De la misma manera, el apóstol Pedro, en su segunda epístola, polemiza con algunos que ridiculizaban la realidad de la Segunda Venida del Señor (cap. 3). Les llama burladores sarcásticos, y les recuerda que para Dios el tiempo humano no cuenta: un día es como mil años y mil años como un día. Así pues, la iglesia apostólica se mantuvo ininterrumpidamente en una doble apologética: defendiéndose de los ataques externos y atajando los problemas internos.
Período patrístico (Siglos II al V)
Tras la muerte de los apóstoles, en el siglo II, los ataques y problemas no amainaron en la Iglesia. Más bien fue al revés, aumentaron y se hicieron más complejos. La Iglesia primitiva, más que olvidarse de la apologética, se vio obligada a potenciarla. Roma vio en el cristianismo naciente un enemigo en potencia, un factor socialmente perturbador que se aislaba de la forma de vida común y no participaba en el culto al emperador. Los grupos sectarios surgidos en el seno de la propia Iglesia se hacían cada vez más fuertes. Los ebionitas judaizantes solo reconocían el evangelio de Mateo. Los marcionitas de tendencia gnóstica preferían el de Lucas. Los docetistas, que creían que Cristo no había sufrido la crucifixión porque su cuerpo supuestamente era aparente y no real, solo reconocían el de Marcos. Mientras que los valentinianos, seguidores del gnóstico Valentín, preferían el evangelio de Juan. Todos se creían poseedores de la verdad absoluta y se enzarzan en luchas internas unos con otros, desacreditando ante los paganos al verdadero cristianismo.
Ante esta lamentable situación, Dios levantó apologistas como Ireneo (126-190 d. C.), que se enfrentó al gnosticismo de Marción, delimitando con ello el primer canon del Nuevo Testamento y revalorizando aquellos escritos que los apóstoles legaron como fundamento y columna de la fe. También Justino (100-165 d. C.) y Clemente (155-220 d. C.), filósofos convertidos al cristianismo, que dedicaron sus vidas a defender la fe, demostraron que el cristianismo no era una herejía judía incompatible con la razón, sino una forma más sublime de esperanza en el más allá. De la misma manera, Tertuliano (160-222 d. C.), famoso abogado romano convertido al cristianismo, fue probablemente el más brillante de todos los apologistas. Su conocida frase dirigida a los emperadores: “más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla” 22, pasó a los anales de la historia.
Más tarde las cosas cambiaron. El filósofo pagano Celso, un defensor apasionado de la cultura helenística, escribió una breve obra contra los cristianos, titulada: Discurso verdadero (Alethes Logos) 23. Celso creía en un dios supremo pero también en una multitud de dioses locales subordinados al primero. Estaba convencido de que los judíos, y sobre todo los cristianos, estaban corrompiendo las tradiciones paganas y socavando los cimientos de la sociedad. En este libro, afirma que Jesús nació de una unión adúltera; que aprendió artes mágicas en Egipto, mediante las cuales engañó a todos; que se inventó su nacimiento virginal; que la resurrección no fue más que una ilusión sufrida por los apóstoles y que el hecho de que fuera traicionado por uno de sus discípulos hasta morir de forma ignominiosa en una cruz, demostraría que no era divino ya que, si lo hubiera sido, habría previsto su trágico futuro y lo habría evitado.
La obra de Orígenes (185-254 d. C.) que responde a tales críticas paganas contra Jesús y sus seguidores se llama precisamente así, Contra Celso 24. En sus más de quinientas páginas, se refutan todas y cada una de las acusaciones que este filósofo había escrito contra el cristianismo y constituye, por tanto, una auténtica referencia para la apologética cristiana posterior. Orígenes explica bien que la fe cristiana no se fundamenta en la demostración filosófica sino que, como afirma el apóstol Pablo (1 Co. 2:4), se trata de una “demostración del Espíritu y de poder”. Es el poder del Espíritu Santo quien convence a los seres humanos. Por lo tanto, ningún cristiano debe permitir que su fe se vea zarandeada por argumentos humanos falibles.
