Durante aquellos años de contratos insólitos, el sospechoso enriquecimiento personal de Ignacio González se convirtió en un secreto a voces en Madrid. Hasta el punto de que, durante una de las cenas de Navidad que el Gobierno regional organizaba en su sede —a todo trapo—, Esperanza Aguirre, siempre socarrona, llegó a pasearse de mesa en mesa preguntando a los periodistas si su número dos era «tan corrupto como se decía». Atónitos, mis compañeros y yo nos limitábamos a sonreír, cuando lo que deberíamos haber hecho es dedicar más tiempo a investigarle. Algunos diputados incluso nos recomendaban tomar fotografías de los valiosos relojes que González exhibía cada semana en las ruedas de prensa posteriores a los consejos de gobierno, porque, según insistían, «algún día serán noticia». Tan notorios eran los desmanes que al gerente del Canal de Isabel II, Ildefonso de Miguel, se le conocía jocosamente como el Egipcio por su manera —decían— de colocar la mano para cobrar comisiones. Al cabo de los años, el juez abrió una investigación para determinar si la construcción de los Teatros del Canal, que acumuló más de veinticinco millones de euros en sobrecostes, incluyó mordidas.
Tras aquellas multitudinarias cenas de Navidad con la prensa, los invitados a la Real Casa de Correos cruzaban al edificio de enfrente, hasta la Consejería de Presidencia, que dirigía el siempre divertido Granados, para disfrutar de la barra libre que organizaba su amigo Pepe, «el inventor de la discoteca móvil». Pepe era José Luis Huertas, dueño de Waiter Music, otra de las empresas investigadas en la operación Púnica por hinchar contratos a cambio de favores personales al político de Valdemoro. ¿Qué periodista no se tomó en aquella época un cubata con Granados, entre risas y chascarrillos? ¿Quién podía sospechar que era un presunto corrupto? No seré yo quien levante la mano. En aquella primera legislatura de Aguirre, los viajes de prensa empezaron a multiplicarse, la mayoría sin sentido. Cubrí uno de cinco días en Israel, con visitas a Tel Aviv, Jerusalén y los Santos Lugares, cuyo único interés informativo consistió en una reunión de los técnicos del Canal con expertos israelíes en gestión del agua. Forzando las naderías que nos habían contado, titulé el teletipo que envié a la agencia apuntando que el Gobierno de Madrid estudiaba «bombardear las nubes con yoduro de plata para incrementar las lluvias en el embalse de El Atazar» 2. Algo que, por supuesto, nunca sucedió.
La Comunidad de Madrid vivía entonces un furor de hormigón: siete nuevos hospitales, la ampliación del Metro y hasta tres actos al día de Aguirre con la prensa. «Nos llevaba con la lengua fuera», cuenta el cámara de televisión Carlos Matarranz, quien cubría la información de la Comunidad. Recuerdo la inauguración del Metro a Villaverde, con conciertos de Isabel Pantoja y Medina Azahara sufragados por la constructora FCC 3. Populismo puro y duro antes de que los ahora llamados populistas entraran en la escena política. Aguirre era la estrella de aquellas fiestas y los vecinos la aplaudían: «¡Sois los mejores, Esperanza presidenta!», gritaban. Y Aguirre, sin parar de dar besos, repetía: «De todas las inauguraciones de Metro que vamos a hacer, esta es la que más me llega al corazón». El control con el que manejaba el partido, el Gobierno y la comunicación durante aquella primera legislatura era absoluto, a pesar de sus reiteradas negativas en los tribunales a reconocer la financiación irregular del PP de Madrid. La presidenta era la primera que se beneficiaba de aquellos actos de propaganda y exaltación de su persona. Su frase preferida, como le recordó Granados en una carta desde prisión, era: «Todo se puede delegar, menos la supervisión».
Varios ejemplos demuestran que en los años locos del «aguirrismo» que siguieron al «Tamayazo» nada se hacía sin el visto bueno de la Jefa, como la llamaban sus colaboradores. Romero de Tejada, el secretario general al que se vinculó con la deserción de Tamayo, se enteró de que no iba a seguir en su puesto por un titular de prensa que fue portada del diario El Mundo y que probablemente es uno de los más antológicos que he leído en toda mi carrera: «Romero de Tejada va a dimitir tras el 26-O, pero aún no lo sabe» 4. Enterarse por la prensa de un nombramiento o una destitución es un clásico de la política, esa entrañable disciplina en la que existen «adversarios, enemigos y compañeros de partido», según la cita que —con pequeñas modificaciones y matices— se suele atribuir a Giulio Andreotti, Konrad Adenauer y, cómo no, a Winston Churchill.
