Los campanazos de los apresurados bomberos son el ¡ayayayyyy…! del Hojarasquín del monte, enorme y con la piel cubierta de lianas, orquídeas y bromelias, capaz de paralizar del miedo a quienes cortan los árboles.
Los hombres de la empresa del acueducto son los barbados Mohanes, protectores del río; el ladronzuelo callejero es el maligno Curupira a quien se debe despistar tejiendo un complicado nudo con la fibra de la palma canangucha, pues mientras trata de deshacerlo se olvida de la víctima que persigue.
Alrededor de Elías está toda la magia, todo el secreto palpitar de la manigua misteriosa que él ama porque la sabe parte de sí mismo.
El tráfago de la capital, el ronco rumor metropolitano allá lejos, a muchas cuadras a sus espaldas, es una catarata intensa, interminable, vaporosa, que eleva su neblina en medio del vuelo de las águilas magníficas que se acercan dibujando círculos en el cielo hasta que descubren a Elías Hoisoi allí parado en esa isla del tiempo.
Como si a través de la sangre le fuera dado contemplar lo que viera su lejanísimo tatarabuelo de la familia Curripaco, las mira aproximarse cautelosas, sobrevolarlo y llegar tan cerca que percibe con claridad los fijos ojos amarillos, escrutadores, avizores…
Son los mismos ojos de las vecinas suspicaces de ese barrio, que lo espían desde hace rato y sospechan del ladrón.
Alistan las garras para tomar el teléfono como si fuera un hueso carnudo y llevárselo al pico para llamar a la policía si no se va pronto de ahí, hace más de una hora que ese tipo mira las casas, de seguro planea un robo para esta noche, el vecindario está imposible con tanto atraco estos días.
Elías Hoisoi, atento al peligro, siente el golpe de las miradas, vuelve la cabeza y las ve esconderse detrás de las cortinas al sentirse descubiertas.
Comprende que debe seguir su camino y su corazón volador despliega las hermosísimas alas azul metálico, tan iguales a las de la mariposa emperador de Muzo (Morpho cypris westwood), capaz de soñar y volar tanto, que a veces los pilotos enamorados las ven arriba de las nubes.
Se aleja con tranquilidad de ese barrio de terrazas florecidas para tomar el bus atestado rumbo a casa.
Por el camino dejará de soñar. Pondrá la mente en blanco como una hoja de papel para que de pronto pase un pajarito migratorio y sin que Elías Hoisoi se dé cuenta, le surja otro de sus sueños descabellados, que lo lleve a volar a otra aventura maravillosa.
Elías y los migrantes
La atención de Elías Hoisoi respecto a lo que ocurre a su alrededor es constante, y de pronto siente que la vida lo ha puesto en la ruta de las aves migratorias.
Basta que salga de su trabajo y en una calle abundante en jardines se cruce con él un pajarito amarillo limón con alas negras.
—¡Qué maravilla! Es el tiempo del vuelo hacia el sur: se acerca la Navidad.
Elías Hoisoi vive en un país sin estaciones, muy cerca de la cintura de mujer embarazada del planeta. Está pendiente de los viajes de los pájaros que con frecuencia cruzan por su ciudad, a mitad de camino entre los polos de la Tierra.
Consciente de las dificultades que acarrea un viaje tan largo. Elías ha establecido en el techo de su casa una estación de servicio para los viajeros del aire. Los conoce por las referencias de su tomo II de La vida de los animales y sabe que los migrantes consumen granos, insectos, frutos o lombrices según como la magia de la evolución los haya preparado para la vida.
En diferentes cajones, tarros de galletas y latas de sardinas coloca los manjares, previa organización de perchas hechas con palos de escoba para que los viajeros puedan posarse cómodamente. En un platón organizó el bebedero con agua fresca “que se debe cambiar todos los días” según recomienda a las pequeñas María Jo y Valentina Fa, quienes le colaboran con más curiosidad que con interés naturalista.
Para ganarse la confianza de los pájaros, subió algunas materas con sus raquíticas plantas, que sin embargo, contribuyen a dar un toque de verdor al desolado tejado.
Conocedor de la importancia de la observación en el conocimiento de la vida natural, elaboró un escondrijo camuflado para mirar sin ser visto. Con una estructura simple de madera, recubierta de papel verde lleno de huecos, organizó un mirador portátil para estudiar el comportamiento de cualquier forma de vida silvestre que llegara a su techo.
La instalación completa fue bautizada SALMO (Sistema de Apoyo Logístico al Migratorio Ocasional) y el aprovisionamiento obedecía a la más simple de las filosofías:
—Un puñado de cada cosa que saque del cajón de la despensa no va a hacer rico ni pobre a nadie, y en cambio puede convertir esta casa en un santuario migratorio, objeto de un documental de la National Geographic Society.
Con estas palabras y en nombre de la vida, sacó del armario de la cocina un puñado de arroz, maíz, avena en hojuelas y cuanto alimento seco que consideró pudiera ser atractivo para los pájaros.
Las lombrices de tierra fueron conseguidas en una operación nocturna contra un lote enmalezado de la vecindad. Los tres naturalistas llegaron con los zapatos embarrados, con el consiguiente disgusto de la señora María Pa, quien mantiene su casa como tacita de plata.
La provisión de gusanitos se logró mediante el expediente de dejar en la sombra húmeda dos guayabas y tres plátanos que pronto tuvieron encima una nubecilla de diminutas moscas de la fruta:
—Drosophilla melanogaster —dijo Elías a las pequeñas María Jo y Valentina Fa mostrándoles la ilustración en el tomo III.
De los huevos puestos en la oscura pulpa de la fruta fermentada, muy pronto eclosionaron, bullentes, miles de larvas.
El sábado siguiente Elías Hoisoi madrugó a acurrucarse dentro de su observatorio y dio comienzo a la espera de las aves.
Imaginó las nubes de palomas americanas que oscurecían el cielo en su viaje al sur (pero no vinieron debido a que fueron cazadas hasta la extinción total).
Pensó en las ruidosas bandadas de patos que su padre recordaba haber visto en la infancia, cuando alrededor de la ciudad había lagunas de quietas aguas claras, que hervían de peces y de ranas. Allí se detenían los barraquetes y los patos reales, y se quedaban a vivir y a criar sus pequeños.
Ahora no hay nada, las lagunas están secas, o son pantanos de aguas negras o botaderos de basura. Los patos pico de oro se extinguieron en los años cincuenta…
No queda ningún viajero extraviado que venga a posarse en el platón de agua fresca que, tal vez demasiado tarde, Elías Hoisoi pone a disposición de los viajeros del aire.
Sin embargo, él tiene la paciencia que hace verdaderos sabios y espera los sarapitos esquimales que según el tomo II recorren el planeta del Polo Norte al Polo Sur.
Dicen los naturalistas que son aves que se pasan la vida volando, como los ángeles, que sí saben para qué tienen las alas.
Pero por la casa de Elías parece que no pasan los sarapitos ni los ángeles.
Donde bulle la ciudad, por las calles construidas sobre las lagunas desecadas solo pasan los raudos autos de los señores gordos y las elegantes damas hacia el Polo Club y los polos de desarrollo urbano.
Lo único que migra es la ganancia, desde los corazones de quienes sueñan con una casita, hasta las arcas de los urbanizadores dueños del paisaje.
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