Sólo lo que es puro puede purificar; sólo lo que es santo puede santificar. Por tanto, únicamente la luz puede santificar, porque es, en sí misma, santidad. Debemos santificar el nombre de Dios con la luz mayor de nuestro espíritu. Ese nombre representa, resume, y contiene la entidad que lo conlleva; todo aquel que pronuncie el nombre de Dios impregnándose de la santidad de su luz, es capaz de atraerlo, de hacerlo descender sobre cada cosa, de santificar todos los objetos, todas las criaturas, todas las existencias. No debemos contentarnos con ir a las iglesias o a los templos y rezar: “¡Santificado sea tu nombre!”, sino que debemos santificarlo realmente en nosotros mismos, para vivir con la extraordinaria alegría de poder, al fin, iluminar todo lo que toquemos, todo lo que comamos, todo lo que miremos.
Sí, la mayor alegría que existe en el mundo es la de alcanzar la comprensión de esta práctica cotidiana y, bendecir, iluminar y santificar por todas partes donde vayamos, así llevaremos a cabo la prescripción que Cristo nos dio. Pero repetir “Santificado sea tu nombre” sin hacer nada para santificarlo, incluso en nuestros propios actos, demuestra que no hemos comprendido nada. Al pronunciar el nombre de Dios, al escribirlo, el hombre ya contacta con las fuerzas divinas, y puede hacerlas descender hasta el plano físico. Mas esta labor debe comenzar en él. “Santificado sea tu nombre” concierne al espíritu, al pensamiento.
“Venga a nosotros tu reino...” Eso significa que existe un reino de Dios, con sus leyes, su organización, su armonía... ¡Ni siquiera nos lo podemos imaginar! Aunque algunas veces, en los momentos más espirituales de nuestra vida, y únicamente cuando vivimos estos estados maravillosos comenzamos a comprender qué es el Reino de Dios y tenemos una fugaz visión del mismo. ¡Si tuviéramos que imaginárnoslo viendo tan sólo los reinos terrestres, con sus desórdenes, sus peleas y sus locuras!.. Y sin embargo, el Reino de Dios puede instalarse en la tierra, ya que existe toda una enseñanza y unos métodos para hacerlo venir. Pero no basta con pedirlo. Desde hace dos mil años la humanidad lo pide y no viene, porque no hacemos nada para que venga.
Con esta segunda petición: “Venga a nosotros tu reino”, descendemos al mundo del corazón. El nombre de Dios debe ser santificado en nuestra inteligencia, pero es en nuestro corazón donde su Reino debe venir a instalarse. Este reino no es un lugar, sino un estado interno en el que se refleja todo lo que es bueno, generoso y desinteresado. Refiriéndose a este reino, hace dos mil años Jesús decía: “Está cerca”, y ello era verdad para algunos; pero aún no ha venido para la mayoría, y no vendrá, ni siquiera dentro de veinte mil años, si las personas se contentan con esperar exteriormente su llegada sin hacer nada dentro de sí mismas. En realidad, este Reino ya ha venido para algunos, viene para otros y, para otros más, vendrá... ¡no se sabe cuándo!*
* Ved el cap. IV: “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”.
Llegamos ahora a la tercera petición, que es la menos comprendida y, sin embargo, la más importante. En ella se encuentra condensada toda la Ciencia iniciática: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo...” En el Cielo la voluntad de Dios siempre se cumple sin réplicas, las criaturas de arriba obran de acuerdo y en armonía total con ella. Con los humanos no sucede lo mismo. Por eso Jesús formuló esta petición, para que nos esforcemos en armonizar nuestra voluntad con la voluntad del Cielo. Para expresar esta idea, podemos utilizar todo tipo de símiles: por ejemplo, el espejo que refleja un objeto o, incluso, cualquier aparato mecánico de los que nos servimos a diario. Cada aparato está constituido por un principio emisor y un principio receptor que debe sintonizarse, ajustarse, adaptarse al principio emisor. En el caso de que hablamos, el emisor es el Cielo y el receptor la tierra, es decir, el plano físico, que debe sincronizarse con las corrientes del Cielo, modelarse de acuerdo con las formas del Cielo, con las virtudes y las cualidades del Cielo, para, a su vez, poder reflejar todo el esplendor de arriba.
