Y cómo venía la pobrecita, santo Dios, había exclamado la tía Remedios cuando llamaron a la puerta a las cinco de la mañana y era ella, escoltada por dos guardias civiles. Los hombres se limitaron a saludar de forma marcial y nos hicieron firmar unos papeles. Hipólito, el hombre, se encargó de todo el papeleo. Solo después de que se hubieran ido la tía Remedios abrazó a su sobrina. Hacía tanto tiempo que no la veía y con todo lo que había pasado, sin tener noticias suyas, habían temido por su vida. Las lágrimas brotan en cascada de sus ojos anegados, sin embargo, los de Elena están secos, se limita a dejarse abrazar, besar, como si fuera una niña pequeña que detesta las muestras de cariño de los mayores pero a la que han educado para que los soporte estoicamente. Así aguanta los envites de su tía esbozando alguna sonrisa de vez en cuando para no resultar demasiado arisca, pero lo cierto es que no está para muchas zalamerías después de todo lo que ha pasado, no se lo imaginan sus tíos, que la reciben como si les hubiera llegado por paquete postal. En su momento, don Hipólito se limitó a aceptar su venida a España y alojarla en su casa pero no ha preguntado más. Las vicisitudes, las amarguras y el desasosiego por la incertidumbre sobre su futuro quedan solo para ella y no puede ser de otro modo, no está para muchos relatos: si al menos fueran felices…, pero todo lo contrario. Acaba de pasar los peores días de su vida en un viaje de destino incierto, desde París, cuando los alemanes la deportaron a España. Fue la decisión que tomaron después de un arresto que duró algunas semanas y del que bien pudo haber salido directamente para algún campo de concentración. Ella sabe que ese ha sido el destino de muchos republicanos españoles, pero finalmente llegó un joven alemán hablando un estrafalario francés y le comunicó que volvía a España. Regresa a su patria, fräulein Elena, ¿no está contenta? Prefirió no responder ante una pregunta formulada con ironía insidiosa. Desde que los alemanes ocuparon París, Elena sabía que tarde o temprano esto podía suceder y aquí estaba este rubio y hermoso emisario portando una carpeta repleta de documentos donde habría informes, se imaginaba la joven, relativos a su persona, sobre sus actividades, su recorrido por tierras francesas desde enero de 1939, cuando atravesó la frontera como otros muchos españoles por Le Perthus y fue conducida a la orden de Reculez! Reculez! que proferían unos fornidos senegaleses para evitar que el inmenso y desastrado rebaño saliera del recorrido que inevitablemente les llevó a los campos de concentración junto a las playas: Argelès… Aquello fue duro pero al menos no estaba sola, siempre junto a Consuelo, su amiga y compañera.
El viaje que iba a emprender ahora era diferente. En primer lugar lo haría sola, no se puede contar como compañía la presencia perpetua del soldado alemán al que han encomendado que la deposite en la frontera junto con la abultada carpeta que narra en términos policiales su biografía, que sin duda recoge hasta los detalles más nimios, no en vano tienen fama estos teutones por su perseverancia, dotes de organización y trabajo minucioso. A Elena le asombra que su insignificante persona haya sido objeto de tan arduas pesquisas y, si eso lo multiplica por cada desarrapado español republicano que anda por ahí intentando sobrevivir, se le antoja una tarea titánica que estos alemanes parecen realizar casi con alegría de deber bien cumplido, de virtuosismo, de perfeccionismo enfermizo. Esta civilización no puede durar, se dice Elena. Por mucho que auguren mil años para este Tercer Reich, ella les da tres o cuatro a lo sumo, y no se equivoca, pero esta facultad adivinatoria no le alivia del temor que siente cuando camina junto a ese soldado al que imagina pertrechado de todo tipo de armas bajo el abrigo de cuero que tan magníficamente le cubre. Si nuestros soldados hubieran tenido estos abrigos ni de coña habríamos perdido la guerra, le espeta al soldado al tiempo que esboza una tímida sonrisa. El buen alemán se la devuelve sin asomo de inquietud porque no se ha enterado de nada y el rostro de la mujer le tranquiliza, incluso llega a compadecerse de ella, de lo desamparada que está, de lo que le espera. No es un secreto que la represión se ceba también sobre los repatriados ya sean voluntarios o forzosos, que al otro lado de la frontera les espera la cárcel o incluso la muerte. A Elena le aguarda el terreno enfangado de un campo de concentración en Miranda de Ebro, la miseria de barracones que respiran por los cuatro costados en este invierno de mil novecientos cuarenta y dos que parece no terminar nunca.
