Carlos Seco Serrano - Alfonso XIII y la crisis de la Restauración

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Alfonso XIII y la crisis de la Restauración: краткое содержание, описание и аннотация

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"La realidad documental -afirma el autor- prueba que el rey Alfonso no intervino en el golpe de Estado de 1923: lo asumió, eso sí, cuando la inmensa mayoría del país lo asumía y lo aplaudía con entusiasmo. Su gran error radicó en la prolongación del régimen dictatorial". Las acusaciones de orquestar la dictadura de Primo de Rivera y de cometer irregularidades financieras contribuyeron de modo definitivo al advenimiento de la II República, y al conflicto de 1936.
El profesor Seco no se propone narrar el reinado de Alfonso XIII, sino objetivar esas acusaciones y, ahondar en su trayectoria política y en el juicio que de él hace la historia.

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Primitivamente, este libro no fue otra cosa que un esbozo de artículo, convertido luego en conferencia —para el ciclo de “Problemas contemporáneos”, desarrollado en la Universidad de Santander durante el mes de agosto de 1968—. La excelente acogida que esa conferencia halló en el público concentrado en La Magdalena me decidió a desarrollar el tema con mayor amplitud.

Asomado al delicioso mirador sobre el mar que azota la península rocosa, en torno al palacio santanderino, la contemplación del océano, indiferente a las pasiones e injusticias de los hombres, estimuló mi deseo de completar este trabajo poniendo orden y claridad en la confusa pugna de versiones acerca de la persona y de la actuación del rey Alfonso XIII; un intento que solo es posible proyectándolo sobre las coordenadas del momento español que le tocó vivir: el de la segunda fase de la Restauración canovista. Porque otro mal lamentable y muy generalizado en la bibliografía alfonsina es la pretensión de «salvar» la memoria del monarca recortándolo y diferenciándolo cuidadosamente del cuadro histórico en que se desenvolvió. En todo caso, para estos transfiguradores a ultranza, el rey fue víctima de una situación heredada y contra la que hubo de luchar. Pero olvidan que a esta lucha le lanzaba una esencial fidelidad a su tiempo; que en todo caso, no se trataba de una simple «reacción en retroceso». Alguna vez he escrito —y habré de volver sobre ello a lo largo de estas páginas— que Alfonso XIII era, medularmente, un «noventaiochista»; y no puede ignorarse que el 98 es el gran fermento del reinado.

El mejor espíritu de dos generaciones preclaras —la del 98 y la del 14— se funde en la personalidad de don Alfonso: el afán de autenticidad, de una parte; el europeísmo, el empeño de renovación y de apertura, de otra. El primero le llevaría a chocar con el convencionalismo del sistema político de la Restauración —el sistema que los mismos noventaiochistas llamarían «farsa»—. El segundo le acarrearía los recelos de cuantos, desde tiempos de Felipe II, vienen manteniendo, de una forma u otra, el «slogan-escudo» España es diferente, y que no vacilarían en acusar a Alfonso XIII de «contubernios con la revolución» a través de vínculos masónicos (…) simplemente porque el rey quería mantener abiertos los contactos a izquierda y a derecha, tanto de cara a España como de cara a Europa. Procediendo en buena lógica, tanto los denostadores de la «farsa» como los cosmopolitas de 1914 debieron comprender y apoyar cuanto quiso ser para el país Alfonso XIII. Ilógicamente, le condenaron por su fidelidad al mismo espíritu en que ellos comulgaban.

1.

La Restauración, entre dos ciclos revolucionarios

ANVERSO Y REVERSO DE LA OBRA DE CÁNOVAS

La Restauración canovista supone —como cualquier coyuntura histórica—, un anverso y un reverso, perfectamente análogos a los que ofrecen otras situaciones nacionales en la Europa finisecular. A Cánovas le correspondió cerrar, en ponderado equilibrio, un ciclo revolucionario, el de la revolución liberal; pero su obra política coincidió con el desarrollo de un ciclo nuevo, marginado por ella: el de la revolución socialista.

El reinado de Alfonso XII y los primeros años de la Regencia contemplaron el remanso del romanticismo político: las viejas tensiones y pronunciamientos de la época isabelina quedaron desplazados por la colaboración constructiva, sobre una plataforma de básico acuerdo —la lealtad a la nueva monarquía, entendida como «posibilismo» y «apertura»—, entre los dos partidos del turno pacífico: heredero el uno del moderantismo centro-izquierda, que encarnara la Unión Liberal, y el otro del progresismo democrático triunfante en las Constituyentes de 1869. Cánovas había logrado superar la guerra civil con una fórmula de convivencia, y los obstáculos tradicionales con un supremo arbitraje en el disfrute del poder por los «partidos dinásticos».

