Nora Ortiz - Doce años y un día

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En 1942 Elena acaba de llegar a España, deportada desde la Francia ocupada por los nazis. Sus tíos, única familia que le queda, la han acogido en su casa de Ávila donde vive con el temor a ser de nuevo detenida. Apenas transcurridos unos meses, un comisario de policía acude a su domicilio con una orden de detención. Se la acusa de pertenencia a la masonería. A partir de ese momento se enfrenta a la dureza de la represión, a la angustia de buscar una salida que le permita eludir la cárcel y al dolor por todas las pérdidas que se han acumulado en su vida. La novela navega entre el presente de la protagonista, inmerso en la oscuridad, y la miseria de la postguerra, y sus años de juventud transcurridos en el Madrid de la República, un espléndido escenario para dar rienda suelta a sus expectativas de mujer moderna que no renuncia a nada.

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Sin embargo no dice nada, ni siquiera se dirige a ella. El pasado quedó atrás, está definitivamente sellado, ahora es un hombre nuevo, desapareció el Paquito de entonces y por eso le incomoda sobremanera que todavía haya gente que le llame así. Para él es como si aquel joven siempre amedrentado, gorra en mano inclinándose ante los poderosos de este mundo, nunca hubiera existido o si existió solo fue para trazar un camino inevitable que le ha llevado hasta aquí, a la puerta de esta casa para ver a la niña altiva de otros tiempos salir para la comisaría. Otras torres más altas se ha visto caer, algunas incluso las ha aplastado con su bota. Así es la vida, a cada uno le pone en el lugar que le corresponde. Son pensamientos que siempre acuden a su mente en el momento oportuno para zanjar viejos dilemas morales, pero tan pronto como llegan desaparecen.

—Ya estoy lista —dijo Elena abrochándose el abrigo a la par que clavaba su mirada en el comisario—. Vaya, Paquito, parece que la vida te trata bien.

El aludido no contestó. Procuraba evitar cualquier atisbo de familiaridad y dejar que prevaleciera en todo momento el ejecutor de la justicia, el fiel servidor del régimen, este personaje importante en que se ha convertido. Ya nunca más Paquito, ya nunca más el hijo de la Encarna, la que coge puntos a las medias.

II

El Heraldo de Madrid

Recostada sobre el respaldo de su asiento, Elena respira profundamente, estira las piernas y de paso se ajusta las medias, ahora que no la ve nadie, que el director ha salido y la ha dejado sola con todo este barullo de cartas. Hoy tenía el día inspirado y se ha puesto a dictar esas misivas suyas tan engoladas, llenas de muy señores míos, etc., etc., de un estilo un poco cursi y demasiado pretencioso, bien lo sabía ella sin ser precisamente una experta en el arte de la palabra. Pero es que su jefe solía dejarse llevar por todas las musas del monte Parnaso sin importarle el objeto de la misiva, de manera que andaban a la par en metáforas y sinécdoques las que enviaba a su querida, la señorita Mari Luz, como las dirigidas al representante de Aceites Carbonell.

Antes de ponerse de nuevo a la faena, ejercita los dedos como si fuera una pianista a punto de iniciar un concierto, y no es para menos el trabajo de mecanógrafa en estos tiempos en que todavía no se han inventado artilugios eléctricos ni electrónicos y escribir a máquina constituye una esforzada lucha entre el hombre, en este caso y casi siempre la mujer, y la máquina. Hay que pulsar, casi golpear, una teclas tan pesadas que convierten cada letra escrita en un acto hercúleo, especialmente la z a la que se dirige el meñique con una torsión exagerada intentando accionarla con el mayor empuje para lograr, sin embargo, un entintado invariablemente pobre y desleído. Elena observa el resultado de la carta y comprueba como esas letras esquinadas casi desaparecen en la copia. Todavía el original ha quedado bastante uniforme, pero el papel carbón tan desgastado ha dejado una réplica prácticamente ilegible, con signos que parecen huellas de moscas que hubieran posado sus arbitrarias patas entintadas sobre el fino papel. Sopesa el resultado y, aunque en un primer momento se le pasa por la cabeza repetir todo el proceso, enseguida desiste. Para evitar cualquier duda ulterior inmediatamente estampa el sello del registro de salida y da curso al documento. Al fin y al cabo ella es la archivera de esta oficina y ojalá la única persona en este mundo que alcance a contemplar semejante chapuza. Es lo bueno que tiene ser un factótum en el trabajo.

