[13]Jesús PABÓN: El 98, acontecimiento internacional. En Días de ayer. Alpha, Barcelona, 1963, p. 193.
[14]Véase Jesús PABÓN, Cambó, I. 1876-1918, Alpha, Barcelona, 1952, p. 95. Pabón señala cuatro corrientes confluyentes en la formación del catalanismo político: el proteccionismo económico; el federalismo político; el tradicionalismo y el renacimiento cultural. Cuando Vicens Vives ha tratado de analizar, a su vez, las raíces del catalanismo político (Historia social y económica de España y América. Barcelona, Teide, 1958, t. IV, vol. II, p. 386), se ha ceñido al mismo esquema de Pabón, glosándolo y desarrollándolo; su pretendida contraposición a la tesis de Pabón se limita, en realidad, a confirmarla.
[15]Ferrán SOLDEVILA: Historia de España, t. VIII, Ariel, Barcelona, 1959,
2.
El 98 y la Restauración
EL IMPACTO DEL 98: EL PROCESO DE REACCIONES
No nos interesa aquí hacer un estudio del problema cubano, o del enfrentamiento entre España y Norteamérica. Nos interesa, sí, el 98 por lo que significó como impacto, como factor de conmoción en la conciencia y en la vida política del país.
Con esa tendencia al maximalismo típica del español de todos los tiempos, el desastre ultramarino se entendió como un vislumbre de máxima mina moral, sin tener en cuenta que otros pueblos habían vivido también sus 98. En efecto, el profesor Pabón ha recordado muy oportunamente que en el mundo regido por los principios diplomáticos de la llamada «balanza de poderes», la crisis española no es un hecho excepcional: se parece a otras atravesadas por diversas potencias en aquella coyuntura internacional —así, para Portugal el equivalente de nuestro 98 es el famoso ultimátum inglés de 1890; para el Japón, la humillación de Shimonosheki, en 1895; para la propia Francia, la famosa crisis de Fashoda, en 1898 precisamente—. Sino que en todos estos casos, si el planteamiento es idéntico —una imposición de fuerza, en torno a intereses imperialistas, cuando el mundo internacional carece de una organización supranacional arbitral, del tipo de la posterior Sociedad de Naciones—, no llega a las últimas consecuencias como en el caso del enfrentamiento de España con los Estados Unidos. Un hecho llama la atención, desde luego: la dignidad con que la corona hace frente a la crisis. Aún hoy impresiona la lectura del despacho —inédito hasta ahora— en que el embajador Woodford dio cuenta al presidente Mac Kinley de su clarificadora entrevista con la Reina regente el día 15 de enero de 1898, fecha crucial en el conflicto. Doña Cristina dio entonces una lección de honestidad, de sentido del honor, al presidente[1].
Por eso ha dicho Pabón que el español fue «un 98 en la serie de los 98, el único no aceptado»[2]. De una parte, para el Gobierno responsable, porque se planteó como una alternativa entre la guerra y el deshonor. De otra, para la masa media del país, porque desorientada por lamentables campañas de prensa, vivió a lo largo de todo el conflicto un gran error que alimentó su loca esperanza en la victoria: causa de la posterior reacción ante el Desastre. De haberse planteado el conflicto para todo el país con un sentido numantinista, el de la decisión heroica en alternativa extrema, como ocurrió en las esferas de Gobierno, no se hubiera producido la posterior reacción[3].
La quiebra fue en principio demasiado profunda, y quizá por ello mismo tardó —relativamente— en subir a la superficie. Pero no podemos aceptar la visión simplista, que a veces ha tomado características de lugar común, de un país frívolamente insensible a la catástrofe. En realidad, ya desde el primer momento la conmoción espiritual se manifestó, sucesivamente, en tres planos.
El primero surgiría en la consternación, el dolor mudo del pueblo sencillo ante una realidad no prevista; la realidad que se hizo concreta durante el otoño y el invierno de 1898, con la llegada a los puertos, y luego a las ciudades y pueblos del interior, de los soldados repatriados, extenuados por la lucha contra los hombres y contra el trópico. La realidad que captó, en impresionantes apuntes, el lápiz del catalán Nonell, y que todavía podría percibir Rubén Darío, en 1899, a su llegada a Barcelona.
