Rosa Arciniega - Mosko-Strom

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A pesar de ser casi desconocida en Perú, su país natal, Rosa Arciniega es parte relevante de la vanguardia literaria iberoamericana del siglo XX. Revolucionaria, aventurera y divergente, cultivo un prolífico corpus narrativo donde destaca «Mosko-Strom» (1933), una novela distópica de la modernidad. En ella asistimos a la historia de un desencantamiento: el de Max Walker, el protagonista —un apóstol de la religión del progreso, arquetipo del hombre moderno—, quien enfrentando con el curso trágico de la vida, descubre los ominosos dobleces de la fantasía civilizadora occidental.
Comparada con «Un mundo feliz» por su agudo retrato de la modernolatría, «Mosko-Strom» interpela a los lectores del siglo XXI sobre los peligros del «progreso» en un mundo condicionado por la tecnología. Y, como el clásico de Huxley mantiene su vigencia en estos días.

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Sintió de pronto una rabia incontenible, una mezcla de odio y de desdén por esta arisca cortesana que, desde el papel, parecía querer humillarlo con sus negativas rotundas, y alargó la mano hasta el plano para rasgarlo en mil pedazos. «¡La gran ramera! No se reiría de él».

Pero se contuvo. No, no era este el camino indicado. Romper con ella después de las incesantes acometidas de la noche anterior era tanto como dar por perdidos todos sus esfuerzos, como confesarse vencido y fracasado en su estrategia de hábil conquistador, demostrar una carencia de voluntad impropia de su carácter. Volvería a buscarla otra noche, solo, en silencio, en esa hora propicia a las intimidades, al suave murmullo de las caricias; le iría poco a poco acorralando, estrechando cada vez más en torno suyo el acerado cerco de su insistencia; acabaría por dominarla, por vencerla, por hacerla suya... Y una mañana como esta, él, el ingeniero Max Walker, pálido y ojeroso, pero con el signo de la suprema felicidad en las pupilas, alta la frente y temblando todavía de emoción, se presentaría ante su estado mayor, ante la alta dirección financiera de la gran industria a comunicarle su secreto, el último secreto de la posesión definitiva.

4

Recogió y guardó en un cajón sus lápices y compases, los blocks y carpetas llenas de anotaciones y cálculos, y se dispuso a salir para tomar un baño. Le pesaba todavía un residuo de somnolencia en los párpados y experimentaba una cierta comezón general en todo el cuerpo.

Pero, al pasar por delante del teléfono del exterior, colocado a su derecha, recordó que no había llamado a su casa para explicar a su mujer la causa de no haber ido en toda la noche. Seguramente Isabel estaría intranquila; acaso, acaso asustada... Aunque, no; Walker creía recordar vagamente que, durante el almuerzo, ella le había hablado de una invitación para la noche en casa de una de sus innumerables amistades, con supercena y réveillon que, probablemente, se habría prolongado hasta el amanecer. Rendida del baile, Isabel se habría quedado profundamente dormida, sin reparar en su ausencia... De todos modos, se decidió a llamar:

—Allô, allô.

Era la doncella, una muchacha extranjera que, tras muchas tentativas —y a fuerza de dinero—, Walker había podido lograr para hacer las veces de criada, ama de llaves y cocinera, todo en una pieza, de una casa en la que solo de tarde en tarde se hacían un par de tazas de té al gas y en la que sus dueños permanecían escasamente el tiempo indispensable para dormir.

—Allô, allô —volvió a repetir la vocecita chillona y estridente.

—Soy yo. ¿La señorita?

—¡Ah, está durmiendo!

Dijo esta frase con tal desconsuelo cómico, puso en este «¡Ah!» una tal carga de admiración, que Walker, olvidado momentáneamente de su desazón corporal, no pudo menos que sonreír.

—¿Está durmiendo? —volvió a preguntar.

—Sí, y me dijo que no se la despertara.

—Ah, bien; déjela dormir entonces.

—Es que —prosiguió la voz estridente— llegó muy cansada, ¿sabe usted? Vino muy tarde y...

—Bien, bien.

Todavía continuaba la extranjera al otro lado del hilo telefónico sus complicadas explicaciones, armándose un triple lío gramatical, idiomático, sentimental; pero Max Walker colgó el receptor sin escucharla y salió al pasillo en dirección al baño.

