Antonio Cruz Suárez - Introducción a la Apologética

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El libro Introducción a la apologética cristiana de Antonio Cruz es una respuesta a la tendencia hostil que hay en nuestro mundo y sociedad actual, la cual tiende a ridiculizar a la religión y a la fe cristiana de forma especial, y por supuesto a la existencia de Dios, dando argumentos científicos, filosóficos y sociales para acabar mostrando que la fe cristiana es una fe «no científica, no razonada, etc.»
La razón principal del libro es, precisamente, responder a cuestiones fundamentales del cristianismo con la intención de proporcionar herramientas apologéticas útiles, no solo para los jóvenes, sino también, para todos aquellos que las requieran y fundamentar científicamente «La evidencia de Dios».
Hay trece capítulos que, sin ser exhaustivos, abarcan los principales temas de la controversia entre la fe y la increencia.
Temas como: la apologética, la cosmología, el diseño, la moral, el problema del mal, las relaciones entre la ciencia y la teología, el origen del universo y la vida, la teoría de la evolución, la Biblia como inspiración divina, el concepto de milagro, la resurrección de Jesús, la historicidad de Jesús, las principales cosmovisiones religiosas del mundo con el cristianismo, etc.
Dando, así, argumentos y respuestas a preguntas tan actuales como:
¿En qué hemos fracasado? ¿Qué fundamentos teológicos y racionales hemos inculcado a las jóvenes generaciones? ¿Por qué abandonan sus creencias cristianas? ¿Cómo es que no saben dar razón de su fe? ¿Acaso se haya insistido demasiado en los sentimientos y poco en los argumentos o la reflexión espiritual? ¿Cómo podemos revertir esta realidad?

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Período reformado (Siglo XVI)

La venta de indulgencias promovida por el papa León X para financiar la Basílica de San Pedro fue el detonante para que un monje agustino, Martín Lutero, planteara sus 95 tesis, quemara públicamente la excomunión del Papa, tradujera la Biblia a la lengua del pueblo alemán, y arrancara con ello a media Europa del dominio de Roma dando lugar a una nueva modalidad apologética: la controversia entre católicos y protestantes. Esta vez, los enfrentamientos entre cristianos no se limitaron al área del pensamiento y al terreno de la Escritura, sino que pasaron al campo físico de la violencia y de las armas, dando lugar a la Inquisición y a las guerras de religión: la Guerra de los hugonotes en Francia, la Guerra de los 30 años en Alemania, etc. La apologética desarrollada por ambos bandos actuó como un crisol necesario para purificar la fe y a la vez ser motor del progreso.

Lutero (1483-1546) escribió su Cautividad Babilónica de la Iglesia y sus Comentarios , toda una revolución en la apologética de la doctrina de la justificación por la fe 36. Calvino (1509-1564) publicó su Institución de la Religión Cristiana , sentando las bases no solo de toda la futura teología evangélica sino también de las democracias modernas 37. El Papa hizo frente al protestantismo iniciando la Contrarreforma e intentando la tarea de reformar su propia Iglesia a través del llamado Concilio de Trento. Una reforma inconclusa, en la que profundizaron después otros concilios, como el Vaticano II. La división originada por la Reforma dio lugar no solo a dos teologías diferentes, sino también a dos sociologías distintas. Dos concepciones opuestas de la vida: la católica y la protestante, que con el tiempo, cristalizaron en la política, en la economía, en las artes, creando diferencias muy marcadas y reconocidas históricamente entre los países protestantes y los países católicos.

En las formas de gobierno, frente al despotismo de emperadores y reyes católicos, la progresiva evolución de los países protestantes hacia la democracia. En la economía, frente a la visión católica del trabajo como un castigo, la concepción protestante del trabajo como un don de Dios. Frente a la cultura del ocio, la cultura de la laboriosidad. Ante la sobriedad de la arquitectura religiosa protestante, la suntuosidad del barroco católico. Opuesta a la austeridad del pintor protestante Rembrandt (1606-1669), la exuberancia pictórica del católico Rubens (1577-1640). Y, en fin, frente al encasillamiento musical de las partituras de Giovanni Palestrina, la libertad de expresión musical de Juan Sebastián Bach.

Período astronómico (Siglos XVI y XVII)

En el año 1540, Nicolai Copérnico (1473-1543), afirmó que la concepción tolemaica geocéntrica del universo, aceptada por la Iglesia católica, era falsa. La Tierra no era el centro del universo, el Sol no giraba alrededor de ella, sino al revés. El Papa se indignó. El libro de Copérnico titulado De Revolutionibus fue incluido en el “índice de libros prohibidos” acusado de: «contener y dar como verdaderas, ideas sobre la situación y movimiento de la Tierra, enteramente contrarias a las Sagradas Escrituras». Cuando el fraile dominico Giordano Bruno (1548-1600) se atrevió a relacionar sus teorías panteístas con las de Copérnico, fue quemado en la hoguera sin contemplaciones.

