José es tan bueno que María siente que puede hacerle sus confidencias espirituales. Se siente esa afinidad, eso es lógico. Eso es lo que significa que estaba casada con él, desposada con él. José la entiende. No entiende del todo, pero sí suficientemente. Y María se siente comprendida en el misterio que Ella vive interiormente con el Señor. Entonces entra esa relación con José, de respeto, de inmenso respeto hacia María, de amor, de cercanía. Y María –podemos pensarlo así, esto es bien hermoso–, es la que forma la bondad del corazón de José, con su confidencia, con la comunicación de sus vivencias, de sus deseos, de sus ideales, con los que él sintoniza, le entiende y sintoniza perfectamente. Es un hombre sencillo, agricultor, campesino, carpintero al mismo tiempo. Porque eso que decimos nosotros que era carpintero de Nazaret, pues ¡sí que tenía trabajo el pobre! ¿Qué va a tener en un pueblo así de carpintero?, se moriría de hambre. Era aldeano, campesino, con sus campos, y además arreglaba las cosas de carpintería que podían surgir en un pueblillo de nada, donde poca cosa habría de carpintería, porque no tenían armarios empotrados ni nada de eso. O sea que era eso, los arados y arreglar esto y lo otro, esas cosas. Pues bien, ese hombre sencillo que trabajaba ahí, le entiende. Y María lo va a formar, pero sin quererlo, no es que se hace maestra. La mayor enseñanza se da cuando uno no se siente maestro, sino sintoniza y le comunica. Y José la quiere, pero la quiere como Ella se le presenta, la quiere en ese nivel en que Ella tiene sus confidencias, que son la causa de su estancia allá, de sus deseos de amar al Señor, de servir al Señor.
Entonces José, «varón justo» (Mt 1,19), lo acoge, lo comprende, y piensan en un matrimonio, que es la manera de encubrir –en un pueblo, librándola de habladurías–, cubrir esa virginidad de María y ser custodio de Ella en la vida familiar, en que va a gozar de esa familiaridad con María, que es la Virgen por excelencia, que es la esposa del Espíritu Santo, del Señor. Podemos barruntar un poco lo que eso significa en José, de nobleza en la sencillez.
El hecho es que José tiene ciertas características que, hasta en cierta manera, son rasgos que aparecen en el Evangelio, de humildad, de bondad, de sencillez. Por ejemplo, la bondad que él tiene total, es una disponibilidad total. No se queja ¡nunca!, ni un ápice. Cuando Jesús se queda en el Templo, que debió pasarlas muy negras José, es María la que se queja, no es él, él aguanta. Y es María la que le dice: «Hijo, ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos con dolor» (Lc 2,48). De lo que da testimonio es del dolor de José, pero es Ella. José, como que respeta el misterio que sucede entre el Hijo y la Madre, y él está ahí en su lugar, sirviendo siempre. Esa es la bondad y la justicia del corazón, la que el Señor introduce en este mundo: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). Y él está ahí siempre. Ni siquiera dice: «He aquí, yo soy el servidor vuestro», no lo dice, lo hace. En la Anunciación, la Virgen dice: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), bien. José ni eso dice. Le dice el ángel: «Coge al Niño y a su madre... Y él toma al Niño y a su madre» (cf. Mt 2,13-14). Ni le dice: «Sí, sí, sí, lo voy a hacer». ¡Basta! Voy, ya está, ¡hecho!, ¡eso está hecho!
Es admirable esa figura de José, bueno, honrado, justo, sencillo, que trata de resolver las cosas con esa bondad, arrancando de esa bondad. Es observante. Notemos que no es un contraste, cuando decimos: «el observante del Antiguo Testamento es observante de la ley, la justicia del Nuevo Testamento es del corazón», no están reñidos. La misma observancia de la ley arranca de la bondad del corazón. Hombre dócil, humilde, bondadoso, servicial, que cumple la ley, y la cumple con esa tonalidad de quien hace lo que debe hacer, lo que el corazón le dicta como servicio de Dios. Y lo hace poniendo toda la bondad del corazón en la observancia de la ley.