«Aguirre lo controlaba todo, si había una rotonda que no le gustaba, nos decía que la cambiáramos», asegura el exalcade de Boadilla del Monte Arturo González Panero, quien ha aportado a la operación Púnica un valioso testimonio sobre la omnipresencia de la política madrileña en sus años de mandato. El periodista de La Sexta Rubén Regalado también da fe de esa realidad: «Una vez fui a visitar un colegio público recién estrenado y dijo que no le gustaba el color de las puertas. Al día siguiente las habían pintado todas de otro color». El control absoluto de Aguirre —que después negó ante los tribunales alegando que solo dos cargos públicos, Francisco Granados y Alberto López Viejo, le salieron «rana»— lo ejemplifica otra anécdota que me trasladaron los compañeros que la seguían a diario: en una ocasión, a la presidenta le disgustó el belén que habían instalado en la sede de la Comunidad con motivo de las fiestas navideñas porque no tenía «lavandera». En aquella época, el entonces líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Josep-Lluís Carod-Rovira, era considerado como el enemigo público número uno en Chamberí. Así que, tras escuchar la observación de Aguirre, uno de sus colaboradores fue a una tienda de souvenirs y compró una bandera nacional, que colocó con mimo en los faldones del belén, dando al conjunto un aspecto verdaderamente pintoresco. Cuando «la Jefa» advirtió el cambio, en lugar de la esperada felicitación, se rio y espetó: «¡Pero, hombre, yo decía lavandera de lavar!». Hasta el belén de la Puerta del Sol controlaba Aguirre.
CAPÍTULO 3
EL LEGADO DE AGUIRRE:
LA LEZO Y LA PÚNICA
Al principio de los años dos mil, la burbuja inmobiliaria seguía creciendo en Madrid. Lo sabemos bien quienes nos independizamos de casa de nuestros padres en esa época y, alentados por las desgravaciones fiscales y la trampa de las cuentas de ahorro para la vivienda, cometimos el error de comprar un piso en la capital, que en mi caso estaré pagando hasta el simpático año 2032 —si la cosa no se tuerce, y las series de ficción que anuncian el colapso del sistema y el apocalipsis planetario no se hacen realidad—. «¿Qué puede salir mal adquiriendo una hipoteca joven que viene avalada por la Comunidad de Madrid?». «Esto de la cláusula suelo es muy difícil que pase, ¿no?». Ambas eran preguntas que cualquier joven pareja lanzaba al amable director de la sucursal del barrio. El director contestaba —siempre con una amplia sonrisa— con el mismo mensaje de seguridad y confianza en el futuro que minutos más tarde trasladaba a la anciana a la que convencía para que metiera los ahorros de toda su vida en un nuevo producto financiero que ofrecía más rentabilidad que los depósitos: «Se llaman preferentes». Por alguna razón, cuando la crisis empezó a asomar, aquel director de banco, con el que había que reprimirse para no abrazarle de agradecimiento, pidió el cambio de sucursal y se dio el piro. Y si te he visto, no me acuerdo.
En 2004, los atentados del 11M sacudieron la capital. Las mentiras con las que el Gobierno de Aznar intentó atribuir la matanza yihadista a la banda terrorista ETA llevaron al candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero a La Moncloa tras derrotar a Mariano Rajoy, el elegido por el dedazo de Aznar para pilotar su sucesión. Lejos de incomodarse con la nueva situación, Esperanza Aguirre vio una oportunidad para afianzar su poder y proyectarse como la líder nacional que la derecha necesitaba para «liberar» a España del socialismo. Era la nueva «lideresa», como ya se empezaba a decir. Y la Margaret Thatcher castiza estaba lanzada. Ese año consiguió el control total del PP madrileño tras vapulear en el congreso del partido a Manuel Cobo, mano derecha de Alberto Ruiz-Gallardón, al que nunca perdonó sus gestos con el PSOE con motivo del «Tamayazo». Aunque investido alcalde, Gallardón continuaba siendo presidente regional en funciones cuando Tamayo tomó la palabra en la investidura frustrada de Simancas 1 , momento en el que el del PP abandonó el hemiciclo de la Asamblea junto a los diputados de la izquierda. Aguirre se cobró la venganza en el congreso de 2004: Granados fue nombrado secretario general del PP y González, responsable del Comité Electoral. El «aguirrismo» tomaba el poder. Así se inició una alocada carrera entre la presidenta y el alcalde, haciéndose mutuamente la puñeta, con la vista en la posible caída del derrotado Rajoy, competición en la que involucraron a las dos administraciones encargadas de gestionar los asuntos más importantes de los madrileños. La tensión se mantuvo hasta 2011, cuando Gallardón fue propuesto para el Ministerio de Justicia —el último cargo que ocupó antes de desaparecer del mapa político—, y dejó la Alcaldía en manos de Ana Botella, esposa de Aznar.
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