Carlos Seco Serrano - Alfonso XIII y la crisis de la Restauración

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Alfonso XIII y la crisis de la Restauración: краткое содержание, описание и аннотация

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"La realidad documental -afirma el autor- prueba que el rey Alfonso no intervino en el golpe de Estado de 1923: lo asumió, eso sí, cuando la inmensa mayoría del país lo asumía y lo aplaudía con entusiasmo. Su gran error radicó en la prolongación del régimen dictatorial". Las acusaciones de orquestar la dictadura de Primo de Rivera y de cometer irregularidades financieras contribuyeron de modo definitivo al advenimiento de la II República, y al conflicto de 1936.
El profesor Seco no se propone narrar el reinado de Alfonso XIII, sino objetivar esas acusaciones y, ahondar en su trayectoria política y en el juicio que de él hace la historia.

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También he procurado matizar cuanto estaba dicho sobre la grave «encrucijada» de 1917, en la que algunos han querido ver una ocasión frustrada, que tal vez pudo evitar, a veinte años de distancia, la guerra civil de 1936. Desde luego, no participo de semejante idea; y creo que, de triunfar la huelga revolucionaria de agosto, las consecuencias hubieran sido muy graves, capaces de abocar, si no a una guerra civil, a nuestra implicación en la guerra mundial. Pero en este caso, también he de remitirme a las páginas que en mi estudio sobre Dato dediqué a la actuación del político conservador durante todo el verano de 1917.

He ampliado los capítulos referentes a la dictadura y a la crisis final de la monarquía. Sigo creyendo que la dictadura era inevitable en 1923 —-y así pensaba, por entonces, el mismísimo don Antonio Maura—. Pero el problema residía —como siempre en esta clase de situaciones «de excepción»— en su posible salida hacia «la normalidad». A ello he dedicado especial atención, así como a la actitud del socialismo, que hizo imposible un cambio en continuidad, capaz de evitar la ruptura republicana.

Deseo agradecer de nuevo la atención y las críticas que mi obra despertó hace diez años. De aquellas, solo he querido responder expresamente a las que he considerado inmotivadas e injustas. Y vuelvo a pedir indulgencia a los muchos que saben más que yo, o que ven más claro que yo. A estos últimos les ruego que no confundan mis errores, siempre posibles, con prejuicios o apasionamientos. En último término, me consolaría recordar la profunda observación de Tagore: «Si cierras la puerta a todos los errores, dejarás fuera la verdad».

Madrid, abril de 1979.

NOTA A LA TERCERA EDICIÓN

HE VUELTO A LEER ESTE LIBRO, cuya primera edición apareció hace casi un cuarto de siglo, y la segunda en 1979, a fin de acomodarlo a una tercera. Tal «acomodación» podía responder a uno de estos dos criterios: o una remodelación a fondo, capaz de incorporar todas las novedades bibliográficas recientes: o una simple corrección —erratas y algún error deslizado todavía en 1979—. Me he decidido por la segunda vía porque, en líneas generales, mi imagen del rey y del reinado sigue siendo la misma que aquí se refleja.

Solamente en alguna nota he incorporado ahora mínimas referencias a estudios más recientes, confirmatorios de lo que ya habíamos afirmado Jesús Pabón y yo mismo años atrás: esto es, que contra las desatentadas acusaciones de Unamuno —y de Prieto—, verdaderos orquestadores de la gran ofensiva de 1929-30 contra la dictadura y contra la monarquía, la realidad documental prueba que don Alfonso no intervino en el golpe de Estado de 1923: lo asumió, eso sí, cuando la inmensa mayoría del país lo asumía y lo aplaudía con entusiasmo. Aunque es cierto que en la prolongación del régimen dictatorial radicó el gran error de don Alfonso. La crítica más objetiva ha exonerado también al monarca de las acusaciones que contra su honorabilidad en asuntos de otra índole (financieros fundamentalmente) se insinuaron en 1931, para montar el escandaloso proceso que las Cortes republicanas desplegaron aparatosamente, y cuyos resultados se ocultaron luego, en vista de que eran negativos para la tesis que pretendían sustentar.

Ahora bien, ambas acusaciones —la de Alfonso XIII artífice de la dictadura, y la de Alfonso XIII «hombre de negocios»— contribuyeron fundamentalmente a la gran crisis de 1931, generadora a su vez de la de 1936. Pasados ya más de sesenta años de la primera fecha, hoy se puede escribir la historia del reinado, liberándolo de la hojarasca difamatoria acumulada por sus detractores de aquellos días.

Cuando este libro apareció en 1969, fue algo así como un navegar contra corriente; pienso que ahora la corriente de la Historia le empuja a favor, en su tercera singladura.