A un lado y otro de este largo corredor se abrían, simétricamente iguales, los rectángulos de innumerables compartimentos que servían de oficinas, cada uno con un número encima de la puerta y separados entre sí por gruesos cristales esmerilados. El sol, un sol oblicuo de otoño, se filtraba por los amplios ventanales de esta ala del edificio que daba a oriente, y las oficinas, sumergidas en este matinal baño de luz, pulcras y atildadas, daban ahora la sensación de una inmensa barbería de numerosos espejos que multiplicasen la refracción solar.

También hasta aquí subía la violenta trepidación, el rugido metálico de los talleres y fundiciones, semejando una tormenta cercana, cuya semejanza acababan de darla las furiosas granizadas de los tecleteos en las máquinas de escribir. Esto recordó a Max Walker las tardes del hall en la Universidad Central, cuando ante el paternal profesor Stanley discutía con Jackie Okfurt. ¡Simpático Okfurt! ¿No le gustaría ahora detenerse a escuchar este fragor de naturaleza viva, racionalizada y dirigida a capricho desde su sillón de ingeniero director?

Iba contestando con breves movimientos de cabeza a los saludos de conserjes y ordenanzas que, a su paso, se cuadraban rígidamente con una mueca de sorpresa y de temor. Buscaba con los ojos, sin encontrarla, la brizna de alguna deficiencia, algún enmohecimiento, alguna falta de engrase que pudiera entorpecer el maravilloso funcionamiento de este complicado engranaje burocrático que debía marchar a tono y ritmo con la otra formidable rueda dentada de abajo. No; cada pieza estaba en su puesto, cumpliendo exactamente su misión. Los cronómetros reguladores del trabajo de cada empleado, insobornables supervisores, marchaban también con absoluta precisión. El tiempo era medido, sopesado allí, como el polvillo de oro, como las limaduras de un diamante por un joyero judío.

Cerró Max Walker tras sí la puerta del baño y soltó el chorro del agua fría. Sentía, a medida que se iba despojando de sus ropas, una sensación de desahogo y libertad casi rayana en el placer. El cuello, alto y almidonado, que parecía habérsele incrustado en la epidermis; los zapatos rígidos y charolados que mantenían sus pies en una opresión de molde metálico; la americana, los tirantes... Todavía le quedaba un poco de entumecimiento en piernas y brazos y, mientras llenaba la bañera, se dedicó a hacer algunos ejercicios gimnásticos. Después se sumergió en el agua.

Fue la suya una sensación agridulce de placer y dolor que le hizo buscar inmediatamente la esponja para reaccionar por medio de rápidas frotaciones. El agua, frigidísima, resbalaba en continuos chorros por pecho y espalda, por piernas y brazos, cortándole por momentos la respiración, haciéndole contraer el rostro en exageradas muecas, cubriendo toda su piel de un suave velo granulado. Pero pasada esta sensación primera, Max Walker empezó a sentir los efectos bienhechores del agua; notaba cómo poco a poco, con las últimas adherencias de la piel, se iba eliminando el cansancio de cada coyuntura, de cada miembro: cómo iban adquiriendo agilidad y tensión los distintos músculos, cómo se despejaba y se aligeraba su cerebro, cómo huían, igual que pajarracos nocturnos, los últimos residuos del sueño de sus ojos.

Chapoteaba dentro de la tina, jugueteando como un niño con el agua helada, holgado y ágil, fuera del molde opresor del traje. Habría deseado estar allí sumergido eternamente... Pero afuera, la enorme máquina seguía girando sin descanso. A través de los intersticios de la puerta, llegaban hasta él, entremezclados y confusos, los tableteos de las máquinas de escribir, las explosiones de los motores, el fragor de golpes, chirridos y martillazos.

El tiempo corría inexorablemente. Y los cronómetros, guardianes insobornables, marcaban con exactitud el ritmo del minuto.

Saltó de la tina y, sin vestirse, envuelto en un felpudo albornoz, comenzó a afeitarse. Después, otra vez a la cárcel del traje. Pero ya no existía la opresión de momentos antes. Al salir del cuarto de baño, el ingeniero Max Walker, fresco y ágil, se sentía dispuesto a emprender otras doce horas de trabajo intensivo.

Volvió a su despacho y empezó a dictar a su secretaria.

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