Solo así encontraremos el sentido a muchas cosas.
Marc Romera
Lo que está claro es que durante el Paleolítico nadie comía con la misma frecuencia con la que comemos hoy en día (ni desde luego el mismo tipo de alimentos). En aquel entonces no existía aquello de «comer cada tres horas para tener energía y evitar perder masa muscular», más que nada porque nos pasábamos la mayor parte del tiempo cazando para comer y comiendo para sobrevivir. Sin embargo, lo que seguramente recordarás de tus clases de historia del colegio es que las condiciones que tuvieron que enfrentar nuestros antepasados los Homo sapiens cazadores/recolectores fueron muy duras, lo cual tal vez nos conduzca a pensar que el cuerpo humano tuvo que desarrollar toda una serie de mecanismos que le sirvieran para adaptarse a su entorno y garantizar su supervivencia.
Salta a la vista que en aquella época, no nos despertábamos en las cuevas donde nos refugiábamos de los depredadores y sobrevivíamos a las frías y oscuras noches, y teníamos acceso al zumo de naranja con tanta facilidad como tenemos ahora. Cazar, lejos de ser una opción, se convertía en una obligación. Caminar durante largas jornadas expuestos a temperaturas extremas, también. Cuando no se cazaba, se recolectaba y en muchas ocasiones, durante varios días, ni siquiera se comía. Quizás por ello es por lo que cobra tanto sentido el ayuno intermitente en el contexto evolutivo.
De manera general, aunque hay múltiples enfoques diferentes que iremos detallando a lo largo de este libro, el ayuno intermitente consiste en alternar períodos de ingesta de comida (comprendidos dentro de la ventana de alimentación) con espacios donde no se come nada (comprendidos dentro de la ventana de ayuno), que van generalmente desde unas pocas horas (por norma general más de doce) hasta aproximadamente veinticuatro horas (más de eso se podría considerar ayuno prolongado). Por otro lado, la palabra intermitente hace referencia a la ausencia de un patrón definido, pudiéndose ayunar en diferentes momentos, días u horas y con diferente frecuencia (sin un orden preestablecido).
Lo que salta a la vista y SÍ podemos confirmar sin temor a equivocarnos es que estamos diseñados para ayunar (de eso no cabe duda). Prueba de ello fueron los más de 2,5 millones de años que duró el Paleolítico donde (como ya hemos visto) ayunar estaba a la orden del día (está en nuestros genes). Además, si nuestro organismo no se hubiera adaptado a enfrentar durante largos períodos de tiempo una absoluta escasez preservándonos la energía para los momentos en los que cazábamos o nos defendíamos de algún depredador, hoy no estaríamos aquí. Piénsalo.
De hecho, si investigamos en mayor profundidad una de las adaptaciones fisiológicas que se derivan a través del ayuno y quizás es uno de los motivos principales por los cuales pudimos sobrevivir a tan duras circunstancias, encontraremos que lejos de degradar masa muscular como señalan algunas fuentes (catabolismo), el ayuno intermitente ha demostrado retener más masa muscular que un enfoque tradicional hipocalórico ( https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/21410865/).
Incluso en otro estudio realizado en personas obesas, se llegó a demostrar como el ayuno intermitente sirvió para incrementar la masa muscular (aun con toda la pérdida total de grasa conseguida). Curiosamente, el mismo estudio comparaba además el resultado de ayuno intermitente combinado con un enfoque alto en grasa (45 % de calorías totales) contra otro moderado en grasa (25 % de calorías totales). El alto en grasa logró mayor ganancia muscular y pérdida de grasa.
