Rosa Arciniega - Mosko-Strom

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A pesar de ser casi desconocida en Perú, su país natal, Rosa Arciniega es parte relevante de la vanguardia literaria iberoamericana del siglo XX. Revolucionaria, aventurera y divergente, cultivo un prolífico corpus narrativo donde destaca «Mosko-Strom» (1933), una novela distópica de la modernidad. En ella asistimos a la historia de un desencantamiento: el de Max Walker, el protagonista —un apóstol de la religión del progreso, arquetipo del hombre moderno—, quien enfrentando con el curso trágico de la vida, descubre los ominosos dobleces de la fantasía civilizadora occidental.
Comparada con «Un mundo feliz» por su agudo retrato de la modernolatría, «Mosko-Strom» interpela a los lectores del siglo XXI sobre los peligros del «progreso» en un mundo condicionado por la tecnología. Y, como el clásico de Huxley mantiene su vigencia en estos días.

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El presente, además, era una poderosa coraza contra todos los pesimismos. Si no hijo de potentados, vivía al menos como hijo de potentados, muellemente y rodeado de todos los caprichos que su imaginación infantil podía apetecer. «Indudablemente —pensaba para sí el pequeño Walker—, en este lado de acá del gran río se vive mejor que allá».

Un día, a la salida del colegio, su nuevo padre —también de pelo blanco, aunque sin las barbas apostólicas del otro— le llamó a su despacho.

—Vas a ingresar en una universidad. Eres listo... tienes condiciones... Es necesario que te hagas un hombre por ti mismo. ¿Qué quieres ser?

Y, rápidamente, sin titubear, el pequeño Max contestó:

—Ingeniero. Y después director de una gran fábrica, grande como la suya, con muchos obreros y muchas máquinas.

—Está bien, Max.

Y pocos días después, el automóvil de su nuevo padre lo dejaba ante la amplia puerta de un inmenso edificio circundado de jardines, praderas y campos de deportes, en cuya fachada fulgían en oro estas dos palabras: Universidad Central.

Semidormido, volvía a experimentar ahora Max Walker aquella mezcla de terror, emoción y respeto que la imponente fachada, con sus letras refulgentes y su severa arquitectura, le había producido; recordaba las miradas furtivas dirigidas a los bedeles, engalonados y rígidos como altos funcionarios; la alegría ruidosa y explosiva con que le acogían sus nuevos condiscípulos preguntándole, antes que nada, por sus aficiones y habilidades en el fútbol, en el baseball, en las regatas a remo, para inscribirse seguidamente en su equipo.

Pero más que en todas estas agridulces anécdotas estudiantiles, Walker detenía ahora el celuloide de sus recuerdos en aquella primera noche del cuarto de universidad, cuando, a solas ya consigo mismo, había recapitulado, lenta y despaciosamente, su breve pasado y dirigido, precozmente impuesto de la vida, su mirada hacia el porvenir.

Sabía lo que «aquello» significaba. Por encima de todos los disfraces, «aquello» —el prohijamiento, el pago de la carrera— era... una limosna, una siembra cuya recolección no podía defraudar al sembrador. Se sentía rico, tan rico como su protector, como cualquiera de aquellos muchachos que hoy habían empezado a ser sus nuevos compañeros de aula y de juegos; pero, al propio tiempo, como una fría losa de sueños, Walker sentía también sobre sí el infinito peso de su auténtica pobreza, el otro enorme peso de la responsabilidad contraída. Riesling, Eddie, Howard Littlefield, Jackie Okfurt, todos aquellos muchachos, sanos y optimistas, joviales y ruidosos, que se le habían presentado hoy a sí mismos como «inmejorables amigos», podían desperdiciar un curso, contentarse, al menos, con obtener las últimas notas en la clasificación general. Fuera de una filípica paterna, nada tenían que temer. Él, no. El universitario Max Walker no podía conformarse con esas ínfimas catalogaciones de fin de curso puramente formularias, ni mucho menos fracasar en un curso completo. Había que demostrar, por el contrario, que la protección, el prohijamiento, estaban justificados. Pero, sobre todo, había que luchar por algo superior a todo eso: por saltar, por dar un brinco definitivo fuera del círculo de la miseria —ese círculo oscuro que no suelta tan fácilmente al que nace dentro de él—, por huir de una frase, de una sencilla frase, que podría valer más que todas las filípicas paternas, esta: «Joven, usted no quiere estudiar. Puede empezar desde mañana a ganarse la vida».