Tuvieron que pasar 73 años, hasta 1633, para que Galileo Galilei (1569-1642), animado por los descubrimientos hechos con su telescopio, volviera a hablar del tema. La Inquisición actuó de nuevo, le condenó y tuvo que retractarse; pese a que escribiera al pie de su retractación la famosa frase: «Y sin embargo se mueve». Cuatro años después de que la Inquisición condenara a Galileo, René Descartes publicaba en Francia su famoso «Discurso sobre el Método» conocido como el método de la duda, inaugurando con ello la era del Racionalismo, la era de los críticos: La Ilustración.

Período de la crítica ilustrada (Siglos XVIII y XIX)

Por la obstinación de los Papas y de un escolasticismo decadente, los esfuerzos de Tomás de Aquino por compaginar la fe con la filosofía aristotélica se desvanecieron. La Iglesia había perdido todo su prestigio y el divorcio entre fe y ciencia estaba consumado. Dios había sido desahuciado de su morada habitual. Descartes nunca llegó a negar explícitamente la existencia de Dios, pero redujo el conocimiento a la razón, negando todo aquello que no se puede razonar. Con ello dio alas al racionalismo dogmático, allanado el camino a otros filósofos racionalistas más radicales como Spinoza (1632-1677) y Voltaire (1694-1778) con su famosa frase: « Quienes te pueden hacer creer absurdos te pueden llevar a cometer atrocidades ».

Los pensadores ingleses reaccionaron al radicalismo de los franceses. Tanto los empiristas Thomas Hobbes y John Locke, como el deísta David Hume (1711-1776), criticaron el racionalismo de Descartes y conjugaron el conocimiento científico con la idea de Dios, aunque, eso sí, desligándole totalmente de su Creación. Tampoco faltaron grandes científicos cristianos convencidos de que la Naturaleza era parte de la revelación de Dios y de que se podía compaginar la fe con la razón. Entre ellos destacan el físico inglés Isaac Newton (1642-1727) y el matemático francés Blas Pascal (1623-1662). Pero fue inútil.

La Revolución Francesa (1789-1815) se ocupó de proporcionar al racionalismo radical las alas que le faltaban. Los hombres de la Ilustración, deslumbrados por el naturalismo y la ciencia, llegaron a la conclusión de que esta, por sí sola, era suficiente para explicarlo todo. Dios quedaba excluido del escenario científico. Algunos apologistas ingleses, como William Paley (1743-1850), padre de la “teología natural”, se opusieron al racionalismo. En su libro Evidencias del cristianismo , desarrolló el famoso argumento de “el reloj y el Relojero”. A pesar de los esfuerzos de Paley, a finales del siglo XVIII, el ateísmo y el escepticismo se habían impuesto. El cristianismo era desacreditado públicamente y la Biblia blasfemada.

Aunque, a decir verdad, las cosas aún no habían tocado fondo ya que faltaba todavía el golpe definitivo. Este “privilegio” le correspondió al naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882). En 1859 publicó su famosa y polémica obra, El origen de las especies , insinuando que la historia de la creación que hallamos en la Biblia era una leyenda; que el hombre no fue creado por Dios sino que proviene del simio. Algunos apologistas cristianos apelaron al recurso de la singularidad del alma humana y admitieron la idea de que quizás nuestro cuerpo hubiera podido descender del simio, pero no el alma, el alma procede de Dios. Tenemos una conciencia que no tienen los animales, que nos proporciona el sentido del bien y del mal. Esta conciencia no puede ser fruto de la evolución, sino que es un don de Dios que nos diferencia de los primates.

No obstante, Sigmund Freud (1856-1939) proclamó la teoría de que no existía el alma y que la conciencia no era algo sobrenatural, recibido de un Creador, sino un simple proceso natural basado en un inmenso almacén de datos creado por nuestro cerebro, que alberga las percepciones presentes y las pasadas de generaciones anteriores, al que llamó “inconsciente”. Con ello el ser humano dejó de ser considerado científicamente como el rey de la creación y quedó reducido a un mero accidente cósmico: sin Creador y sin propósito, sin alma, sin Dios y sin esperanza. Y así surgió una nueva generación de pensadores materialistas y existencialistas como Carl Marx, (1818-1883), Frederick Engels (1820-1895) o Martin Heidegger, (1889-1976).

Las ideas de estos pensadores influyeron en todas las áreas del pensamiento, en la política, la economía, la literatura, la música y el arte. «Dios ha muerto, estamos en la era del hombre», proclamó en filósofo alemán Nietzsche, a finales del siglo XIX. «El hombre ha muerto también, el ser humano es una bestia» concluyó el francés Jean Paul Sartre, a mediados del siglo XX, tras contemplar los horrores del comportamiento humano en los campos de exterminio nazis y posteriormente en los soldados rusos (que violaron en Alemania a dos millones de mujeres, sin distinción de edad). Si Dios ha muerto y el hombre también ha muerto, si no es creación de Dios y no tiene alma, si no es más que un objeto, entonces (según los pintores cubistas y surrealistas), hay que representarlo como un objeto más. Lo mismo da que lo pintemos con los pies en la cabeza que con la cabeza en los pies.

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