Con José, siervo humilde y fiel
Primera edición: 2021
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LUIS M.ª MENDIZÁBAL, S.J.
Con José, siervo humilde y fiel
Pablo Cervera Barranco (ed.)
Prólogo
Hay una figura cuya misión es trascendental en el misterio de la redención y para la vida de la Iglesia. Es alguien enigmático, pues la Escritura no recoge de él ni siquiera una palabra. Su vida, salvo breves momentos, quedó en el anonimato. También él tuvo una anunciación divina, pero ni siquiera consta su «¡Hágase!», frente al de la Virgen María en análoga circunstancia. Él «hizo». Me refiero a san José, custodio del Redentor (como lo llamó san Juan Pablo II en un documento memorable).
Recién elegido Sucesor de Pedro, el papa Francisco nos regalaba una preciosa homilía de comienzo de pontificado en el día de la solemnidad de san José. Le salía espontáneamente hablar con cariño y hondura de san José. Se notaba que era un personaje con el que tenía una simpatía especial. Luego supimos que también quiso hacerlo presente en su escudo pontificio con un símbolo. Pasados unos meses aprobó lo que, en época de Juan XXIII, fue una revolución para muchos: mencionar a san José en la plegaria eucarística I, el Canon Romano. Francisco, mediante un decreto para toda la Iglesia, extendía esa mención obligatoria a todas las plegarias eucarísticas. Meses más tarde consagró la Ciudad del Vaticano a san José y a san Miguel.
Son gestos de la vida de la Iglesia reciente que nos ponen en la pista de la profundización de este protagonista en la obra redentora. El último gesto al respecto ha sido convocar un Año Santo de san José, al que ha precedido un sencillo pero bello pórtico: la Carta Apostólica Patris corde (Con corazón de padre) sobre la figura de José, cabeza de la Sagrada Familia y patrono de la Iglesia. Los 150 años de la proclamación de san José como Patrono de la Iglesia han sido la ocasión que le ha brindado al Papa esta convocatoria.
José prepara el camino. José no fue mártir, ni predicó. José tiene una tarea clave: introducir a Jesús en la estirpe de David, en la promesa. Es decir, tiene la tarea de cerrar la fidelidad de Dios. José cuidó los primeros pasos de la vida del Salvador y acogió amorosamente a Madre e Hijo, desapareciendo de la escena en cuanto Dios no lo necesitó más (¡cómo nos cuesta a nosotros esto: que nos utilicen y luego se prescinda de nosotros!) Al final es arrinconado. No deja huella. ¡Cómo recuerdo haber oído al recordado P. Mendizábal estos pensamientos…
Con gran acierto se han reunido estos textos sobre san José, el hombre discreto, oculto, siempre evangélico y al servicio de su Hijo redentor. Se han transcrito enseñanzas orales del P. Mendizábal procedentes de circunstancias diversas: Ejercicios Espirituales, predicaciones de triduos, homilías… Son un rico y sencillo magisterio que nos acercará a todos a esta figura enigmática, en un sentido, pero tan cercana a todos. En la figura de san José hay un misterio, que la Iglesia ha ido profundizando con los siglos. La vía siempre ha sido el tato asiduo con el santo en la oración y en la contemplación. Sorprende que, de tan poco versículos en los que el santo es mencionado en los evangelios, podamos recabar tanta sabiduría espiritual. El P. Mendizábal, que fue gran maestro de vida espiritual, nos desgrana sabiamente en estas páginas muchas de las enseñanzas evangélicas de Santo Patriarca.
Acojamos a este modelo para nuestra fe: como padre, como esposo, obediente a la voluntad de Dios, discreto, hombre de fe, de amor, de un amor que se muestra «más en los hechos que en las palabras…»
† Francisco Cerro Chaves
Arzobispo de Toledo
Primado de España
Toledo, 19 de marzo de 2021,
Solemnidad de San José
1. José, hombre justo, custodio de la Iglesia
Vamos a hacer una reflexión sobre san José, que cuida de la Iglesia del Señor, y vamos a comenzar por un primer punto más general, que es nuestra relación con los santos. Luego veremos nuestra relación con san José y su relación con nosotros.