No, no; él, Max Walker, no oiría jamás esa frase. Haría, al menos, todo lo posible por no oírla. Pero aquella noche, el novato universitario tuvo una atroz pesadilla. Estaba en un inmenso campo, mitad pradera, mitad selva, llena de aire, de sol, de pájaros y de risas de juventud. Jugaba allí con Jackie —un Jackie absurdamente pequeño—, con Littlefield, con Eddie, con todo un tropel de muchachos sonrientes y gritones. Y, de pronto, por entre una doble fila de álamos y rosales en flor, aparecía la sombra enlutada de una mujer pálida, cérea, ojerosa, envuelta en un oscuro mantón, cubierta la cabeza con un pañuelo negro y tiritando de frío, a pesar de la tibieza del día primaveral.

—¡Eh, vieja astrosa! —gritó Littlefield—, ¿qué tienes tú que hacer aquí? ¿Quién te ha mandado venir a interrumpir nuestro juego?

Y como si estas palabras hubieran sido la señal para iniciar un ataque, los muchachos explotaban en un coro de denuestos y burlas. Fue una lluvia de insultos, pedradas y pelotazos.

—Sal de aquí, vieja hedionda.

—¡Bruja! ¡Arpía!

—Vete a lavarte.

Solo Max Walker permanecía callado, suspenso de terror, con la pelota de fútbol bajo el brazo, tal como le había sorprendido la aparición de aquella sombra enlutada, a la que vagamente creía reconocer. Hasta que sus compañeros repararon en su perplejidad:

—¡Eh, Walker! ¿Qué haces ahí, pasmado? ¡Insúltala, hombre, insúltala! ¿O es que le tienes miedo?

Y Max Walker, acallando el sentimiento de piedad, de conmiseración y de terror que desde el fondo de su alma brotaba hacia aquella mujer pálida, por miedo a las burlas de sus compañeros, por mostrarles su hombría, se adelantaba hasta la primera fila, sacando la lengua burlescamente a la pobre vieja.

Entonces sucedió algo inaudito. La sombra enlutada le asía fuertemente del brazo con una mano ganchuda y metálica sacada de entre sus pesados mantones, y tirando de él, sin piedad para sus súplicas, lo arrastraba fuera del campo verde, florido y lleno de sol, de risas y de pájaros, donde quedaban jugando sus condiscípulos; le llevaba luego a través de los claros corredores de la universidad hasta su cuarto y, finalmente, ante la irónica sonrisa de los conserjes engalanados, le dejaba frente al portón, que se cerraba tras él.

—Mira —dijo la sombra ojerosa, apuntando hacia la fachada.

Y él, aturdido, loco de espanto y de rabia, miraba en aquella dirección. Las letras de oro fulgurantes que anunciaban la universidad eran movibles y, combinándose ellas mismas, formaban este Mane, Thecel, Phares aterrador:

Pierde toda esperanza de volver a entrar

Estas terribles letras luminosas estuvieron siempre fijas, más que en el corazón, en la frente del estudiante Max Walker. No, no; él no podía hacer burla a la Vida como sus compañeros de universidad. La vieja arpía no toleraba burlas de los que habían nacido dentro del círculo dantesco de la miseria.

4

Pero, tanto como esta fatídica espada de Damocles suspendida sobre su cabeza, le ayudó a coronar el triunfo su propio carácter estudioso. Dejadas atrás las inquietudes del primer curso —tapiadas con magníficos sobresalientes— fue ya su misma afición, una especie de orgullo ambicioso, la que le llevaba a encerrarse horas y horas con sus cálculos y teoremas, con sus planos y compases, alejándose poco a poco de los juegos y distracciones de sus compañeros.

Una Religión —él, que no tenía ninguna—, un Amor —él, que no había conocido ninguno—, vinieron a llenar su íntimo vacío espiritual: la Religión de la Ciencia; el Amor del Progreso humano. Ciencia y Progreso que, para el estudiante de ingeniero Max Walker, cobraban formas tangibles en las exactitudes de la Técnica, en los adelantos e inventos que, esclavizando a voluntad las fuerzas ignotas y elementales del Cosmos, convertían al hombre moderno en un auténtico semidiós.

Discutía con sus condiscípulos sobre esto un día y otro, machaconamente, sin que nadie lograra convencerlo de la inferioridad de su carrera escogida.

Podía ser muy útil —en la Universidad Central nadie hablaba de belleza— la elocuencia, la literatura, la filosofía, la medicina misma; pero ninguna de una utilidad, de un practicismo como la ingeniería. Ningún placer —según Walker— como el experimentado por el hombre cuando, operando con fuerzas, con ritmos, con velocidades inaccesibles a la vista, al oído, a la misma imaginación, llegaba, al fin, por medio de inauditos cálculos, a domarlos, a armonizarlos, a conseguir de ellos, en su propio provecho, el máximo de rendimiento con el mínimo

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