Aunque no están claras sus competencias ni existe el Estatuto de la Secretaria, todavía no se utiliza el término auxiliar administrativo, Elena sabe que este empleo es el de chica para todo. Después de escribir varias cartas al dictado y pasarlas a máquina se ha encargado de llevar el café a casi toda la plantilla, empezando por el director y siguiendo por los jefes de redacción, hasta los simples redactores tienen derecho a este servicio. Nadie se lo comunicó cuando comenzó a trabajar en El Heraldo como mecanógrafa, así rezaba su contrato, pero desde el primer día quedó claro que la delimitación de sus funciones caía en un limbo estatutario que nunca se ha permitido discutir.

Ya va para un año que ocupa esta plaza. Justo un día antes de la proclamación de la República comenzó a trabajar en el periódico. De la noche a la mañana se encontró inmersa en un mundo totalmente desconocido para ella. Nunca hubiera imaginado cuando asistía al curso de mecanografía que unas prácticas tan aburridas le abrirían las puertas de un universo tan fascinante. Elena se presentó a la prueba donde se valoraba su rapidez en la toma de notas al dictado y en el uso de la máquina de escribir sin demasiada convicción en sus posibilidades a pesar de que, entra bambalinas, su padre había intercambiado algunas palabras de recomendación que solo habían llegado hasta el conserje. Sin embargo, este corto trayecto debió ser suficiente para catapultarla hasta la mejor nota obtenida por las candidatas, posición en la que también tuvo que ver su buen hacer como mecanógrafa no demasiado veloz pero sí impecable en el acabado de los textos, sin apenas errores tipográficos y sin faltas de ortografía. Para algo habían servido sus estudios medios completados y los incipientes superiores de magisterio que abandonó en el primer año.

Fue entrar a trabajar y ya el primer día la redacción del periódico parecía una olla a presión a punto de estallar. Las máquinas de escribir, cual locomotoras lanzadas a la carrera, orquestaban un concierto continuo de sonidos rítmicos, monótonos, cuyas frases siempre terminaban con el clic metálico y agudo de la manivela que mueve el carro para saltar de línea. Los teléfonos tampoco paraban de sonar. Los intrépidos reporteros corrían por las calles de Madrid a la caza de la noticia que en esos días saltaba en cualquier esquina. Todo era expectación por conocer los resultados de las elecciones del 12 de abril. Elena, sin embargo, no consiguió saborear en su plenitud esos momentos históricos a causa de los nervios de primeriza, tan solo puso atención en familiarizarse con todos sus cometidos, memorizando cada instrucción que el director le iba dando según se le iba ocurriendo, sin ningún tipo de método, lo que enloquecía a la pobre secretaria.

Un día antes, el de las elecciones, se había mantenido en el periódico una calma expectante en la que se mezclaba el miedo y la esperanza. En este rotativo de espíritu republicano se viene clamando desde hace tiempo por el fin de la monarquía, de manera que ahora que parece estar a punto de llegar el momento tan ansiado les invade una sensación de euforia entre la que se cuela la incredulidad, incluso el escepticismo. Pero no, esta vez es de verdad. Así lo demuestran los resultados que, aunque por un estrecho margen, en las capitales, en la España urbana, auténtico termómetro de la voluntad popular, el triunfo es para los partidos republicanos. Y ahora nadie quiere esperar más, ya han esperado bastante, la gente está harta de los continuos fraudes electorales. Esta vez no lo van a permitir. Si el pueblo ha hablado, habrá que escucharle. Son las palabras que continuamente se oyen en la redacción del periódico, algunas incluso se convierten en titulares de primera plana. La soberanía popular, tan maltratada en esta España dominada por interminables camarillas de políticos corruptos, se ha manifestado primero en las urnas y después en la calle. La gente no se fía y, por eso, Madrid entero emerge en tromba. Así lo cuentan los reporteros que no salen de su asombro. Algunos incluso llegan a sentenciar: aquí se va armar la gorda, e inmediatamente se ponen a teclear invadidos por una exaltación que va in crescendo, los artículos que los rotativos imprimirán esa misma tarde para la edición de la noche.

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