Cuando la Iglesia quiso proponer en el Concilio Vaticano II su imagen, su figura, su misterio, dedicó un capítulo a la dimensión escatológica (LG 50) hacia donde la Iglesia tiende, y en ese capítulo viene a recordarnos que nuestra vivencia aquí, en el misterio de la Iglesia, no es plena si no tiene una referencia a la vida eterna, a la vida de la Iglesia triunfante. Vamos hacia ella, vivimos en la fe, de esperanza, esperamos. Y esa fe cristiana es esencialmente esperanza; tendemos. Por lo tanto, nuestra vida sobre la tierra está iluminada por una esperanza –no es una actitud de existencialismo desesperado–, lo cual no quita nuestra entrega a la realidad temporal, porque está vinculada. Tenemos una misión sobre la tierra, ordenada y orientada a la permanencia eterna. Y, por lo tanto, tenemos que tener un empeño en realizar nuestra misión sobre la tierra. Es, diríamos, una dimensión del presente la tendencia hacia la bienaventuranza, pero no es solo eso. Ese es un aspecto que en ese capítulo se recalca, pero hay otra realidad que en el capítulo se nos enseña: la unidad de la Iglesia. La Iglesia no tiene barreras, la Iglesia está constituida como misterio por la unidad: de los santos, de los que luchamos en la tierra en este momento, tratando de colaborar a la Redención con nuestra existencia corporal y mortal, y la de los que se purifican en orden a la visión bienaventurada del Señor. Todo esto es la Iglesia, y entre estos tres frentes de la Iglesia hay una unión estrecha. Esto lo recalca el Concilio.
Nuestra acción y nuestra misión para la realización plena de la Redención no terminan con la muerte. Los santos en el cielo colaboran a la Redención, siguen colaborando. Los santos en el cielo no están pasivos. No están dedicados ya, como quien ha pasado una prueba, unos exámenes, y ahora disfruta de la vida. No es esa la bienaventuranza, sino que los bienaventurados colaboran. Están, diríamos, ocupados con el problema de la Redención del mundo, de la salvación del mundo. Les interesa y contribuyen a él, siguen actuando, hasta que se realice plenamente la salvación de la humanidad. No es una excepción santa Teresita cuando decía: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra». Ella pidió esa gracia en la Novena de la Gracia de san Francisco Javier: pasar el cielo haciendo bien en la tierra, quizás porque veía que san Francisco Javier seguía pasando su cielo haciendo bien en la tierra, pero es propio de todos los santos. No nos desinteresamos. Así como estando sobre la tierra estamos empeñados, también en el cielo están empeñados, y también los que están en el purgatorio, mientras se purifican. Con una diferencia y es que, lo que no pueden hacer los santos es colaborar con el sufrimiento, eso ya no pueden, no es esa su colaboración. La colaboración es la de la oración, la de la ayuda, puesto que, como dice El Credo del Pueblo de Dios, «participan en el gobierno que Cristo ejerce sobre el mundo» (n. 29). Participan, y por lo tanto tienen una capacidad también ellos de acción, que nosotros no sabemos en qué medida ni cómo se vive. Como nosotros tenemos una capacidad de actuar en este mundo, bajo el Señor, en el gobierno, participando también en la misión profética, real y sacerdotal de Cristo. Pero ya la acción de ellos no es la acción, diríamos, del sufrimiento, ya no pueden sufrir, ya no pueden decir: «Sufro en mí lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Contribuyen a su manera. Por lo tanto, si no aprovechamos el tiempo presente, allí nuestra colaboración será otra. Esta es una diferencia fundamental. En cambio, en la purificación sufren, pero ese sufrimiento no aporta a la Redención del mundo. Diríamos que es el sufrimiento que no tiene ese valor de colaboración a la Redención porque ha terminado el tiempo del mérito. Por lo tanto, en ellos hay un sufrimiento, unido quizás a la oración también. No sabemos mucho de la situación de las almas que se purifican, sabemos solo que las podemos ayudar.
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