Nora Ortiz - Doce años y un día

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En 1942 Elena acaba de llegar a España, deportada desde la Francia ocupada por los nazis. Sus tíos, única familia que le queda, la han acogido en su casa de Ávila donde vive con el temor a ser de nuevo detenida. Apenas transcurridos unos meses, un comisario de policía acude a su domicilio con una orden de detención. Se la acusa de pertenencia a la masonería. A partir de ese momento se enfrenta a la dureza de la represión, a la angustia de buscar una salida que le permita eludir la cárcel y al dolor por todas las pérdidas que se han acumulado en su vida. La novela navega entre el presente de la protagonista, inmerso en la oscuridad, y la miseria de la postguerra, y sus años de juventud transcurridos en el Madrid de la República, un espléndido escenario para dar rienda suelta a sus expectativas de mujer moderna que no renuncia a nada.

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Recientemente también se ha ocupado el bajo derecha. Se trata de una familia desterrada de Valencia. No es la primera, hay unas cuantas repartidas por la ciudad. Algunas no son oriundas de aquellas tierras, emigraron a finales del treinta y seis, cuando el asedio de Madrid hizo huir a todo el gobierno, y ahora han sido devueltas a tierras castellanas. Otras en cambio, como esta, los Plá, son auténticamente valencianos como lo demuestra su apellido y su profesión: heladeros de larga tradición, sin embargo, en estas frías tierras y en estos duros tiempos no está el mercado para esas frivolidades veraniegas. El marido ha acabado de acomodador en el cine Avenida y la mujer, de taquillera. La hija, una joven de veinte años, trabaja como asistenta en casa de un pintor. Elena la suele ver en el portal pelando la pava con el novio que no es otro que uno de los hermanos de Concha, la mujer del ferroviario, los que viven en el bajo izquierda. No se imagina cómo puede caber tanta gente en un apartamento tan pequeño. A saber: el matrimonio y sus cuatro hijos, más dos hermanos jóvenes de ella, ferroviarios también. Constituyen una auténtica saga empleada en el ferrocarril pues, tiene entendido, que el padre de Concha también lo es. No es extraño que con tanta gente, los pasos en el portal se escuchen a diario, pero el corazón de Elena se aquieta cuando los oye detenerse en el bajo, se siente a salvo.

La tía Remedios acaba de llegar. Se sienta en un banco junto a la mesa de la cocina, jadeando, no tiene ya edad para andar trotando por ahí, pero a ver qué va a hacer. Se atusa el arriba España porque el viento ha descolocado algunos mechones escapados de la torre albarrana que constituye el peinado de moda. Pasados unos minutos de descanso, extrae del cesto todas las mercancías que ha conseguido y las deposita sobre la mesa. Tras una explicación prolija de la procedencia de cada una de ellas y de cómo su sagacidad ha estado muy presente en todas las transacciones, con un gesto de la mano indica a la sobrina que las guarde, cada cosa en su sitio, e inmediatamente Elena se dirige de la fresquera a la alacena disponiendo alimentos según su fecha de caducidad que en estos tiempos no se sabe, pero se intuye, no hay más que oler la carne que ya viene algo pasada, pero con un buen adobo y en la artesa de la habitación del fondo donde jamás ha entrado un rayo de sol y sí el frío seco, seña de identidad de esta tierra, la vida de los alimentos se alarga en un atisbo de eternidad rudimentaria, pero mucho más eficaz que la que prometen las neveras que ya empiezan a verse en algunas casas de muchos posibles.

Poco después llega don Hipólito contando las últimas noticias que ha leído pacientemente en el casino. Acerca sus manos al fuego de la cocina y levanta la tapa del puchero maquinalmente, de sobra sabe lo que hay, no es curiosidad por conocer el contenido, más bien lo hace como un acto reflejo. Se desprende del gabán, de la bufanda y el sombrero. La tía Remedios ya le tiene preparadas las zapatillas y el batín en la salita donde se sentará a esperar que esté lista la comida. Elena se afana en la cocina, abre cajones, remueve cubiertos, coloca platos sobre la mesa. Esta vez los ruidos no le han permitido espiar los pasos que ascienden por la escalera, que, para variar, no se han detenido en el bajo, sino que han seguido subiendo, amplificando el sonido de la madera al crujir, cada vez más cerca, hasta que se hace el silencio justo en el lado izquierdo del rellano, delante de la puerta de los señores Sánchez Luján. De repente suena el timbre. La tía Remedios se apresura a abrir la puerta, ya va, ya va, sin duda pensando que se trata de alguna vecina pedigüeña en busca de sal o cualquier otro descuido de última hora, de ahí su tono de voz en el que se agazapa un cierto enojo mal disimulado. Tan convencida está de la certeza de sus expectativas que se dirige a la puerta envuelta en su bata de guatiné tan deslucida y desgastada que no se le adivina el color ni la textura, para recibir a la vecina de enfrente no hace falta demasiada etiqueta. Sin embargo, su sorpresa es mayúscula cuando delante de ella se encuentra a un señor bien trajeado, cubierto por un buen abrigo de paño y tocado por un sombrero de fieltro de la mejor calidad. Cualquiera diría que estamos en tiempos de penuria. El que aquí se presenta no parece estar pasando apuros y es precisamente este andar por la vida tan bien arreglado lo que despista a la señora Remedios, que se queda mirando al recién llegado con la certeza de estar ante un rostro familiar pero sin terminar de reconocerlo.

