A lo largo del siglo V a.C. —y esa quizás sea la enseñanza fundamental de Sócrates en la configuración de la filosofía— el cuidado de sí se haría transversal a toda la vida. A partir de entonces, podríamos decir, no hay un momento preciso, único o exclusivo para ocuparse de sí. El efecto socrático hará de la ocupación de sí el ejercicio filosófico por excelencia. Razón por la cual, el tiempo de la filosofía se hace un tiempo sin límites. Un tiempo que haya su sentido en sí mismo, no en el futuro ni en los propósitos externos. Es el tiempo de la vida. Es el tiempo que conjunta todos los tiempos. Tiempo sin prisa, tiempo que no pasa. El tiempo que se habita. Es el tiempo de la infancia. Es el tiempo que los griegos señalaban con el vocablo Aiôn (Aιων).
Ahora bien, si asumimos que la infancia es estado y no estadio, una manera de estar y no el lugar, una actitud y no un periodo, si es fuerza más que producto, entonces, más que formar la infancia como un objeto, se tendría que estar atento a ella y cultivarla tanto en nosotros como en nuestra relación con otros (Kohan, 2020). La infancia no es ajena, ni externa; la infancia, por el contrario, es propia, íntima y compartida. Conjuntamente cultivada.
La infancia, segundo elemento a considerar en esta tímida aproximación, asumida como actitud atraviesa toda la vida. Es un estado permanente que se nutre de la curiosidad y la sorpresa; es una manera de habitar la pregunta y posibilitar el aprender en tanto seres finitos que somos. Quizás esta sea la razón por la que Walter Kohan, habla de una educación en la infancia y no de una educación de la infancia y, mucho menos, para la infancia. De hecho, si lo vemos bien, ese carácter de infancia —de infantil— se hace necesario y soporte para la educación, el aprender y la misma filosofía. Ese deseo de saber, el reconocimiento de las propias limitaciones y aquella fragilidad que conduce a ponerse en manos de otro, hacen posible el acto de educar. La actitud infantil, en consecuencia, sería la disposición necesaria para el aprender. Lo otro es instrucción, moldeamiento o transferencia de información.
Sócrates, sigue esta misma actitud con quienes le escuchan en el intento de hacerles ver que en realidad no saben lo que dicen saber; pero no porque Sócrates se los muestre, se los explique o les señale sus errores, sino porque en medio de la conversación los interlocutores logran detenerse, darse vuelta y prestar atención a lo que dicen saber. Ese reconocimiento de la “ignorancia” no es algo delegado, impuesto o adjudicado desde la exterioridad, sino que es una “actitud” derivada de la atención. Un estar presente ante sí mismo, una confrontación consigo, un examen atento. A este tenor, la infancia, el tiempo de la infancia, es un encuentro consigo mismo para entender mejor lo que se es. Por eso es un tiempo que nunca pasa pero que sí se cultiva. Una relación consigo mismo más que una condición atribuida por carencia, anormalidad o incoherencia de acuerdo a moldes predeterminados.
Tal como lo mostrarán las páginas de este libro, la infancia no es un estado cronológico del individuo, sino que es condición para la vida en comunidad. La comunidad bebe de infancia, de apertura, cercanía, fragilidad, necesidad del otro, intento y ensayo. La comunidad bebe del diálogo, del encuentro, de las múltiples voces y manos. Pero también bebe de la ternura que no es otra cosa que abrir el corazón y dejarse tocar por el otro. Un cultivo de la sensibilidad que nace de la experiencia del otro y lo otro. Lo cual también significa que la comunidad, como la infancia, se nutre de “inocencia” en el sentido de atreverse, no solo a expresar que no se sabe, sino atreverse a confiar en el otro (sin maldad, ni prevención). Así las cosas, este no es solo un libro-experiencia (para recordar a Foucault), sino un libro-comunidad, un libro-infancia.
Ciertamente, infancia no solo es encuentro, sino también búsqueda. De allí el lugar de la pregunta, la curiosidad y la sorpresa. Es indagación, exploración y descubrimiento. Por eso, es una búsqueda que ofrece “significados y sentidos” (Kohan, 2020, p. 155), formas nuevas de ver el mundo y de habitarlo. Formas nuevas de preguntar. De allí su estrecha relación entre filosofía e infancia.