Así aparece José. Es el hombre bueno, justo. Las decisiones que tiene que tomar las toma desde esa santidad justa del corazón. La más difícil es la de las dudas, el momento aquel difícil, pero lo mismo le sucede cuando tiene que decidir él el matrimonio anteriormente. Y todo eso aparece como sencillo, ahí no ha habido un problema. El problema está cuando parece que hay una pugna, pugna en la bondad de corazón, y no ve el camino, pero sin perder nunca… La pugna no es entre la bondad del corazón y el egoísmo, ¡nunca!, sino es la incertidumbre de cuál es lo que corresponde a la voluntad de Dios. No es resistencia, no es que en ningún momento él se oponga a un camino, sino aparece muy claro que su titubeo es saber cuál es el camino. Pero la disponibilidad de José es total.
Así es, pues, el hombre justo, el hombre santo, José. Entonces, es lógico que José así sea Patrono de las almas de oración y de las almas espirituales. ¿Por qué? Porque es el confidente de la Virgen, es el que entiende esos caminos, es el que sabe lo que es disponibilidad, lo que es docilidad a la menor indicación del Señor. Porque san José suele recibir las señales de Dios en su momento, el Señor no lo da todo hecho de antemano, sino que cuando llega el momento de la huida a Egipto, ha sido en un momento feliz, cuando llegan los Magos «y encontraron al Niño con su madre» (Mt 2,11), de él no se hace ni mención, aquí se puede prescindir porque no es eso quizás lo más importante. Y a san José no le hiere eso. Esa vocación tan difícil que él tiene de ser el jefe de la familia, pero ser el menos importante de los tres. Ahora, se marchan los Magos y cuando está durmiendo, en el primer sueño, «se le aparece un ángel en sueños» (Mt 2,13). Y uno dice: «Hombre, lo podía haber dicho antes, ¿no?». Sería una cosa lógica, que podía haber dicho él: «Me lo podía haber dicho antes de acostarme, ¡qué horas!, o en otro momento, ¡o de otra manera!». Pero nada, dándole un susto por la noche, ahí de repente. «¡Levántate!» (ibíd.). ¡Hombre, levántate! ¡Mañana por la mañana! «José, levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto». ¡Pues no ha dicho nada! ¿A dónde? A Egipto, hala. Bastante claro. «Toma al Niño y a su madre y márchate a Italia». ¿Y a dónde voy? Uno podía pedir aclaraciones: «Dígame qué sitio, qué calle…». No. «Toma al Niño y a su madre y huye a Egipto», hala, márchate. «Y estate allí hasta que te diga». ¿Veis toda la disponibilidad que se le pide a san José? «Pero ¿cuánto?». ¡Si no te interesa! «Hasta que te diga». Puede ser un mes, puede ser una semana, pueden ser tres años. Hasta que yo te diga, vete. ¿Y cómo, de qué vamos a comer? ¡Tú vete! Ese es san José. Por eso, es Patrono de esa providencia, de poder, más que poder, diríamos, de mantener el alma confiada, es patrono de la confianza en el Señor. Y él es el gran amigo de las almas confiadas, transmite esa confianza, transmite esa disponibilidad y docilidad.
«Y él al punto –sin esperar más–, se levantó, tomó al Niño y a su madre». Los despierta, le toca a él darles el disgusto: «¡Arriba, hala!». «Pero ¿qué pasa?». «Nada, que nos marchamos». «Pero ¿estás chiflado?». «Que no, que nos vamos allí porque me ha dicho un ángel…». «¿Qué ángel?, ¿qué sueños? ¡Estás soñando!». Es muy fácil decir: «Claro, es que a san José…, si a mí se me presentase así el Señor, si me dijese las cosas por sueño…». ¡Pues te quedarías dormido igualmente! Porque te las dice muchas veces, pero entonces dices: «Es que fue una ocurrencia que me vino, no hay que darle importancia». Encontramos enseguida motivos para quitar vigor a lo que se nos indica como camino de orientación, porque nos falta la prontitud, nos falta la santidad, la justicia del corazón. Y como uno no está disponible, cuando no está disponible tiene mil razones para indicar que eso, que es un signo, no lo es. Y entonces dice: «Me he equivocado. Fíjate, ¡mira qué suerte tenía, Dios se lo decía!». Si te lo dijese a ti tendrías los mismos problemas que tienes ahora, igual, por la falta de disponibilidad.
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