Sin embargo Elena no quiere recordar nada de lo sucedido. Procura trabajar sobre la construcción de una voluntaria amnesia antes que permitir que la memoria aniquile lo poco que le queda de entereza, de lo contrario se derrumbaría y todo podría suceder. Desgraciadamente nadie conoce sus límites, por eso a menudo el ser humano los sobrepasa sin darse cuenta. Mira por la ventana y el cielo está tan oscuro a las doce del medio día que dan ganas de volverse a la cama. Teme que los recuerdos se acumulen hasta formar un muro contra el que golpear la cabeza para hacerlos desaparecer y así, si no tuviera cabeza no tendría recuerdos, la liberación absoluta, tal vez la única posible. Elena comienza a recrearse peligrosamente en esa idea, pero de repente le asusta la paz que le proporciona y mira hacia otro lado. El salón de esta casa, de muebles de madera recia con sus tapicerías gastadas pero familiares, le acoge en un seno cálido como si volviera a la infancia. En una esquina el canario metido en su jaula no parece sentirse desgraciado, al contrario, salta de un palo a otro, se columpia, de vez en cuando baja a comer, mete su pequeña cabeza en el comedero y de tanto como la agita esparce alpiste sobre la mitad del suelo de la estancia. Entonces piensa Elena que tal vez ella también pudiera acostumbrarse a su nuevo espacio, de dimensiones limitadas y, como ese pájaro, ser feliz sin mayores pretensiones. Le pasma comprobar cómo su rebeldía se contrae a pasos agigantados a medida que se acomoda a su insignificancia. Los mecanismos de defensa se ponen en funcionamiento, ante todo se impone el instinto de supervivencia. A todo se acostumbra uno, solía decir su tía. Y en ese proceso estaba.
La campana del ángelus de la iglesia del convento de las Adoratrices le ha sorprendido como cada día seleccionando las lentejas. Las estrecheces del racionamiento no dan para más. Para colmo, las legumbres llegan a los hogares en tan mal estado que antes de ponerlas en la cazuela hay que realizar una concienzuda selección, apartando las vanas o los pequeños guijarros que las acompañan. De vez en cuando levanta la vista de tan delicada tarea, de ella depende que sus tíos no malogren su ya maltrecha dentadura, y mira por la ventana. De nuevo ha visto lo que tanto le acongoja, otra vez una mujer envuelta en su manteo negro, desgastado, flanqueada por dos chiquillos mal abrigados, en alpargatas, encogidos y quietos como estatuas, las miradas perdidas. Deben de haber venido de algún pueblo y, como tantos otros, esperan horas y horas delante del cuartel de la guardia civil a que alguien les venga a dar alguna noticia o que de pronto se abra el portón y puedan ver al marido, al hijo o al padre que ayer mismo detuvieron en los montes de algún pueblo de la sierra. Ahí permanecerán todo el día y toda la noche hasta que ya de madrugada lo vean salir con las manos esposadas, dando tumbos, cubierto de heridas todavía sangrantes y con las culatas de sus fusiles unas sombras de largos capotes verdes y tricornios imposibles le apremien para que suba a un camión que le llevará a la cárcel de la espadaña, la que está adosada a la muralla junto al arco que llaman de la cárcel, no hay más misterio en la denominación.
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