El segundo plano brotó en el mundo de la «política vigente», en primer término a través del debate en las Cortes reunidas para autorizar al Gobierno a las expoliaciones de la paz de París (el armisticio, recordémoslo, se ajusta el 12 de agosto: en septiembre las Cortes facultan al Ministerio Sagasta para la cesión de provincias y posesiones de Ultramar: el tratado se firma en diciembre). Ese debate de septiembre puso de relieve la insolidaridad de los distintos grupos políticos ante el fracaso: desde las fulminaciones del conde de las Almenas en el Senado, contra los mandos del ejército y la escuadra, hasta el ataque desatado por los republicanos en el Congreso, contra el Gobierno liberal, al que se acusaba de no haber sabido evitar la guerra con los Estados Unidos y —con más justicia— de sus imprevisiones en la preparación y organización de medios de defensa que hubiesen correspondido a los inmensos sacrificios del país. A la larga, la repercusión del 98 en los círculos políticos de la Restauración iba a poner de manifiesto un último y fundamental resultado: el futuro solo estaría abierto para los disidentes del sistema que había llevado a la gran decepción. «El turno de los partidos se hará crecientemente difícil —observa Pabón—. El intento de gobernar realmente solo será posible para los disconformes en la marcha hacia el desastre. Ello pudo ser obra de la propia conciencia, o resultado de una difusa opinión pública. Intentarán gobernar realmente Silvela, el de la carta al general Lazaga; Maura, el “filibustero” de las reformas autonomistas; Canalejas, el derrotista de la carta a Sagasta»[4].
Y por último, en un tercer plano hemos de situar la postura crítica de los círculos conscientes, más o menos alejados de la política en vigor: según la enumeración, sintéticamente exacta, de Fernández Almagro y el duque de Maura, «obreros sindicalistas, mesócratas de la Unión Nacional, burgueses catalanes, intelectuales ateneísticos..., tan desdeñosos del grupo liberal como hostiles al conservador»[5]. Examinémoslos más de cerca.
En primer lugar, la organización política y sindical del Partido Socialista, núcleo todavía minoritario pero con un programa maximalista incompatible con la estructura social vigente[6]; precisamente ahora va a iniciar un desarrollo lento, pero ininterrumpido, bajo la dirección de Pablo Iglesias.
Donde aparecían fuerzas enteramente nuevas, estimuladas por la desconceptuación del Estado y por la crítica negativa —escribe Fernández Almagro—, el pueblo tampoco se sintió solicitado... El obrero en trance de soñar con la revolución no veía mejor instrumento que las organizaciones marxistas, y por afinidades negativas, en alianza con el enemigo común, el anarquismo, que tanto impresionaba al obrero de la industria como al jornalero del campo, y más en esta desgraciada coyuntura histórica en que la acción directa convencía más que cualquier otro procedimiento subversivo al impaciente, al resentido, al místico de la violencia, al que, frente a la quiebra del Estado y de la política en juego, no veía otro recurso que la fuerza, magnicidio inclusive, cuando no teóricamente la negación de cualesquiera instituciones... Los socialistas no dejaban pasar la ocasión de la guerra y el desastre para intensificar sus propagandas contra la monarquía, y ninguna otra campaña de más efecto, por su simplismo, pudo desarrollar que la cifrada en este dilema: O todos o ninguno, aludiendo a la movilización militar de pobres y ricos, sin redención a metálico ni sustitutos, o en el reconocimiento de la independencia de Cuba como única manera de llegar a la paz... Luego vino la campaña en contra de las despiadadas condiciones en que era repatriado el combatiente en Cuba y Filipinas, enfermo, hambriento, deprimido, pendiente de cobrar los haberes que tarde, mal o nunca le abonarían. Esta campaña que trascendió del Partido Socialista e hicieron suya los grupos anarquistas y los republicanos de todos los matices, logró extraordinaria difusión popular[7].
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