3. Véase Marcelo Sanhueza, “Violencia/contraviolencia: descolonización y reinterpretación del marxismo revolucionario en Los condenados de la tierra de Franz Fanon”, en Elena Oliva, Lucía Stecher y Claudia Zapata (eds.), Franz Fanon desde América Latina , Buenos Aires, Corregidor, 2010, pp. 185-218.
4. Véanse Rita Segato, La crítica de la colonialidad en ocho ensayos y una antropología por demanda , Buenos Aires, Prometeo, 2015, p. 258; Eugenio R. Zaffaroni, Em busca das penas perdidas: a perdida de legitimidade do sistema penal , Río de Janeiro, Revan, 1991.
Conocer la colonialidad nos permite estar al tanto de la nuda subjetividad. Es más, aproximarnos desde un enfoque biopolítico crítico problematiza las complejas interacciones en las que intervienen heterogéneos instrumentos visibles e invisibles de gobierno destinados a provocar sometimientos que finalmente son aceptados en forma voluntaria.
Cuando nos referimos a colonialidad, estamos planteando su significación ontológica; estamos diciendo que el poder interviene permanentemente en las conciencias de los oprimidos de modo tal que se logre asegurar su sometimiento.
Por ello es que el resurgimiento y la crueldad del proyecto colonialista en América Latina retoma en estos tiempos la vieja cuestión nunca zanjada respecto de la vigencia de la dominación extendida al campo simbólico, de manera tal que este se constituye en una dimensión relevante a la hora de alcanzar la máxima eficiencia de sometimiento.
En sus orígenes, el colonialismo se coloca en el control y la producción de subjetividades y en la racialización de relaciones entre colonizadores y colonizados. Acorde con esta construcción, se atienden nuevas relaciones intersubjetivas a través de las cuales se legitiman las exclusiones de poblaciones racialmente clasificadas como inferiores. Sobre esta conformación, las subjetividades se tejen en función de diferentes identidades: negros, indios y mestizos.
De la misma manera los nuevos Estados independientes que se originan en el siglo XIX también se avienen a la estructura colonial. A diferencia de dicho colonialismo, luego extendido a inmigrantes y obreros, la propuesta para estos tiempos es que los criterios de selección se dirigen a las multitudes.
Aunque, con vaivenes entre la estructura colonial original –que impone el sometimiento desde afuera– y la nueva conformación de dominación desde dentro de las sociedades, son los mismos Estados lo que refuerzan los mandatos para la sumisión.
En términos actuales hablamos de colonialidad del encierro; es una representación que guarda una correspondencia masiva. Hoy decimos que se trata de una estrategia de gobierno caracterizada por tecnologías masivas –totalizantes y homogeneizadoras– que incluyen a crecientes conjuntos poblacionales.
En esta lógica vale la pregunta: ¿quién tiene derecho a qué? ¿A la vida? ¿Qué vida? ¿Quién es señalado para cabalgar en la dignidad y quiénes en la nuda subjetividad?
Subrayamos que la colonialidad es inherente a las estructuras mismas del capitalismo y que se manifiesta a través de relaciones sociales y políticas inseparables. La lógica de la colonialidad se va adaptando a las nuevas necesidades del capital. Lo que cambia es el formato de dichas relaciones. Por eso consideramos que la idea de colonialidad permanece en todos los formatos de gobierno. Asegura que en los Estados democráticos –liberales, neoliberales o los que enarbolan el Estado de bienestar– se mantienen las mismas matrices de colonialidad.
Sin desconocer la querella entre paradigmas decoloniales o poscoloniales, subrayamos que la raíz ontológica de la colonialidad en América Latina constriñe el relato sobre el progreso y el ideal de prosperidad por el sometimiento voluntario. Para ello emerge un panóptico renovado y asimilado a un esquema biopolítico que aprisiona sujetos, los reprime, hunde, cede, engaña. Conforme a este molde uniforme, las nuevas y viejas alternativas de resistencia colectiva no alcanzan a abatir los afinados dispositivos de sometimiento que reducen cada vez más a los hombres a estados de mera sobrevivencia; invitan a pensar que la verdadera opción política para las mayorías opera en las cercanías de la nuda subjetividad.
La disputa en torno a la nuda subjetividad imprime una mirada crítica a la construcción idealizada que imagina el liberalismo acerca de la otredad; ella constituye una fachada que vela la real desposesión, de la inclinación ante la ajenidad, al extrañamiento, al vacío, a la soledad, a la tristeza… en fin, al repliegue de sí. Así, la subjetividad conquista un estado de indiferenciación entre la hechura de un sujeto que lucha y desea liberarse, que busca su emancipación, y la fuerza de su deseo por quedar supuestamente amparado, al cual, en realidad, soporta encerrado, sumiso.
De ahí que el análisis acerca de la colonialidad invita a una discusión actualizada sobre epistemologías. La politización de la vida, su estatización desde el espacio público, así como el proyecto capitalista del Estado y del mercado, ahora globalizador y neoliberal, aplasta la vida digna, va mutando según circunstancias y termina constituyéndose en una única plataforma de enunciación de verdades, que enmascara el interés general, el bien común, como los derechos universales.
Por esa razón el enfoque discute dichos modelos por cuanto actualiza las múltiples formas de opresión materiales y simbólicas apropiadas a estos tiempos. Es más, caracterizamos estos tiempos desolados por juegos de indiferenciaciones cuya consecuencia no son más que la anulación de subjetividades colectivas y, por lo tanto, la repetición constante de restauración de las hegemonías. El rasgo distintivo de estos tiempos es la crueldad con la que se encara esta renovada esclavitud como modo de ser en la vida.
Precisamente la manifestación simbólica de la vida se ubica en el umbral indistinguible entre adentro y afuera, entre exclusión e inclusión; indistinción entre el adentro y el afuera, entre exterior e interior conforman las tensiones entre subjetividad y desubjetivación; son categorías que no se excluyen, sino que se indeterminan. Esta afirmación no podría lograrse de no mediar una estructura de excepcionalidad permanente que permitiera comprender dicha construcción indeterminada.
Si se analiza el contraste entre opresor y oprimido, la idea de exterioridad del oprimido solo es concebible como parte de su integración subordinada, es decir que existir excluido es finalmente estar incluido; es formar parte del interior del sistema de dominación y, al mismo tiempo, vivir en los límites de la subsistencia. Precisamente el campo simbólico configura para el oprimido un gran encierro interior en el que se definen las condiciones de sumisión. Es una interioridad total en la cual se precisan las condiciones de exclusión.
En otras palabras, el presupuesto simbólico es una poderosa arena de indeterminación. Mediante formas abiertas y encubiertas –nos remitimos al aforismo de la eugenesia social del “hacer vivir, dejar morir en vida”, que destaca que el poder consolida cruelmente la sujeción–, promueve una libertad abstracta, envuelve el deseo de las multitudes por aceptar sus servidumbres voluntarias; por ello aun en democracia se gobierna exaltando hendiduras que de ningún modo deben ser suprimidas. Precisamente es el sometimiento voluntario el que permite al poder hacer de las multitudes comparsas que finalmente maneja a su voluntad.
La democracia conforma una dictadura perfecta; una prisión sin muros ni barrotes físicos, en la que los prisioneros nunca sienten la necesidad de escapar. Una esclavitud nutrida por el consumismo y el entretenimiento masivo, donde se juega la ilusión de un mundo perfecto, en la que los sometidos acaban amando su servidumbre. 5
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