Anderson Manuel Vargas Coronel - Acción para la conciencia colectiva

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Hoy, la violencia desatada en contra de líderes sociales y defensores de los derechos humanos en Colombia ha vuelto a encender las alarmas sobre la existencia de un proceso de persecución sistemática en su contra. En este escenario, Acción para la conciencia colectiva plantea un análisis sobre las disputas que se han fraguado en torno a la defensa de los derechos humanos y como estas han derivado en la ejecución de prácticas de estigmatización en contra de quienes los defienden. Este libro aborda la situación desde tres perspectivas de análisis, las demandas del movimiento de derechos humanos, los actores que las movilizaron y los repertorios de acción empleados. Para ello, se toma como punto de partida la década de 1970, periodo en el que la defensa de la vida y la resignificación de lo justo ocuparon un lugar central en la movilización social como escenario de denuncia sobre las arbitrariedades cometidas por el Estado. El periodo abarcado cierra en 1991 cuando las disputas por los derechos humanos derivan en la inclusión de un catálogo de derechos y mecanismos para su protección en la Constitución Política y con ello, en una institucionalización parcial de las demandas del movimiento.

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La determinación de los altos mandos militares por extender la guerra al campo ideológico estuvo reforzada por la expansión de las ideas anticomunistas haciendo uso del terror, tarea que fue ejecutada tanto por las élites regionales como por los grupos paramilitares con la colaboración de las FF. AA. Así fue confirmado el 19 de febrero de 1983, cuando por petición presidencial, el procurador general entregó los primeros resultados de las investigaciones sobre el MAS, que incluían una lista de 163 personas vinculadas a este grupo, 60 de las cuales eran militares 114. La reacción del ministro de la Defensa, Fernando Landazábal Reyes, fue de negación sobre las acusaciones, acentuando las divisiones entre los militares, los órganos disciplinarios y las autoridades políticas; que ya no solo se reflejaban en las contradicciones entre las manifestaciones de paz del Gobierno y el actuar ilegal de sus fuerzas de seguridad, sino en la censura que los militares trataron de imponer a las autoridades judiciales y disciplinarias 115.

La guerra contra el narcotráfico

La tormenta entre el narco paramilitarismo y el Gobierno Betancur se desató tras el curioso enfrentamiento suscitado el 17 de agosto de 1983, cuando el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, acusó al entonces representante a la Cámara, Pablo Escobar Gaviria, como miembro del MAS y este le respondió con una amenaza de denuncia ante la CSJ 116. Seis meses después, el ministro fue asesinado por el MAS y el Gobierno reaccionó con la captura de los narcotraficantes de Medellín, Fabio Ochoa y Evaristo Porras. Estos incidentes, sumados a la pérdida del poder de los militares durante el Gobierno Betancur, arrojaron a la guerra a un Estado que no solo no contaba con la capacidad para enfrentar a los narcotraficantes, sino que veía impotente cómo las FF. AA. le daban la espalda a la institucionalidad y estrechaban sus lazos con estos grupos. Dichas relaciones fueron denunciadas en múltiples oportunidades por los defensores de los DD. HH., tal como ocurrió el 16 de julio de 1985, cuando en su columna semanal Alfredo Vásquez denunciaba:

En el aviso de la existencia de un grupo con armas en la mano, de frente o en clandestinidad, que tiene al parecer una consigna: “policía de Colombia en pie de lucha”. Si esto se realizara, el orden público del país se le habría salido de las manos al gobierno. Porque no hay norma que permita semejante enormidad, ni precedente que lo autorice. Sería un grupo insurgente dentro del cuerpo policial que, sin atenerse a las órdenes de los superiores, adoptaría decisiones de retaliación que comprometerían la vida de personas, porque “la paz se hace iniciando la guerra 117.

En medio de este panorama, el 6 de noviembre de 1985 un grupo de hombres y mujeres pertenecientes al M-19 desplegaron la operación Antonio Nariño. Aunque este evento será analizado más adelante, lo importante por ahora es señalar la forma en que la toma y retoma del Palacio de Justicia representaron la oportunidad para que los militares recuperaran temporalmente el control de las riendas del Estado 118. Luego de estos sucesos, la imagen de Betancur como hombre de paz cedió definitivamente a las pretensiones del militarismo, sin que ello afectara el actuar de los narcotraficantes que extendieron sus operaciones a una persecución implacable en contra de funcionarios públicos y especialmente de la rama judicial 119. La situación fue tan delicada que incluso, el 23 de abril de 1986, el ministro de Defensa Miguel Vega Uribe tuvo que salir a desmentir públicamente los rumores promovidos por la revista norteamericana Newsweek que advertían sobre la posibilidad de un golpe militar fraguado al seno de las FF. AA. en contra del presidente Betancur 120.

