Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz «todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir». —Rafael Pérez Gay

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El frío les picaba como el diablo. Abrieron en la nieve unas cuevas para guarecerse, pero entonces el hedor del azufre y el humo que salía por los poros de la tierra les impidieron ya no digamos conciliar el sueño, incluso respirar.

Bien entrada la mañana, pisaron al fin la boca del volcán. El espectáculo de aquel caldero ardiente debió estremecerlos. Dejaron que la suerte resolviera quién iba a bajar. Perdió Francisco Montaño. El soldado se despidió con un apretón de manos y se descolgó, con ayuda de una cuerda, llevando un costal ceñido a la espalda. Según Cavo, bajó «catorce estados» –Cortés escribe que bajó «setenta u ochenta brazos»–, llenó el costal con fino azufre y volvió a la superficie. Para juntar ocho arrobas, tuvo que bajar siete veces más. Larios bajó seis veces y extrajo un quintal.

Cavo afirma que «alegres los españoles, por camino menos fragoso, volvieron a Coyoacán». Los mexicanos los seguían, mirándolos con estupor: sólo quien lo ha hecho sabe lo que significa alcanzar una cumbre. Cortés salió eufórico a recibirlos y prometió premiarlos.

Después del Popo, Montaño conquistó otras cosas. Participó en las expediciones de Michoacán, Pánuco y las Hibueras, y recibió encomiendas en el obispado de Tlaxcala –que luego Cortés le quitó «sin causa alguna», y también sin remuneración alguna.

Cuando una masa de viento extrae del smog la cúpula helada del Popo, la caravana de nieve del Iztaccíhuatl, pienso en Montaño. En la sencilla y prodigiosa aventura del conquistador Montaño.

1520

La noche de Blas Botello

En la lista de libros perdidos en la noche de la Historia –el arqueólogo Eduardo Matos sostiene que Hernán Cortés extravió durante la Noche Triste el diario en el que consignaba minuciosos pormenores de la expedición de conquista– acaso el más inquietante es el del nigromante Blas Botello.

Botello era el astrólogo de Cortés. De acuerdo con Torquemada, varias veces le anticipó al conquistador cosas que, efectivamente, más tarde ocurrieron. Bernal Díaz del Castillo lo describe como «muy hombre de bien y latino». «Decían que era nigromántico, otros decían que tenía “familiar” (tratos con un espíritu) y algunos le llamaban astrólogo», apunta Bernal.

Según Francisco Cervantes de Salazar, este nigromante indicó a Cortés la hora en que debía atacar a Pánfilo de Narváez, «para quedar señor del campo». Francisco de Aguilar dice que Botello anunció también que Pedro de Alvarado se hallaba cercado, y a punto de morir, en la batalla de Cempoala. Gonzalo Fernández de Oviedo recuerda que el astrólogo «echaba conjuros y presumía de pronosticar algunas cosas futuras».

El 30 de junio de 1520, sitiados los conquistadores en las casas viejas de Moctezuma, el capitán Alonso de Ávila se retiró a descansar al aposento que compartía con Botello. Encontró al astrólogo tumbado en una estera, llorando en silencio. Botello le dijo: «Sabed que esta noche no quedará hombre de nosotros vivo, si no se tiene algún medio para poder salir».

Alonso de Ávila le habló de esa profecía a Pedro de Alvarado. La noticia cundió rápidamente entre las tropas. Cortés no quería abandonar Tenochtitlan. «No caigan en agüeros» –decía– «que será lo que Dios quisiere». Él mismo recordó: «De todos los de mi compañía fui requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé hacerlo aquella noche».

Había granizado en Tenochtitlan. Caía sobre la ciudad una lluvia fuerte y persistente. Bajo esa lluvia comenzó la Noche Triste, la huida en que la mitad de las tropas españolas pereció, y en la que se perdieron «en las puentes» las monturas, las armas, el quinto que pertenecía al Rey, y el tesoro saqueado en las cámaras de Moctezuma.