Orígenes afirma que Celso se equivoca gravemente al considerar que el cristianismo es perjudicial para la sociedad. El estilo de vida de los cristianos no puede causar ningún mal al Estado puesto que se basa en el amor y el respeto al prójimo. Si bien es verdad que algunos seguidores de Jesús se niegan a llevar y usar armas, renunciado por tanto a ciertos cargos públicos, por otro lado, benefician a todos por medio de sus oraciones de intercesión y enseñando a las personas a vivir de manera justa y honesta. Resulta del todo increíble –dice Orígenes– pensar que un carácter tan noble y honesto como el de Jesús hubiera sido capaz de urdir una patraña tan pueril, acerca de su nacimiento virginal, con el fin de evitar su propia deshonra. De la misma manera, carece de sentido la idea de que el rabino galileo y sus apóstoles, que murieron por defender el mensaje que predicaban, fuesen unos magos demagogos y mentirosos.
Pedir a los cristianos que demuestren la historicidad de ciertos acontecimientos es una exigencia imposible de cumplir. Lo mismo ocurre con muchos sucesos del pasado. Por ejemplo, no hay ninguna prueba estricta de la guerra de Troya y, sin embargo, su autenticidad es generalmente admitida 25. Los hechos históricos no son repetibles pero eso no significa que no sucedieran realmente. Por otro lado, que Jesucristo sufriera no demuestra que no fuera consciente de su propia traición, así como de sus padecimientos y su muerte inminente. A lo largo de la historia ha habido otros personajes que asumieron también voluntariamente su muerte y, sin embargo, hubieran podido evitarla, como el filósofo griego Sócrates, entre otros. La resurrección de Jesús no puede considerarse legendaria o un invento de los discípulos puesto que estos consagraron sus vidas precisamente a difundirla y muchos perecieron por hacerlo. Tampoco pudo ser una fantasía o una alucinación colectiva –como dice Celso– ya que tales percepciones irreales de la mente nunca tienen lugar entre tantas personas cuerdas.
Tras la conversión del emperador Constantino, el cristianismo pasó a ser la religión oficial (en el Edicto de Milán del año 313). Desaparecieron las persecuciones y con ellas la necesidad de defenderse ante el Estado, pero surgieron nuevos problemas internos, como las controversias cristológicas. Arrio (250-336 d. C.), sacerdote en Alejandría de posible origen bereber, fue un seguidor de Filón de Alejandría que negó la divinidad de Cristo, diciendo que las tres personas de la Trinidad son personas distintas y sin relación entre sí. Según él, la eternidad solo era un atributo del Padre. Atanasio (295-373 d. C.) se vio en la necesidad de enfrentar enérgicamente tal herejía arriana en el Concilio de Nicea y, al afirmar que Cristo es de la misma sustancia que el Padre, dio forma al famoso Credo Niceno .
No obstante, las cosas no marchaban bien en el Imperio romano ya que se volvía cada vez más corrupto y comenzaba a desmoronarse. La sociedad y también la Iglesia reflejaron esta tendencia a la relajación moral. Juan Crisóstomo (344-407 d. C.) decidió enfrentar apologéticamente la inmoralidad y condenarla enérgicamente en sus homilías, defendiendo la dignidad de los valores cristianos. En su principal tratado apologético, Demostración a judíos y griegos de que Cristo es Dios26 (escrito entre 381 y 387), argumenta que Jesucristo hizo lo que ningún hombre hubiera podido hacer, atraer a la fe a pueblos que estaban culturalmente muy alejados de ella.
Finalmente, Agustín de Hipona, (354-430 d. C.) tuvo que enfrentarse con diversos problemas internos de la cristiandad, como el cisma puritano de los donatistas (quienes afirmaban que los sacramentos solo los podían administrar los puros) y seguir batallando contra los arrianos. No obstante, también resurgieron los problemas externos como la acusación al cristianismo de ser el responsable de la caída del Imperio romano. Agustín emprendió la defensa de la fe cristiana con la más famosa y conocida de sus obras, La Ciudad de Dios , 27otro monumento de la apologética, que aún hoy en día, los profesores universitarios ateos, exigen leer a sus alumnos como lectura necesaria para entender las raíces cristianas de la cultura occidental.
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