Casi todos los días Elena asiste desde su atalaya a un espectáculo parecido, las variaciones solo las ponen las palabras que gritan las mujeres cuando ven salir a sus hombres. Por mucho que se lo esperen sus gargantas no pueden escapar a la visión del reo empujado, zarandeado, sucio, ensangrentado, casi irreconocible, eccehomo siempre reinventado por los siglos de los siglos para quien siempre hay una magdalena que le enjuga la cara con un paño o al menos lo intentan porque, en este caso, los guardias no dejan que se le acerquen, ni siquiera existe el consuelo de una despedida con abrazo, solo unos gritos desesperados en la distancia que marca un parapeto de armas en ristre.
Un escalofrío recorre el cuerpo de Elena cuando mira las tapias del cuartel, incluso aunque no haya mujeres esperando. La sola visión de esos muros coronados de cristales rotos le produce pavor. De vez en cuando se abre el portón por donde salen los caballos y entonces se puede ver el patio y los pabellones adosados a los paredones de las calles adyacentes. Algunos días, los niños del vecindario que juegan siempre en la calle haga frío o calor aprovechan la entrada o salida de las caballerías para recorrer todas las instalaciones del cuartel, hasta se meten en la estancia donde pernoctan los guardias solteros y saltan de cama en cama o juegan a pillarse entre los largos pasillos, tú la quedas, y los demás, en desbandada por las cuatro esquinas, desaparecen en busca de un refugio seguro. Elena sabe todo esto porque se lo ha contado una de las hijas de la familia que vive en el piso de abajo, la segunda de los hermanos, una muchacha de ocho años muy lista y muy parlanchina, provista de una vitalidad que desborda. Con su corta edad recorre las calles con una cesta y la cartilla de racionamiento en busca de todo lo necesario. A veces enfila la calle del Duque de Alba hacia el mercado Grande para luego atravesar la calle San Segundo, cruzar el arco del Peso de la Harina y esperar la inmensa cola que ya da la vuelta por la catedral para conseguir los escasos decilitros de aceite que una señora con muy malas pulgas ha vertido en su garrafa después de sellar el cupón. Otros días su madre la manda a la cola de la leche, en otra ocasión a la de las telas, que también esta mercancía es objeto de racionamiento, y muy de tarde en tarde llega un cargamento de géneros muy básicos, percales y poco más, con los que el común de los mortales se las apaña con más o menos estilo, dependiendo de la habilidad de modistas advenedizas que siguen las normas del corte y confección según su modesto entender.
Desde que Elena ha llegado a Ávila en contadas ocasiones ha salido de casa, pero casi siempre se ha topado en el portal o en la calle con la niña de los vecinos que desde el primer día le habla como si la conociera de toda la vida. Por ella se va enterando de todo lo que sucede en el barrio. Le cuenta de sus juegos en el cuartel cuando los guardias están a lo suyo y los niños aprovechan para meterse como comadrejas por todos los agujeros, del solar contiguo, se ha fijado, señora, esas tapias por donde asoman los manzanos, ahí viven unos marqueses que tienen una hija impedida, dicen que fue cosa de la polio, una enfermedad que te deja paralítico para toda la vida, se imagina, señora. Elena asiente y se conmueve con los temores de la pequeña, tanto que procura conjurar el peligro de que tal cosa le sucediese a esta niña que le alegra el alma, a la que contempla casi con arrobamiento de madre cuando llega de la escuela embutida en un abrigo gris, de corte masculino, heredado de su hermano mayor, a él le queda ya pequeño pero sigue en funcionamiento, abrigando cada vez menos, dejando asomar por sus mangas dos bracitos delgados pero enérgicos, capaz de lanzar piedras a larga distancia, con sus coletas tiesas como dos alambres moviendo rítmicamente la pequeña cartera que seguramente alberga un único libro donde se encierra todo el conocimiento permitido a esa mente infantil que ha tenido la desdicha de vivir en estos tiempos de barbarie institucionalizada. Oscuro se presenta el porvenir para esta generación a la que pronto se le hurta el beneficio del saber.
