cielos con el ala delta y volar como el águila, al menos podía esconderse como el conejo en su madriguera. Allí sentía una paz especial, una placidez que ni siquiera consiguió en aquel otro donde estuvo internado y del que su madre no le permitía hablar; «no digas donde has estado. A nadie le importa»; una paz diferente también de la del gimnasio. Allí se sentía fuerte y libre. Realizado y a salvo. Allí no había penas ni remordimientos. Solo paz. Un sitio tranquilo y secreto donde reposar, y cuando la presión de su madre se le hacía insoportable, se decía que, si un día tenía la osadía de matarla, la enterraría allí, también allí, como a las otras, para después, ya libre, irse a matricular en la escuela de pilotos, aunque después, en pleno vuelo, se tirara en picado por no poder soportar los remordimientos.
Luego vino lo del trabajo. Fue también casualmente, un domingo que paseaba por el pueblo y vio que una inmobiliaria necesitaba vendedores. Entró. ¿Por qué, si nunca había vendido pisos ni le atraía la idea? Pero necesitaba trabajar, en lo que fuera; de lo contrario, se volvería loco. Y también, este era un deseo más inconsciente, no por completo elaborado, porque deseaba introducirse en aquel mundo para ser el guardián, el vigilante secreto de ese Cuarto secreto de Barba Azul que ya consideraba suyo.
Le recibió un chiquito bastante joven y con aires de saber todo sobre ventas, y después de algunas preguntas que le resultaron humillantes (¿tantas preguntas para algo tan simple como vender pisos?) y de mirarle como si le perdonara la vida, le dijo: «ya te llamaremos». Estaba seguro de que no lo harían, pero a los dos días le llamaban: «si le sigue interesando el trabajo…». Al principio creyó haber oído mal, pero no. El chico le había dicho: «si le sigue interesando el trabajo…». Le dio entonces una alegría tan súbita, tan desbordada, que a punto estuvo de decírselo a su madre, pero en seguida comprendió que no debería hacerlo: «¿tanto estudiar, tanto esfuerzo para terminar vendiendo pisos?». No, no se lo diría. No se lo diría a nadie. Y aunque al aceptarlo lo consideró casi una vergüenza, una humillación, lo aceptó.
Desde ese momento se consideró otro: tenía, ¡por fin!, algo que hacer, una ocupación. Vestido de traje y corbata, un traje azul marino de bastantes años y una discreta corbata a rayas, mostraba a las parejas, generalmente matrimonios jóvenes con dos niños que deseaban huir de Madrid, los metros cuadrados de los pisos piloto, el chalet pareado, la parcela donde construir… Eran los años del fervor constructivo: por todas partes se abrían agencias inmobiliarias y en todas ellas se ofrecían pisos luminosos con jardines, piscinas, pistas de tenis, club social…; chalecitos independientes y pareados… Todo eran ofertas tentadoras para escapar del agobio de la ciudad, bien de forma permanente o los fines de semana. A la larga, el irse al extrarradio o a la periferia, no ofrecía tantas ventajas como a primera vista pudiera parecer: había que levantarse más temprano y tomar con paciencia los atascos que se formaban en las horas punta o estar pendiente de los horarios de trenes y autobuses, pero el hecho de disfrutar de un trozo de jardín, de verse rodeados de naturaleza, de dormir sin que te despertaran los ruidos de la calle y poder refrescarse en una piscina en los tórridos veranos madrileños, que los críos retozaran a sus anchas por espacios verdes entre columpios y toboganes, compensaban un tanto las incomodidades. «¿Pero no está muy lejos?». A todos les parecía que el piso, el chalé o la parcela (se vendían también muchas parcelas), quedaba muy lejos, que todo quedaba muy lejos. «¿Lejos? En absoluto, y al paso que llevamos, dentro de poco, todo lo más un par de años, estarán en el centro». «Pasen por aquí, la cocina como ven está amueblada, los cuartos de baño con los mejores y más modernos sanitarios, los cerramientos, de lo mejor, y calefacción en todos los cuartos, individual, por supuesto… ─Abría y cerraba puertas─. En este dormitorio caben perfectamente dos camas de noventa. Todos los pisos tienen trastero y garaje, opcional, por supuesto, pero ¿quién no quiere garaje?, ¡y el trastero es tan útil! ¡A la larga, se acumulan tantos trastos!». Se había aprendido bien, casi de memoria, lo que tenía que decir sobre las bondades de los pisos piloto, y los enseñaba con orgullo, como quien muestra a sus hijos, y también, cuándo debía ponerse serio y cuándo sonreír. Se esforzaba en ser un buen vendedor, aunque en su tono, en sus maneras, había algo de falso, de falta de convencimiento; pero lo hacía, y ponía su mejor voluntad, hasta que apareció el viajante.
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