Pero a pesar de todo, hay quienes creen que el ayuno intermitente es algo que solo pueden hacer los hombres. De hecho, son muchos los medios que desaconsejan su uso en mujeres. Sin embargo esto es un grave error, dado que ¡tanto hombres como mujeres tuvimos que enfrentar las mismas condiciones y nuestros genes se forjaron del mismo modo! De hecho recientemente el antropólogo Randal Hass y su equipo han publicado un estudio poniendo de manifiesto el posible papel de la mujer en la caza en las sociedades ancestrales de cazadores-recolectores. Este no es un hecho aislado puesto que se han encontrado varios entierros de mujeres con sus armas de caza en diferentes lugares durante el Pleistoceno y el Holoceno. Esto nos conduce a una verdad arrolladora. No somos tan diferentes entre hombres y mujeres y nuestra fisiología resulta muy similar, pudiéndose ayunar en ambos casos sin ningún problema. De hecho, ineludiblemente las mujeres también deberían entrenar la fuerza, no solo para verse mejor sino también por salud (lo veremos más adelante).
Además (si eres mujer y estas leyendo esto ahora), según este otro estudio ( https://academic.oup.com/ajcn/article/110/3/628/5527779) las mujeres que combinaban entrenamientos de fuerza con la práctica del ayuno intermitente (16/8) ganaron la misma cantidad de músculo que las que realizaban más comidas, pero perdieron algo más de grasa. La evidencia habla. Por algo Andrew Smith decía «la gente teme lo que no entiende», y no le faltaba razón.
Volviendo al tema principal, resulta curioso ver como las investigaciones en sociedades cazadoras-recolectoras contemporáneas muestran una prevalencia muy baja de las enfermedades occidentales.
¿Cómo es posible que hoy en día, en la comodidad de nuestros hogares y con la facilidad de acceso al alimento que disponemos, casi un 50 % de la población mundial tenga sobrepeso e ineludiblemente eleve el riesgo de padecer enfermedades metabólicas, y sin embargo durante el período más largo de la existencia del ser humano (Paleolítico), enfrentando circunstancias extremadamente difíciles y en un entorno hostil y de escasez, no las tuvieran?
El ayuno, sin duda, tiene mucho que ver en eso y posiblemente el uso de las grasas como sustrato energético, también. Eso se debe a que cuando ayunamos, durante las primeras 16-18 horas, se vacían nuestras reservas de glucógeno hepáticas (el glucógeno muscular solo puede ser utilizado por este tejido) para abastecer y cubrir las demandas energéticas de todos los tejidos, y más especialmente el sistema nervioso y el cerebro. Sin embargo, más allá de ese tiempo (lo explicaremos en detalle en el capítulo 9) se empieza a elevar la movilización de ácidos grasos (aunque también haga su aparición la gluconeogénesis) y su oxidación aumenta progresivamente con el paso del tiempo. En las horas posteriores, casi todos los tejidos reducen su consumo de glucosa y elevan el consumo de grasa exponencialmente, reservando la glucosa para el cerebro. Se promueve la cetogénesis gradualmente. Finalmente si se perpetúa el ayuno, tanto las grasas como los cuerpos cetónicos (que por cierto, son anticatabólicos) terminarán suministrando prácticamente el total de la energía.
De este modo, tras esta breve explicación podemos deducir y llegar a la conclusión de que la relación que guarda el ayuno con la manera en la que sobrevivimos a tan duras condiciones fue uno de los elementos clave y resultó esencial para la perpetuación de nuestra especie. Además esto explicaría como nuestro organismo recurría el noventa por ciento de las ocasiones a la grasa como principal fuente energética y un diez por ciento esporádicamente a la glucosa, mediante la gluconeogénesis (y no al revés como nos han hecho creer durante tanto tiempo).
Por eso aquellas sociedades cazadoras y recolectoras no sufrían las denominadas «enfermedades metabólicas modernas» y ahora, debido a un conjunto de determinadas circunstancias como la frecuencia de las ingestas (comemos cada tres horas), el desmesurado consumo de alimentos procesados e industrializados, la falta de actividad y el sedentarismo, el excesivo consumo de fructosa, azúcar y aceites vegetales, junto con hábitos tan desastrosos y perjudiciales como dormir poco, desequilibrar nuestros ritmos circadianos, vivir permanentemente estresados, etc., NOS ESTAMOS ENFERMANDO.
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