Andrei Makine - Archipiélago de una vida otra
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Se levantó, cargó sus cosas y se puso en marcha. Y yo, siguiendo sus pasos, comencé a sentir que ya no era completamente un desconocido.
Decir «caminar» en la taiga es un modo de hablar. En realidad, hay que moverse con la docilidad de un nadador. Aquel que trata sin más de abalanzarse, romper, forzar un pasaje, se cansa con rapidez; delata su presencia y termina por odiar a esos montones de ramas, de brezales y maleza que se despliegan ante él, invadiéndolo.
El hombre de la capucha lo sabía. Se agachaba para atravesar el follaje de los jóvenes abetos, ahí donde otro se hubiera puesto a empujar las ramas entremezcladas demorándose tres veces más... Lo veía dar grandes zancadas (me hacía pensar en la escuadra de un agrimensor), única manera de atravesar los stlanik de cedros, ese «bosque extenso» de pinos enanos, un revoltijo inextricable que entorpecía cada paso. Un lugar peligroso: los osos apreciaban los pájaros de esos árboles enanos.
Delante de un río, evaluaba al ojo el nivel del agua, de modo de evitar la parte blanquecina de la corriente (de fondo arcilloso, y por lo tanto resbaloso), desviándose por un camino de piedras...
Me percaté de ese detalle con alegría; mi experiencia aún tenía alguna validez en esos bosques del extremo oriente. Algunas plantas insólitas, otro tipo de relieves, pero las mismas huellas de animales, los mismos signos advirtiendo el cambio de los suelos… El mismo dialecto de los bosques, matizado por la proximidad del litoral.
Una vez, ese matiz llegó a horrorizarme: una araña gigante, con patas largas como mis brazos, apareció de repente del musgo. Al acercarme descubrí los despojos de una chova del mar de Ojotsk, el festín de algún águila.
La fatiga le daba el ritmo al lento desfiladero de cielos y árboles que se desplegaban ante mí, o más bien ante nosotros, ya que nuestros pasos se iban concertando. Comenzaba a adivinar las elecciones del vagabundo frente a las subidas, su placer al dejar caer su carga y zambullirse en la corriente, lavarse el cuello y la cara cubiertos por el polen de los pinos.
Esa relación entre nuestras soledades me llegó a sorprender en el momento en que lo vi detenerse. No encendió fuego: comió, como yo, pescado seco, y bebió del agua del río.
Sentí remordimientos por espiarlo de esa manera, violar un instante secreto de su vida. ¿Debía quizás acercarme? ¿Disculparme por mi acecho? Mi aventurismo juvenil se resistió: no, ¡tenía que perseguirlo, descubrir su escondite, robarle el oro! Así podría permitirme… ¿Pero qué era realmente lo que ganaría? Me acordaba de nuestros directores de práctica, el Grande y el Chico: ellos encarnaban la idea de un éxito certero. Un Toyota de segunda mano que se podía comprar en algún puerto luego de algunos años de trabajo, una botella de oporto azerbaiyano a saborear junto a una rubia vestida de terciopelo…
El desconocido terminó su comida, observó inmóvil la corriente que reflejaba las largas cascadas de sol… En realidad, yo no soñaba otra cosa que estar en su sitio, vivir ese silencio, comprender sin palabras el sentido de mi espera en ese lugar, a esa misma hora.
El hombre volvió a levantarse, se puso el bolso y se quedó unos minutos así, como respaldando lo mismo que yo venía de entender: la felicidad absoluta de vivir ese instante.
A mitad de la tarde, una llovizna comenzó a caer, oscureciendo el sotobosque. Bordeando una senda cenagosa, tuve que reconocer que, sin mi guía, difícilmente hubiese encontrado un camino.
A la salida de esas turberas, le perdí el rastro. Ningún crujido, ninguna rama que, moviéndose, me diera una señal de su avance. Tuve que deshacer el camino para volver a buscar sus huellas, profundamente marcadas por el peso de su equipaje.