Carlos SECO SERRANO

Madrid, diciembre de 1992.

INTRODUCCIÓN

CADA DÍA SE HACE MÁS URGENTE la revisión a fondo de la etapa histórica cubierta por el reinado de Alfonso XIII. Estamos corriendo el riesgo de que determinados esquemas —en el mejor de los casos, semiverdades—, montados por una estrategia política oportunista, acaben convirtiéndose en tópico imposible de extirpar. El español medio, en lo referente a nuestra historia más próxima, nunca digerida en los distintos ciclos de enseñanza, acostumbra a rellenar este vacío con apresuradas lecturas de prensa, siempre que las informaciones deportivas le dejen resquicio para atender a algo más que a los pronósticos sobre la marcha de la «liga»; o se atiene a los machaqueos «robotistas» de la televisión, que le dan todo hecho, hasta la función de pensar, pero que en lo que atañe a la historia de nuestro tiempo distan, sistemáticamente, de una posición objetiva.

El despiste de las últimas generaciones españolas al juzgar la época alfonsina no depende solo de la escasa información, sino de la mala información. La república —era lógico— denostó al régimen que acababa de derrocar, los epígonos del Frente Popular extremaron esta actitud. Pero la reacción cristalizada en la guerra civil, por razones exactamente contrapuestas, no fue más benévola —o más justa—. Su condena sistemática del siglo liberal y antiespañol envolvió a la Restauración íntegramente. Con cansina insistencia se repitió, una y otra vez, el cómodo y socorrido latiguillo de los «cincuenta años de incuria y abandono». Toda una pletórica etapa de nuestro pasado se quiso borrar sin más, empezando por caracterizarla erradamente; sustituyendo por falsos tópicos un tratamiento sincero de la realidad. Por lo general, las menesterosas mentalidades alimentadas con este fraude informativo no percibían sus contradicciones notorias, sobre todo, en el caso de la figura que simboliza y encarna los treinta primeros años de nuestro siglo: la del propio rey Alfonso XIII, acusado de liberal impenitente cuando acababa de ser condenado por su «insinceridad» constitucional.

Mi actitud frente al «Alfonso XIII histórico» es una estricta muestra de independencia de criterio, porque he llegado a ella tras largo peregrinar entre juicios e interpretaciones contrapuestos, pero no, en modo alguno, partiendo de un prejuicio propio. El estudio detenido de los hechos y la contrastación de pareceres me ha llevado a convicciones muy firmes, que me limitaré a exponer con la máxima claridad y sinceridad al lector, a sabiendas de que ello me acarreara una segura fama de «reaccionario». Lo cual, dicho sea de paso, me es desde luego indiferente; porque siempre me ha preocupado más que la opinión adversa o favorable de los demás, la paz de mi propia conciencia —de mi propia conciencia de historiador—. En este sentido me enorgullezco de tenerme por «reaccionario»: he reaccionado siempre —le decía yo en cierta ocasión a un amigo... progresista— contra lo que considero injusto y arbitrario, ya venga la injusticia y la arbitrariedad de la izquierda o de la derecha; he reaccionado siempre contra todo aquello que pretenda encasillarme, privándome de criterio, sustituyendo el raciocinio libre por la forzada consigna; y después de esto, seria demasiado pedir que me mirasen sin desconfianza —sin hostilidad, al menos— las irreconciliables parcialidades de nuestro incómodo presente, herederas directas de aquellas otras en que naufragó la España de Alfonso XIII. Estoy, pues, desde ese punto de vista, muy bien avenido con el papel de polarizador de fuegos cruzados.

Quizá por eso mismo me ha sido más fácil «comprender» el caso de Alfonso XIII. Representaba él una razón, un concepto de España que rehuía la limitación a un simple programa de partido o de clase. Ese concepto ¿tenía un valor permanente, definitivo? En todo caso, don Alfonso se esforzó por adecuarlo a las realidades, sociales e ideológicas, que en la segunda fase de la Restauración fueron aflorando en el plano vital del país, a partir del profundo revulsivo de 1898. Durante veintinueve años luchó el rey para evitar que una quiebra irreparable disociase al país en planos contrapuestos; fue el suyo un esfuerzo continuado, abrumador, para salvar una línea evolutiva rehuyendo la revolución, pero también la guerra civil. Y cuando creyó que en este empeño podía ser necesario su propio sacrificio, no vaciló en sacrificarse. A mis ojos, esto es suficiente para enaltecer ante la Historia grande —no ante la historia de estos o de aquellos— la memoria de Alfonso XIII: pienso que solo las pasiones que les arrojaron para siempre en el triunfalismo o en el revanchismo han podido oscurecer el juicio de cuantos padecieron en su carne el desgarramiento de la lucha fratricida.

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