Ya con Virgilio Barco ocupando la silla presidencial, las acciones de terror de los extraditables parecieron tomar un nuevo aliento, combinando la detonación de bombas en lugares neurálgicos de las principales capitales del país, con la persecución a funcionarios y a miembros de la oposición política 121. Sin embargo, mientras el país se estremecía con la escalada de las acciones terroristas de los extraditables, habitantes de las diferentes veredas de Puerto Boyacá marchaban exigiendo la reinstalación de bases militares en la región. El grupo de manifestantes, liderado por Pablo Emilio Guarín, reconocido promotor del paramilitarismo en la región arengaba: “Antes luchábamos contra el Gobierno, pero ahora los soldados nos convencieron ¡vivan las gloriosas fuerzas militares del país!” 122. Las consignas de los manifestantes en Puerto Boyacá dejan al descubierto la forma en que, para inicios de 1987, la guerra contra el narcotráfico la había ganado, y de forma contundente, el narco-paramilitarismo. La aplicación de la GBI no solamente había permitido retomar el control del territorio a militares, paramilitares y narcotraficantes, sino que sus ideas de animadversión frente al comunismo, la izquierda y la oposición política habían calado de forma profunda en algunos de sus habitantes, fuera por temor o por convicción 123.

Entre tanto, las actividades de defensa de los DD. HH. persistían en alcanzar tres objetivos: 1) exigir el nombramiento de un civil para dirigir la cartera de Defensa; 2) desenmascarar lo que consideraban como la aplicación de dos políticas paralelas por parte del Gobierno Barco, una de reconciliación y rehabilitación y otra de guerra; y 3) la derogación de los manuales de contraguerrilla, fundamentados en documentos tácticos norteamericanos, por considerarlos como estimulantes de la creación de más de 120 grupos paramilitares 124. Asimismo, la agenda de la defensa de los DD. HH. estuvo dirigida a revelar los diferentes planes de exterminio en contra de la oposición política, y estuvieron cerca de logarlo cuando el 16 de septiembre de 1987 se anunció la apertura de investigaciones judiciales en contra de 12 integrantes de las FF. MM., acusados de asesinar a Pedro Nel Jiménez, miembro del CPDH y de la Unión Patriótica —UP— 125.

La prohibición temporal del paramilitarismo

Para el mes de octubre de 1987 había pocas dudas sobre la sospechosa relación entre grupos paramilitares, Estado y narcotráfico, así como de su responsabilidad en el exterminio de la izquierda política en el país. No obstante, los funcionarios mantenían sus esfuerzos por ocultarlo,

…El ministro de Defensa en su último debate en el Senado, nos cuenta a los colombianos que los únicos grupos de autodefensa son los paraguerrilleros. Sin necesidad de hilar muy delgado, sutilmente los militares están esclareciendo el misterio de los asesinatos de la UP. Según ellos, estos han sido perpetrados por grupos de extrema izquierda. Caso cerrado… Más tarde el ministro de Gobierno contradice a su colega y saca una lista de 120 grupos paramilitares que el DAS tiene detectados en el país. Primera conclusión: el Gobierno acepta que hay grupos paramilitares de extrema derecha. Pero al hacerlo queda en evidencia una realidad aún más macabra: saben en dónde están, como se llaman, pero ninguno de los 120 grupos mencionados ha podido ser capturado 126.

Las actividades del narco-paramilitarismo contaban cada vez con más fuerza y se manifestaban por lo menos en tres flancos, en la ya señalada lucha contra la extradición, en la guerra sucia dirigida contra la izquierda colombiana y en una sutil pero muy fructífera proyección de cuadros políticos propios y afines 127. Sería solo ante la denunciada acumulación de masacres en la región del Urabá, que el ministerio público, en cabeza de Horacio Serpa, propuso la creación de una central investigativa para la región en abril de 1988, cuyos primeros resultados fueron anunciados el 3 de mayo de 1988. El informe de la mencionada comisión se fundamentó en no menos de 50 testimonios que identificaron al Batallón Voltigeros como lugar de operaciones para la ejecución de las masacres. Descubrimientos como estos se convirtieron en el pan de cada día durante 1988, a tal punto que el 5 de septiembre la situación comenzó a dar un giro inesperado cuando los capos de la droga, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño, fueron sindicados como responsables por las masacres ejecutadas en Antioquia 128.

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