La Infancia es intensidad. Otra clave de lectura que alimentan los territorios de este libro. La infancia tiene que ver con la intensidad de la vida, de cada momento, de cada evento y emoción. Es un estar atento a lo que pasa y lo que nos pasa. Algo opuesto al entretenimiento, al dejar pasar. Trabajar con la y en la infancia, cultivar y cultivarnos en ella, no es, por tanto, una cuestión de entretener ni divertir. Es, por el contrario, un cultivo de la atención con los instrumentos y posibilidades propios de cada etapa y espacio. En efecto, el tiempo de la infancia no es “ludificación” ni eterno esparcimiento (si es que ello es posible). El carácter lúdico del tiempo infantil es creación, no evasión. Alerta sobre el simple “dejar pasar” y prepara para ese enfrentar y cuidar de lo que somos (en plural).
El juego en la infancia —y desde allí, en todo aprender— tiene este carácter de formación, modificación, de convivencia y coincidencia, de imaginación e invención. No es solo distracción. Si convenimos en que el tiempo de la infancia es el tiempo del aprender, entonces, también tenemos que admitir que es el tiempo en el que nos hacemos lo que somos y cuidamos de eso que somos. Tiempo en el que se conjuga con la pedagogía, con la filosofía y, en síntesis, con aquello que los griegos denominaban psicagogia.
Pasemos a otro punto en medio de esta especie de inventario en torno a la relación entre filosofía e infancia, eje transversal de los ejercicios que componen estos escritos. La infancia como actitud, involucra todo lo que se es y todo el tiempo que se es. Es el tiempo que recoge todos los tiempos. Es una inquietud que nunca deja en paz, que nunca nos deja tranquilos o tranquilas. Tal como la filosofía representada en la figura de Sócrates que, como tábano, tiene la misión de incomodar, desacomodar, provocar.
El tiempo de la infancia pone su impronta en todo. Todo lo altera, todo lo confronta, todo lo interpela. Es un tiempo impertinente, irreverente e intempestivo. La infancia es obstinada e incontrolable por lo que excede al propio sujeto y, por ello mismo, lo lleva más allá de sus límites, de lo normal, de lo acostumbrado. La infancia, en este sentido, es riesgo, es ponerse en riesgo. Es ex–ponerse, en el sentido de ponerse en frente, vulnerable y abierto. Infancia, asumir la infancia, ya lo hemos señalado previamente, es asumir la alteridad.
La infancia como la filosofía es potencia. No estado. Nunca quietud ni letargo. La infancia es un tiempo que ofrece tiempo, suspensión, atención. De allí su intensidad. Es un tiempo de encuentro, pero también de vínculo, de “conexión”, de entrelazamiento y confabulación. Tiempo de entrega, de confidencia y cuidado mutuo. Por eso es tiempo de “amor”. Pero no cualquier amor; no del tipo de amor sexualizado que hacen primar los tiempos presentes. Es un amor que es apertura, ternura, cuidado, compromiso, dedicación. Es del tipo de amor que nutre la relación pedagógica.
Quiero detenerme un momento aquí para ir llegando al final de estas notas. En el mundo greco-romano, toman forma tres vocablos relacionados con el amor. Podemos decir, quizás forzando un tanto los términos, tres formas de asumir el amor. En primer lugar, está el éros (Ἔρως), entendido como el amor erotizado, sexual, erótico. Junto a él se encuentra la philia (φιλíα), la amistad, el afecto. Se trata del amor filial, el amor fraterno que implica colegaje, cuidado, cercanía, vínculo, responsabilidad por el otro. Un otro que se hace uno de los propios (familia), un semejante, un próximo (prójimo). Y, por último, encontramos el término agapé (ἀγάπη). Este es un amor incondicional y reflexivo. En el mundo griego agapé asume el carácter de amor universal en oposición al amor personal (eros). Es un amor que trasciende la relación personal para hacerse amor universal, amor por la verdad, amor a la humanidad.
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