—Buenos días, doña Remedios. ¿No me reconoce?

—Perdone usted, pero así de pronto… Y el caso es que su cara me suena —responde la interpelada comenzando a incubar una cierta preocupación que la sorpresa del primer momento había postergado.

Sin embargo, el hombre duda unos segundos en presentarse, se resiste a no ser reconocido por esta mujer que le ha visto crecer. Cosas de la edad, se dice, la vieja ya chochea. Pero no, en absoluto, en la mente de Remedios se hace la luz y su rostro se ilumina con el descubrimiento.

—Pues claro que me acuerdo. Pero si eres Paquito, el de la señora Encarna, la que cogía los puntos a las medias. Vamos, no te quedes ahí, pasa.

Pero la visita, que ya se verá que no es tal, no se anima a pasar. Es más, ante las palabras de la tía se queda un poco confundido como si no se reconociera en la sucinta biografía que de su persona acaba de oír. Lejos quedó lo de Paquito para alguien que ahora se hace llamar Don Francisco Romero Ventura, también borrada la profesión de su madre que jamás cogió puntos a las medias ni trabajó en nada que no fuera cuidar de su familia como buena y abnegada ama de casa.

—No paso, señora, porque mi presencia en esta casa no responde a ninguna visita de cortesía.

—Bueno, pues usted dirá lo que desea —repuso la tía con un hilo de voz, como si le ahogaran las palabras.

Mientras tanto, don Hipólito se llegó también hasta el vestíbulo, aguijoneado por la curiosidad de saber qué estaba pasando pues no parecía que se tratara de ninguna vecina y la hora, todo había que reconocerlo, no era propia para hacer visitas, máxime cuando familiares y allegados sabían que en esta casa los horarios son materia sagrada y pecado mortal andar molestando a las horas de las comidas. Le sorprendió ver a su mujer departiendo con un desconocido, pero cuando se acercó un poco más y enfocó la vista identificó al recién llegado.

—¡Paquito! Cuanto tiempo sin verte, hijo. Estás hecho todo un hombretón. Pasa, pasa.

—Me temo, Hipólito, que el señor no viene de cumplido —explicó la señora Remedios.

—No, don Hipólito, y lo siento muchísimo, pero son asuntos graves los que me traen hoy aquí —terció Don Francisco muy serio, evitando mirarles a los ojos —. Se trata de su sobrina. Traigo una orden de arresto contra ella.

El silencio cayó como una losa sobre el umbral de la puerta donde todavía se encontraba el trío como si estuvieran en tierra de nadie, ni dentro ni fuera, suspendidos en el tiempo a la espera de que alguien deshiciera el encantamiento.

—¿Qué sucede? — preguntó Elena desde el pasillo.

La voz de la joven desgarró el silencio, sin embargo, no obtuvo respuesta. Las miradas, que por un instante se habían vuelto hacia ella, buscaron rápidamente una huida hacia el suelo. No hizo falta ninguna explicación. A Elena le bastó ver la hoja mecanografiada que todavía sostenía el comisario en la mano para saber que tendría que buscar su abrigo y acompañarle sin más demora. Así solían ser las cosas. Aquí te pillo, aquí te mato.

Don Francisco pensó que le resultaría más fácil. Al fin y al cabo había pasado tanto tiempo… Pero cuando la vio al fondo del pasillo y comprobó lo poco que había cambiado fue como lanzarse en una caída vertiginosa por el túnel del tiempo para verla quince años atrás cuando era la chica madrileña que iluminaba los veranos de la ciudad de provincias, con sus aires capitalinos, enigmática, inaccesible…

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