El Mundo, Medellín, agosto 7 del 2018
No es mucho pedir que se cumpla la Constitución
Cualquiera que sea el resultado de estas elecciones, no cambiará el sistema económico y social capitalista basado en la propiedad privada de los medios de producción, en el capital como fuente de riqueza y en la asignación de los recursos a través del mecanismo del mercado con poca influencia del Estado y del gobierno; ni cambiará, por supuesto, el poder y la influencia del capitalismo, de los capitales y de los capitalistas en el sistema jurídicopolítico, en la cultura ni en las costumbres.
No cambiará tampoco el sistema jurídico y político de raigambre liberal, es decir, la Constitución, ni en su parte dogmática (Preámbulo y Carta de derechos), ni en su parte orgánica (administración del Estado). Nuestra Constitución, que es algo así como una represa jurídica que pretende domar el poder y utilizarlo para beneficio común, está hecha para que se siga desarrollando el sistema capitalista, pero también para atenuar la desigualdad social que produce; está hecha para que se respete la propiedad privada, pero también para que cumpla una función social. Y por esa razón incluye, como la inmensa mayoría de las actuales constituciones del mundo: 1) todos los derechos típicamente liberales de primera generación, que son contrapesos al poder del Estado como poder colectivo y a tiranías de mayorías y de minorías de toda índole; 2) los derechos de segunda generación introducidos para “remediar” los efectos de la desigualdad social, económica y cultural que históricamente ha producido el capitalismo; 3) los derechos de tercera generación, los colectivos y del ambiente, como el de la paz y los ecológicos, que buscan “mitigar” las consecuencias de los conflictos violentos y de los estragos del progreso y de la indolencia humana, y 4) un capítulo especial de garantías para el cumplimiento de los derechos. Además, si se produjera algún remezón imprevisto, la Constitución está hecha para invalidar normas por innecesarias, convertir en normas costumbres nuevas, normalizar las anormalidades, reintegrar las disidencias, domar las rebeldías, porque es una Constitución abierta y dinámica.
Ninguno de nuestros partidos o grupos políticos está en capacidad de cambiar el sistema capitalista o el sistema jurídico político. Ni en el remoto caso de un golpe de Estado porque los grupos políticos con capacidad para promoverlo y hacerlo son aquellos que, en caso de peligro del sistema capitalista, interrumpirían temporalmente la Constitución para recuperar su normalidad. Ni por la vía legislativa o constituyente porque en el contexto de una división tan nítida del “país político” hay muy pocas probabilidades de reformas estructurales impuestas por una mayoría.
Pasadas las elecciones, y aunque no vengan de una fiesta en la que, como en la canción de Serrat, “comparten su pan, su mujer y su gabán gentes de cien mil raleas”, volverán “el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”, “la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a sus divisas”.
Impresión contraria, para unos de esperanza y para otros de catástrofe, es la que producen en los fanáticos las arengas de los candidatos que, imitando a los narradores de fútbol, sienten orgasmo con un saque de banda y hacen orgía con una gambeta. Solo a una comunidad política que valora poco sus propios derechos puede parecerle cierto que pedir que se cumplan los derechos de segunda y tercera generación, así sea como atenuantes de las deformaciones del capitalismo, es catastrófico, apocalíptico, revolucionario.
Lo que sí puede variar sustancialmente con el resultado de estas elecciones son los repartos burocráticos y las gabelas de los contratos; es decir, el provecho político que se obtiene de ganar las elecciones asumiendo el control de la burocracia y el provecho económico que se obtiene de los contratos. Este es el gran trofeo en disputa. La primera es la red en la que se toman decisiones y el segundo es la red con la que se financian acciones. Para los grupos políticos que viven de la burocracia y de los contratos, para los contratistas y para todos los que medran de alguna manera y en grandes o en pequeñas proporciones, incluidos los empleos altos, medios y bajos, las elecciones son una prueba a su supervivencia, lo cual, además, explica el sofoco, el desespero y la violencia, porque nadie quiere perder lo que tiene, así sea poco, y todos queremos tener algo, así no sea mucho.
El Mundo, Medellín, mayo 22 del 2018
Derecho y opinión
Uno de los logros más significativos de la civilización jurídica es el de la imparcialidad de la justicia legal, que además es un logro contracultural si lo contrastamos con la costumbre, ya casi una moralidad, de trasladar el juicio jurídico desde el estrado judicial a la plaza pública, desde el tribunal del derecho al tribunal de la política. Para evitar el enojoso protocolo de los tribunales, se camina por el atajo que abrevia el tiempo hacia la absolución o hacia el patíbulo. Ya son demasiados los abogados que medran en tabloides, y en la nube, y cuyo éxito se mide por su marrullera habilidad comunicativa en redes sociales para influir en las decisiones judiciales o para sustituirlas.
Hay dos grandes teorías del derecho que hoy coexisten y conviven en la práctica. Una de ellas, la que considero más internalista, apela a la decisión basada en la literalidad de la norma, suponiendo que esta práctica es más eficaz y económica en términos cuantitativos y menos laboriosa y comprometedora con el prevaricato, es decir, más segura jurídicamente. Se suele opinar que esta teoría permite en la práctica calcar la decisión explícita en la norma, dando lugar a una justicia legalista pero severa, minuciosa, escrupulosa, rigurosa y exacta. Quienes la critican consideran que puede producir “injusticias legales” porque, al abstraerse del caso concreto y de sus especificidades, el juez termina homogeneizando y replicando decisiones y porque además convierte al juez en “boca de la ley”, en el sentido de que su papel es el de un intérprete autómata de lo escrito que pone más énfasis en el sistema que en las personas.
La otra es contextualista, si por tal entendemos que para decidir jurídicamente no solo se considera necesario contrastar toda la preceptiva jurídica que soporta la decisión, sino que, por cuenta de que cada caso tiene un rasgo de individualidad y de diferencia, la decisión que le viene bien es aquella que trata de agotar los pormenores de su especificidad y que exceden el carácter abstracto y general de la norma. Esta teoría reta a una práctica jurídica basada en la investigación cientificotécnica, en la que los operadores, jueces, defensores o acusadores están advertidos de que la contextualización no sustituye la decisión jurídica sino que la complementa, porque no es abierta sino cerrada, es decir, estrictamente jurídica, aun así se apele a las experticias interdisciplinares. Quienes critican esta teoría aducen que arriesga la seguridad jurídica.
Ninguna de las dos teorías pretende la sustitución del derecho. Pero los abogados de marras sí, porque extreman el contextualismo hasta sustituir el derecho cuando una decisión les es adversa. Y para ello apelan a la opinión, que es más eficiente cuando estos abogados despliegan la habilidad de un político en “modo electoral” y en la que la solidaridad ideológica o clientelar es sustitutiva del derecho.
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