Sino que esta revolución liberal que ahora se remansaba en el triunfo había sido una revolución de minorías: su nervio sustentador, el elemento burgués, no constituía más que una leve película —reforzada por una mesocracia de funcionarios y hombres de «profesiones liberales»— en los estratos sociales de la España decimonónica; y si en algún momento pudo tomar apariencias de «revolución popular» o revolución de masas, ello se debió a dos razones: de una parte, la apelación demagógica del progresismo; de otra, el hecho de que ese progresismo solo se pusiera a prueba —y de modo precario— en el paréntesis de dos años que siguió a la vicalvarada, durante el cuarto de siglo de reinado personal de Isabel II.

No deja de ser curioso que, precisamente cuando se hacía más sincera la apertura del progresismo burgués hacia el «cuarto estado», es decir, cuando aquel apelaba a una fórmula democrática para dar cuerpo al nuevo régimen político propugnado en la revolución de 1868, se produjese la ruptura definitiva entre la masa proletaria —hasta entonces embarcada en unas naves que no la conducían a «su» puerto—, y los defensores del sufragio universal y de todos los derechos individuales. En este sentido, dos cosas fueron decisivas: el arraigo, en suelo español —y favorecida, precisamente, por la plenitud de derechos reconocidos en las Constituyentes—, de la propaganda bakuninista; y el choque entre la realidad social y la organización del orden político. Con escasa prudencia, los demócratas habían prometido demasiadas cosas —algo, sobre todo, esencial para ganarse la adhesión de los elementos populares: la supresión de las quintas[1]—. Cuando, triunfante la revolución política, los que la habían sustentado con un auténtico calor de masas trataron de sacar sus consecuencias económicas y sociales, se vieron una vez más decepcionados ante los obstáculos interpuestos en su camino por el nuevo orden que ellos, ilusionadamente, habían contribuido a crear. Este divorcio, muy temprano, entre el pueblo ínfimo y los caudillos de la revolución, se reproduciría luego frente a los republicanos, que no iban, de hecho, en su programa social y económico, mucho más allá de unos objetivos estrictamente burgueses[2]. Del doble rompimiento sacaría partido, con asombrosa rapidez, la Primera Asociación Internacional de Trabajadores, apresurándose a poner de relieve que ella encarnaba otra revolución, la de los proletarios, que desde ese momento debían volver la espalda a las engañosas sirenas de una falsa democracia —la de Prim, la de Amadeo, pero también la de Castelar y la de Pi[3]—. Se trataba de enarbolar «la roja bandera de la revolución social», detrás de la que habría de movilizarse «el proletariado militante».

La revolución dentro de la revolución hizo añicos las ilusiones de la democracia burguesa, patéticamente encarnada en Castelar —convertido, por paradoja, en dictador[4]—, y le restó fuerzas con que oponerse a la fórmula renovadora acuñada por Cánovas para «su» restauración. La obra de Cánovas, por consiguiente, se beneficiaba de la necesidad de concordia que el peligro de subversión social había hecho evidente en el campo burgués de todos los matices; a cambio de integrar en su juego político —amparados por una corona que no estaba ya, como la de Isabel II, adscrita a un solo partido— todos los viejos y nuevos programas liberales, garantizaba el orden social cerrando filas frente al ciclo revolucionario abierto por Marx y Bakunin.

Sería, sin embargo, inexacto e injusto resumir la obra de Cánovas, como tantas veces se ha hecho desde el campo de las extremas izquierdas, con el simple calificativo de «reaccionaria», puesto que distó mucho de una simple vuelta al punto de partida —el monopolio del poder por el moderantismo isabelino—; se esforzó, por el contrario, en arbitrar una fórmula abierta a derecha e izquierda, en consolidar, en torno al trono y a la legalidad constitucional, el equilibrio entre las fuerzas políticas separadas por el 68. Precisamente por la amplitud o la flexibilidad que la caracterizaron ha habido en nuestros días quien ha atacado la obra de Cánovas; me parece evidente que si la «apertura» hacia la herencia del 68 terminó a la larga arruinando la Restauración al cabo de medio siglo, de seguro su duración hubiera sido mucho más corta —no habría rebasado, probablemente, los primeros días de la Regencia—, de reducirse, una vez más, a ser instrumento de un solo partido. Muy por el contrario, el fracaso de la obra de Cánovas radica en los límites de su «apertura»; en su incapacidad para asimilar, o para captar, las bases sociales de la nueva revolución alumbrada por la Internacional. Y a medida que avance el tiempo, en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado de Alfonso XIII—, se hará más evidente que la suerte del Régimen depende de sus posibilidades de captación de la nueva izquierda: la que había sido marginada en los días de Cánovas y Sagasta.

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