Los humanos tienen la misión de trabajar en la tierra para transformarla en un jardín lleno de flores y de frutos donde Dios vendrá a habitar; en cambio, ¿qué hacen? Algunos dirán: “A mí, la tierra, ¿sabe?, ya no me interesa...” Pues bien, ¡es porque no han comprendido la Enseñanza de Cristo! Sin embargo, todo está muy claro; fijaos, Él dice: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como ya se hace en el Cielo...” En el Cielo, ya todo es perfecto; es aquí abajo donde no hay nada maravilloso. Hay que descender, pues, y descender consciente, audazmente a la materia para dominarla, vivificarla, espiritualizarla, porque la vida del Espíritu debe realizarse en la tierra con la misma perfección que arriba.
Nos corresponde a nosotros, a los obreros de Cristo, consagrarnos a esta tarea. No basta con rezar la oración, si luego impedimos, con la vida que llevamos, la realización de lo que solicitamos. A menudo, la gente hace como que te abre la puerta y dice: “¡Entra, entra!” y os la cierra en las narices. ¿Es eso rezar? “mmmmmm...” murmuran y después cierran la puerta. ¡Es formidable hasta qué punto se puede ser inconsciente! ¡Y después presumirán de que son cristianos!
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo...” En esta frase yo veo inscrita toda la magia teúrgica. Si el discípulo comprende la gran importancia de esta petición de Jesús, si consigue asimilarla, se convertirá, un día, en un transmisor, en un espejo del Cielo. Él mismo será un Cielo. Esto está escrito, y es lo que se espera de nosotros.
La primera petición, “Santificado sea tu nombre”, concierne a nuestro pensamiento. Para santificar el nombre de Dios hay que estudiar, meditar, iluminar nuestra conciencia. La segunda, “Venga a nosotros tu reino”, concierne a nuestro corazón, porque el Reino de Dios sólo puede llegar a los corazones llenos de amor. La tercera petición concierne a nuestra voluntad: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo” y presupone trabajo, saber resistirnos, victorias... para lograr todo ello se requiere fuerza y tenacidad. Por eso hay que ejercitarse y tener métodos de trabajo que nos ayuden a sentirnos en armonía con el Cielo, a vibrar acorde con él. ¿Por qué creéis que asistimos por la mañana a la salida del sol? Para volvernos semejantes a él, para que la tierra, nuestro cuerpo físico, adquiera las cualidades del sol. Mirando al sol, amándole, vibrando al unísono con él, ¡el hombre se vuelve luminoso, cálido, vivificante como el mismo sol!4 He aquí, pues, un método para alcanzar el precepto: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”, pero hay muchos otros.
Para el hombre, nada es más importante que esforzarse en cumplir la voluntad de Dios. Porque se trata de un acto mágico. En cuanto os decidís a cumplir la voluntad de Dios, vuestro ser se ve ya ocupado, reservado, cerrado a todas las demás influencias y, entonces, las voluntades contrarias que quieren utilizaros no pueden hacerlo; así es como preserváis vuestra pureza, vuestra fuerza, vuestra libertad. Si no os invade el Señor, podéis estar seguros que serán otros los que os invadirán, y entonces estaréis al servicio de voluntades tan interesadas y anárquicas que causarán vuestra ruina.
“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo...” Todas estas peticiones tienen un significado oculto que sólo puede descubrir quién posee una profunda comprensión de las cosas. Cuando los arqueólogos examinan manuscritos, objetos o monumentos muy antiguos, tratan (según los textos, las figuras, o el emplazamiento de las construcciones), de descifrar la mentalidad del pueblo y de la época a la que éste perteneció; y gracias a estos indicios, penetran en su modo de vivir y adivinan lo que quisieron decirnos. Asimismo, nosotros también podemos considerar esta oración que Jesús nos ha dejado, como una especie de monumento, como un testimonio sobre el que hay que investigar; así encontraremos, escondida en él, toda una Enseñanza.
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