Sintiéndome desorientado, comencé a ponerme ansioso. Atravesábamos en ese momento un stlanik de pinos enanos. Tuve entonces un recuerdo de infancia: una cosecha tranquila en un bosque parecido a ese y, de repente, la visión de un montículo café que se levanta… ¡Una osa! Ramas azotadas, la vista enturbiada por el miedo, piruetas de huida –por instinto, imitábamos a los ciervos, que saben sortear las obstáculos del stlanik –. Nuestro perro que corre (¿dónde quedó tu olfato, idiota?), su ladrido que asusta a la osa, más preocupada de proteger a sus crías que de comerse a los escapistas.
La capucha del hombre volvió a aparecer, a poca distancia, y pareció quedarse detenida. Me detuve, guardando la distancia. Probablemente se tomaba un descanso.
De repente, el aire pareció espesarse de amenazas. ¡Una bestia me espiaba! ¿Detrás de las malezas? ¿O ahí, detrás de los árboles? Pegué la espalda a un tronco, con la hacheta en mano, lista para dar el golpe. Un oso ya habría gruñido, hecho algún ruido… ¿Lobos? Los lobos atacan más bien en terrenos descubiertos. Y además, en julio, probablemente ya están demasiado bien alimentados. Esas breves elucubraciones no me impedían escrutar los rincones, tender la oreja al más leve de los crujidos. No, no había nada sospechoso. Sin embargo, me sentía acechado.
El aire se aligeró, diluyéndose el peligro. A lo lejos, el hombre de la capucha avanzaba sobre una cuesta. En una concesión a la debilidad, me dije que de haber sido atacado, probablemente él me hubiera defendido.
Al caer la tarde el cielo pareció aclararse, bañando de un dorado traslúcido la taiga ennegrecida solamente por la llovizna. El desconocido llegaría pronto a su refugio, me decía, o se armaría un campamento…
Subió sobre una pequeña colina coronada de un montículo de rocas y, deteniéndose, contempló algo a lo lejos que, desde mi posición, no se podía ver. Creí ver que sonreía. El sol a ras de suelo le daba a su silueta una intensidad irreal. Estaba solo en el universo…
Esperaba tener que seguirlo hasta la otra vertiente de la colina, pero volvió sobre sus pasos por el bosque, pasando justo por mi lado sin percibirme. Seguía enceguecido por la luminosidad que reinaba en la cima.
Bajando hacia el río que bordeábamos desde hacía horas, decidió levantar su campamento. Para asegurarme, esperé a que hiciera su fuego. Las llamas brotaron, ya no vería más que su danza en medio de la oscuridad; me había hecho invisible.
Comencé a alejarme contorneando la curva que dibujaba el torrente, recogiendo madera seca del suelo, y prendí dos fuegos: uno brillaría toda la noche; el otro, más pequeño, calentaría el suelo. Sus brasas, bien aplastadas, recubiertas de arena y de ramas de pino, podían guardar durante horas el calor… Me tendí sobre esa capa caliente y rápidamente me quedé dormido.
Pronto tuve que poner más madera. El sueño volvió a ganarme, acompasado con la duración de las llamas.
Un rato después volví a despertarme y constaté que el fuego seguía ardiendo bien vivo. ¡Demasiado vivo!
Apoyándome con el codo, miré mi reloj: pasada la medianoche. Había pasado una hora desde la última vez que había despertado y las llamas no se habían apagado. ¡Imposible! Traté de pensar….
De pronto me di cuenta de que otra luz me iluminaba, justo detrás de mí.
Me moví con discreción y lo que vi me paralizó. A unos pocos metros de mi campamento, un fuego más discreto brillaba sin llamear. Un hombre sentado sobre un tronco me daba la espalda. Su cabeza, cubierta por una capucha, se inclinaba sobre las brasas. Estaba inmóvil. ¿Dormía quizás?
Pasó un minuto que pareció eterno. Sabía por dónde debía huir: un salto hacia el río, luego una carrera a través del bosquecito de alisos, y en tres zancadas me perdería en la profundidad de la taiga.
Extendí mi cuerpo como un arco. Comencé a empujar con los pies. Me levanté…
Y cuatro pasos más allá, caí de bruces con la pierna inmovilizada. Las llamas iluminaban lo bastante para dejarme ver el nudo corredizo que amarraba mi tobillo. El otro extremo de la cuerda estaba amarrado al tronco sobre el que el hombre estaba sentado.
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