Andrei Makine - Archipiélago de una vida otra
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Lentamente, con un suspiro entre el bostezo y la decepción, el hombre se levantó y, acercándose a mi fuego, tomó un tizón en las manos.
Se paró delante de mí y pude ver que en su cintura llevaba un puñal envainado en una funda de cuero. Sin decir una palabra, acercó la antorcha a mi rostro. Creyendo que me iba a quemar los ojos, cerré los párpados con fuerza. Emitió un tosido como diciendo: es justo lo que pensaba.
Volviendo hacia su hoguera, tiró el tizón y se sentó dándome la espalda. Yo no osaba levantarme, asustado de cómo pudiera reaccionar. ¿Me dejaría partir, aceptando el riesgo de ser denunciado? ¿Pero qué es lo que tenía que esconder? ¿Oro quizás? ¿Una evasión? ¿Un asesinato? Los cuentos de nuestra infancia estaban llenos de esos forajidos que, cuando eran descubiertos en su camino secreto, no dudaban en deshacerse de los curiosos... Recogí mis piernas y me puse a luchar contra el nudo.
El hombre lanzó un chiflido escueto, tomó la cuerda con sus manos y la tiró. Su voz era calma:
−¡Quítate eso y ven acá!
Obedecí sin dudar, machaqué nerviosamente el cáñamo hasta soltarme y me acerqué a él. Con un gesto de la cabeza, me indicó un tronco al otro lado del fuego.
−¡Siéntate… cuenta!
*
Al cabo de cinco minutos, creí que ya lo había dicho todo: nuestra partida del orfanato, la formación, la pelea de los geodestas… Incluso le había confesado mi intención de robarle el oro.
Gruñó:
–Bonito programa, joven. Pero bueno… una cabeza arrepentida no se corta.
Colocando una tetera recubierta de hollín sobre las brasas, agregó:
–Esto es oro. Te tomas una taza y estás listo para unos cincuenta kilómetros de caminata… En cuanto a los que sacuden la batea a escondidas, has de saber que son astutos, saben esconder sus pepitas. Delante del escondite ponen trampas para osos. Te acercas a sacarles la bolsa y ¡zas!, tu pie está atrapado; no te queda más que esperar a que te venga a devorar una bestia.
Respetando el ceremonial del té, se interrumpió, aún si lo que bebíamos era una infusión de zarzarrosa y de plántulas de coníferas… Yo lo miraba de reojo: rasgos simples, abiertos, una larga cicatriz en el cuello y marcas en la mejilla, huellas seguramente de viejas peleas. A mi edad, me parecía que el tipo era «viejo», es decir, que bordeaba los cuarenta. Su conocimiento de la taiga no disimulaba su extranjería. Otros signos lo delataban más: una mímica demasiado sutil para la gama de emociones que debía experimentar un hombre de su temple, la rudeza verbal modulada por una entonación pensativa, melancólica…
Mientras lo miraba ir a buscar agua, pensaba. Su ausencia creó un vacío inquietante. Fácilmente podría haberme escapado, sí. Quedarme con él, sin embargo, cambiaba el sentido de lo que sabía de la vida.
Volvió y puso su tetera en medio de los carbones. Su mirada se detuvo sobre mí como si no me reconociera. Con toda evidencia, mi caso ya estaba solucionado: al día siguiente, perseguiría su camino, y yo, como un niño descubierto en su falta pero perdonado, volvería a Tugur… Ante mi aire incomodo, forzó un tono de camaradería:
–Y el colegio, ¿va bien? Me decías que estabas en un «establecimiento especial». ¿Qué es lo especial? ¿Vigilar desconocidos en la mitad de la taiga quizás?
Orgulloso de retomar ese intercambio entre hombres, me puse a explicarle la razón de esa mención: todos los alumnos de nuestro orfanato tenían padres desaparecidos en los campos. Nos habían puesto juntos para no contaminar los colegios normales, donde seguramente habríamos divulgado la suerte de los prisioneros. Juntos, no teníamos mucho que contarnos. Finalmente eran recorridos similares y, por la misma razón, banales. Padres muertos en circunstancias poco gloriosas –aplastados bajo los leños descargados de un tractor, muertos a mano de los otros detenidos, asesinados por un guardia o caídos por el cansancio y las enfermedades…
–¿Quieres más té?