Cortés logró alcanzar tierra firme, más allá del que luego sería conocido como Puente de Alvarado. Al comprobar que eran muchos los soldados que faltaban, volvió grupas y fue a buscarlos. Unos doscientos españoles no habían logrado cruzar los canales: regresaron al palacio de Moctezuma y se encerraron a piedra y lodo. Los días de todos ellos terminaron en el Gran Teocalli, frente a la piedra de los sacrificios.

Blas Botello fue uno de los que murieron en el camino. Uno de sus compañeros localizó su petaca. Contenía un talismán –un falo de cuero– y «unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos». El astrólogo había trazado ahí esta pregunta: «¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios?».

Relata Bernal: «Más adelante decía en otras rayas y cifras: “No morirás”. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: “Sí morirás”. Y decía en otra parte: “¿Si me han de matar también a mi caballo?” Decía adelante: “Sí matarán”. Y de esta manera tenía unas como cifras a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras, en aquellos papeles que eran como libro chico».

Al menos siete cronistas narran las angustiosas predicciones de Botello. Ninguno explica cuál fue el destino de su libro. Resulta interesante ese silencio.

En un ejército que creía en lo sobrenatural, con soldados que caían en agüeros y juraban ver «visiones y cosas que ponían espanto», ¿no habría querido alguno conservar para sí aquel libro prodigioso?

La Historia no vuelve a mencionar el libro mágico de Botello. A pesar del oscuro silencio, el libro merecía seguir rodando, pasar de mano en mano a lo largo de los siglos, alumbrando a las generaciones –a todas las generaciones que nos separan de la Conquista, el fatal augurio de su destino.

1521

La primera casa que hubo en México

Hace unos años, el Centro Cultural España, en Guatemala número 18, intentó ampliar sus instalaciones. Al reventar el piso de un antiguo estacionamiento, en un predio que había pasado el siglo xx sin sufrir apenas modificación alguna, salieron a la luz los restos de una construcción prehispánica, una banqueta pequeña, el arranque de una escalinata, varias pilastras demolidas, las ruinas de una habitación de estuco y el eco de lo que fue alguna vez un patio con piso de lajas. Acababa de aparecer, después de casi 500 años sepultado en el lodo, lo poco que queda del Calmécac, la escuela donde se entrenaban para gobernar los hijos de los nobles mexicas.

Qué extraño mirar esas piedras que en 1521 quedaron sumergidas en la oscuridad, en medio de un silencio que nada rompió nunca. Mientras caminaba por el recinto tuve la impresión de que la Ciudad de México acababa de abrir el baúl de sus recuerdos: yo miraba exactamente lo mismo que un día vieron Cortés, Sandoval, Alderete, Alvarado. Lo mismo que vio Bernal la tarde del siglo xvi en que cayeron los últimos vestigios de un esplendor irrepetible; el día en que la antigua soberana de los lagos, calle por calle, casa por casa, al fin fue demolida.

Esto mismo debió tener enfrente el buen Motolinia cuando escribió uno de los episodios más inolvidables de la crónica mexicana, el de la séptima plaga y la destrucción de México, «cuando se deshicieron los templos principales del demonio».

Guatemala resulta una de las calles más antiguas de la urbe. En ella, llamada en 1524 calle de los Bergantines, Cortés repartió los primeros solares entre sus hombres. Fue en Guatemala donde los conquistadores levantaron la primera casa que hubo en la ciudad, la construcción conocida como las Atarazanas, una fortaleza en donde se depositaron los trece bergantines empleados en el asalto a Tenochtitlan.

Cuando abandono las sombras, las entrañas del Calmécac, sigo de largo entre los edificios hundidos, las fachadas de tezontle, las hornacinas con santos y los sillares de cantera. Intento ubicar el punto donde se alzó la primera casa de México.

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