Una vez concluida la minuciosa tarea de seleccionar las lentejas, Elena separa las indultadas y las pone en un puchero. El resto, que ni siquiera se le puede dar la categoría de lentejas, serán arrojadas al cubo de la basura. Pronto llegará su tía con la ración de azúcar que hoy se repartía y puede que alguna tableta de chocolate que ha adquirido a precio de producto de lujo en el mercado negro. Estos trapicheos consiguen levantar el ánimo de la señora Remedios que se siente afortunada cuando llega a casa y desenvuelve con mucho misterio la mercancía como si fuese un prestidigitador sacando conejos de la chistera. Puede que algún día lo del conejo sea algo más que pura metáfora y consiga uno para hacer un buen estofado, pero de momento hoy se conforman con las lentejas de vigilia. Últimamente en esta ciudad parece que la semana santa dura todo el año. Está claro que Dios, nuestro señor, quiere que hagamos penitencia por nuestros muchos pecados, suele decir la tía Remedios entre suspiros, y de esta forma tan categórica zanja cualquier protesta mundana sobre esta dieta alimentaria que tanto fastidia al señor Hipólito.
Elena atiza el fuego para que el puchero comience a hervir y de paso acerca las manos a la lumbre y consigue así, a través de las extremidades, que su cuerpo entero entre en calor. No es hora de poner el brasero todavía y, por lo tanto, la casa está fría, el viento otoñal se cuela por los marcos de las ventanas que no ajustan bien. La vivienda ya es vieja y nunca ha sido objeto de reparación alguna. De manera sigilosa se va deteriorando un poco cada día sin que nadie lo remedie, de manera que sus achaques se han vuelto más frecuentes y sus huesos crujen como los de cualquiera que tuviera más de cien años a sus espaldas. La joven escucha los ruidos que emergen de todos los rincones de la casa con atención desmedida, pero especialmente los que se producen más allá de la puerta de entrada, los que tienen lugar en la desgastada escalera cuyos peldaños de madera delatan los movimientos de todo el vecindario. A estas alturas es capaz de identificar los pasos de cada vecino, incluso los del bajo que apenas tienen que caminar unos metros por el portal y enseguida entran en su casa, pero la atención con la que escucha y, sobre todo, la preocupación que sigue suscitando cualquier sonido desacostumbrado, especialmente cuando oye pisadas por las estrepitosas escaleras y nota que no se detienen en la planta baja, le han convertido en una experta. Los de su tío y su tía ya los conoce y los espera, también el taconear cansino de la viuda de enfrente, apoyada sobre el pasamanos todo el tiempo, limpiándolo literalmente, incluso puede oír los jadeos de su respiración cansada, cómo introduce la llave lentamente y empuja la puerta que invariablemente emite un quejido sordo, de goznes mal engrasados, a modo de saludo. Los pasos rápidos de la señora del bajo izquierda también los conoce bien, no en vano se pasa todo el día entrando y saliendo, también los de sus hijos, especialmente los de Mercedes, su pequeña y graciosa confidente de coletas tiesas, que siempre canturrea alguna copla de moda mientras avanza por el portal con su caminar saltarín de bailarina de ballet, esta niña que en su vida habrá visto semejante espectáculo pero sabe desplazarse como si fuera discípula de la gran Paulova. Pobre niña Mercedes, por ser tan alegre y dispuesta le cae todo encima, especialmente el cuidado de sus hermanos menores: Lucía y el pequeño Miguel, de apenas tres años, que es un verdadero lastre para la niña, obligada a llevarlo a todas partes como si de una bola de preso se tratara. No hay manera de quitárselo de encima y además les ha salido chivato. Pocas frases coherentes sabe decir pero la que repite a todas horas es: vas a madre. Así que la niña acaba por levantarlo en vilo y llevarlo a donde sea, incluso a esas peligrosas incursiones dentro del cuartel, cuando saltan sobre los colchones de las camas de los solteros y se escabullen como lagartijas ante la presencia de algún guardia civil.
Читать дальше