José Luis Corzo Toral - Con la escuela hemos topado

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Un doble enigma, tanto universal como cristiano, provoca estas pa´ginas: ¿en serio valoran la sociedad y los poli´ticos nuestro desarrollo personal durante la infancia, la adolescencia y la primera juventud, sobre todo en la escuela obligatoria? ¿Y por que´ no se llega de una vez al tan cacareado Pacto Educativo serio y duradero? ¿Y a la Iglesia tambie´n le preocupan absolutamente todos o solo los suyos y en sus colegios? ¿Por que´ la reciente asamblea vaticana sobre los jo´venes apenas hablo´ de educacio´n?Hoy la escuela, ma´s que un «lugar privilegiado para la promocio´n de la persona , necesita una urgente autocri´tica», ha dicho el papa Francisco, en referencia a todas las escuelas, no solo a las «cato´licas».

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f) Nuestra Constitución es más liberal que compensatoria en educación

No parte de la necesidad de compensar las desigualdades de nadie, sino del derecho de todos a la educación. Más liberal que socialista, garantiza la libertad de enseñanza (CE 27,1) y explica que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana» (CE 27,2) 19. Aunque no detalla en qué consiste ese desarrollo, las últimas –y demasiadas– leyes orgánicas de educación 20parecen concretarla en el logro de ciertas capacidades y competencias... (tal vez útiles para competir). Por ejemplo, la «ley Wert» (LOMCE, 9 de diciembre de 2013) se abre con un personalismo delicioso:

El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos y alumnas tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país.

[Pero luego concreta más:] La educación es el motor que promueve el bienestar de un país. El nivel educativo de los ciudadanos determina su capacidad de competir con éxito en el ámbito del panorama internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por un futuro mejor (Preámbulo).

Así que una diversidad invisible en el punto de partida se destapa en el de llegada: cada uno desarrollará más o menos cualidades durante su período escolar hasta poder acercarse algunos a la excelencia. La escuela selectiva –más que compensatoria– está servida: hoy los colegios publicitan sus recursos y habilidades didácticas y compiten entre sí en pro de la demanda surgida del sistema socio-económico. Es un hecho. Hasta una de las excusas o coartadas para someterse sin rechistar al mercado competitivo es lamentar el retraso de los mejor dotados: «¡Pobrecitos!, serán incapaces de competir si tienen que esperar a los rezagados». Pero no merecen una lágrima: una escuela compensatoria les enseñará además a ayudar a sus compañeros. Hablamos de la escuela obligatoria y no del bachillerato, ni de la formación profesional superior, ni de la universidad, donde la selección es indispensable por interés social.

Hay que optar por un punto de acuerdo universal sobre la escuela. Caben muchas posibilidades teóricas y prácticas, pero los profesores –a diario entre chicas y chicos de sus escuelas– pueden calibrar mejor si nos conviene partir de una necesidad compensable, como yo creo, o de la supuesta igualdad de todos para alcanzar la excelencia. Pero han de cuidar su propio riesgo: no ver más allá de la clase social de sus alumnos. Algo fatal que también es un hecho, incluso entre los religiosos de la enseñanza 21. Optar por la igualdad de niños y jóvenes será siempre una buena causa.

No hace falta decir que tal opción conviene también a los cristianos. Sería absurdo que antepusieran lo religioso, como si ellos formaran un mundo aparte. ¿Qué motivos llevan a muchos cristianos y a la Iglesia entera a interesarnos por la escuela? Es un capítulo esencial de mi añorada TE, que la confronta con el Evangelio de Jesús: ¿nos mueve un afán proselitista, la caridad, el hambre y la sed de la justicia? Por desgracia, hoy se abusa de argumentos a la defensiva de la escuela «católica» existente, pero mejor sería examinar la fe cristiana que suscitó aquellas vocaciones pedagógicas históricas. Porque todo indica que con la escuela hemos topado, señor obispo.

3. Nos jugamos la trama humanista del mundo

El análisis social y político nos ayudará a optar, o no, por la justicia escolar equitativa. Hoy predomina el pensamiento neoliberal en Occidente, pero nuestro sistema democrático no nos exige un pensamiento único, y podemos lograr acuerdos que corrijan el hecho incontrovertible de una injusta desigualdad nacional y mundial.

No obstante, bajo las opciones concretas suele haber alguna idea más o menos diáfana del ser humano (antropología) y en la que tampoco será muy fácil coincidir. La Declaración de los Derechos Humanos nos ayuda:

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos [...] sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión pública o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

Así que la dignidad de la persona y la justicia social nos brindan este acuerdo mínimo implícito en un encargo constitucional concreto a los poderes públicos:

Promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integre sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (CE 9,2).

Hay que «remover obstáculos» constatables casi a simple vista y cuyas consecuencias las estudia la sociología con detalle. Uno poco visible es fundamental en nuestro asunto: el desarrollo personal de muchos se puede malograr precisamente en la infancia y primera juventud. Tanto si falla la instrucción básica como si falla la educación.

En el aprendizaje escolar, el daño resulta más visible por comparación –entre unos y otros–, pues afecta a retos comunes y a una igualdad democrática básica. Por ejemplo, carecer de una buena lecto-escritura marca toda una vida. Aunque los analfabetos puedan votar, ¿qué información y participación real lograrán? La instrucción básica para todos en una escuela compensatoria puede y debe remover muchos obstáculos.

En lo estrictamente educativo –mucho más amplio–, hoy todos aseguran que la infancia es decisiva, aunque sus carencias sean menos visibles que la ignorancia escolar. Durante la niñez y la adolescencia se inicia la triple relación –con la realidad, con los demás y con el Misterio de la vida– que nos hace personas; y la falta de familia, de salud, de trabajo, de vivienda digna, etc., pueden vulnerar relaciones personales muy importantes. Hay otras carencias que «enferman el alma de Pierino», por muy instruido que sea, y también pueden dañar al último de la clase, porque nuestra humanización personal, más que un regalo de fábrica, es una llamada existencial a cada uno y se realiza y se malogra durante toda la vida con los demás.

Pues bien, este aumento personal, vocacional e histórico yo creo que es el principal motivo humanista para preocuparnos por la educación, como ciudadanos y como cristianos.

¿Acaso puede la escuela resolver la madurez de la gente? No. En todo caso, ayudarla, pero nuestra madurez no se concentra ni se limita a la escuela. Ninguna puede garantizar un buen desarrollo a ningún escolar, pero a muchos maestros –hombres y mujeres–, los docentes que tan fácilmente nos llamamos educadores, nos estremece una inquietud profesional: que ningún alumno nuestro se malogre. Y no hablo del riesgo, sino de la pasión personal por ayudarlos a tiempo y bien.

Formular este aspecto humanista de la vocación docente me resulta doloroso. De niño a adulto hay un arduo recorrido muy complejo que no todos realizan a su tiempo, ni después. El rey Ezequías lo expresó muy bien ante una enfermedad repentina: «Como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama» (Is 38,12). Pero también hay pérdidas más previsibles: conocemos personas que se quedan en un nivel personal inferior y es gente superficial, poco madura, «anestesiada por la banalidad» (Francisco), incapaz de afrontar retos humanos que nos son comunes. Y no depende de ser pobres o ricos ni de su éxito escolar: es pura falta de madurez, de esa educación que ni se recibe de otros ni la dan las escuelas. Me cuesta mucho decirlo, pero conocemos gente malograda en cualquier posición social. Con todos los derechos humanos –y divinos– a su favor, hasta el Evangelio dice que «pierden su vida» (no la eterna tras la muerte, sino esta terrena, que, para Jesús, se centra en el amor) 22.

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