Su voz resonó con una insistencia extraña. ¿Quería evitarme un tema doloroso? Sintiéndolo perturbado, abrevié mi relato:
–Es un internado como cualquiera, salvo eso, que somos todos hijos de…
–De criminales… –dijo con una brusquedad cortante.
Le contesté marcando bien las sílabas.
–…¡de prisioneros!
Era una de las reglas inviolables en nuestro medio: podíamos llenarnos de insultos los unos a los otros, pero nadie debía ofender la memoria de nuestros padres.
–Sí, prisioneros, es lo que quería decir… ¡Ven, vamos a comer taimen! A su lado, el salmón es comida chatarra…
Sus gestos se hicieron exageradamente distendidos. Nunca había visto a un adulto incómodo a ese punto. Comimos largas lonjas tiernas, que sabían a humo y enebro.
–¡El rey de los pescados!
Su exclamación desentonaba con su mirada apenada. Pensé que lo había aburrido con la historia de los campos y, cambiando de tema, pregunté con aire intrigado:
–Pero, sinceramente… ¿en qué momento te diste cuenta de que te seguían?
Siguió el juego, como un viejo aventurero.
–¿En qué momento? Desde el principio, claro. Hay una astucia: cuando entras al bosque, das diez pasos y te das vuelta detrás de un pino para ver si alguien te sigue. Después, ya va estar muy tupido para ver…
Nuestra conversación disimulaba algo que ya me comenzaba a aparecer cada vez con mayor claridad: mi vida en ese «orfanato especializado» no era banal más que por costumbre. Para engañar el sufrimiento, habíamos tejido un muro de leyendas que magnificaban a nuestros muertos. El hombre de la capucha venía de romperlo.
Seguramente él se daba cuenta, porque su malestar iba más allá de la simple piedad por los «hijos de convictos». Me parecía adivinar que, de forma misteriosa, aquel vagabundo nos era cercano…
Automáticamente pregunté.
–La bestia que me acechaba durante la tarde, ¿qué crees que puede haber sido? ¿Un lobo quizás, perdido de la manada…?
Respondió imitando sin convicción el entusiasmo de las historias de los cazadores.
–No. Era yo que iba a ver si la caza no era muy malvada. Con tu chaqueta grande, me parecías más viejo.
–¡Pero yo veía tu capucha en la subida!
–Se desprende mi capucha. La colgué sobre una rama y fui a echar una mirada adonde estabas tú. El lobo solitario era yo…
Nos reímos los dos, menos por su frase que por la situación que ahora era clara para ambos. La voz del hombre retomó su timbre calmo:
–Y entonces, ¿qué edad tenías cuando tus padres… partieron?
Supe ahogar el dolor de mis propias palabras.
–Según me dijeron, mi padre fue detenido dos meses antes de mi nacimiento. En cuanto a mi madre, me tuvo en el campo… Había ahí una maternidad para los recién nacidos. Pero luego, dos años después, murió ella también.
Adivinaba que preguntaría por aquello de lo que siempre había logrado eludir la herida. Traté de pensar en cómo esquivarla. ¿Preguntarle el nombre del río que sonaba en la noche? ¿Preguntarle quizás adónde iba?
Sus palabras se articularon con lentitud:
–Y a tu madre… ¿no la conociste entonces?
–Sí, creo haberla visto... Una vez.
No conseguía moverme, mi mirada fija en la tetera que, en medio de las brasas, emitía una nube de vapor. Una visión cuidadosamente escondida se apoderó de mí: un niño pequeño acostado en su cama, una mujer que se le aproxima, lo besa y, sin distinguirla en la oscuridad, el niño que se sumerge en su ternura. La mujer se va y, antes de que la puerta se cierre, deja ver su rostro surcado de lágrimas y sus labios que murmuran palabras, una melodía que logra reencontrar en el sueño...
Una lucha estática por reprimir el llanto se apoderaba de mi pecho. Si el hombre me hubiera dirigido la palabra, no habría podido contener el estallido de angustia. Pero se levantó, cogió la tetera y se internó en la noche.
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