Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón le ha devuelto a la crónica sus poderes: voluntad de estilo, erudición, sencillez y profundidad a un tiempo, pasión por los secretos, gran misterio revelado en un relámpago histórico. En pocos escritores el periodismo ha alcanzado la calidad y altura prosísticas con las que De Mauleón resuelve sus reportajes y sus textos de prensa. En las páginas que ha escrito desde hace más de veitne años y en varios libros fundamentales de historia urbana, la crónica vuelve a ser relato, ensayo personal, indagación íntima, reconstrucción de época, todo puesto bajo la destreza de una mano que dirige y organiza las tramas de éste y otros tiempos. La ciudad que nos inventa es el libro más improtante que se haya escrito en el México moderno sobre el laberinto urbano que habitamos día a día. Al mismo tiempo historia social e íntima formada por miniaturas colosales, datos curiosos, revelaciones insólitas, la ciudad brilla desde el año de 1509 hasta la demolición del Cine Teresa y la celebración de los doscientos años de la Catedral. ¿Quiere usted saber la historia de la cerveza, del galeón de Manila, del año de la peste, de las rameras corregidas, de la Estación Buenavista? En estas páginas se encuentran historias, personajes, calles, luces de la ciudad a través de crónicas de seis siglos, la ciudad que como escribió Paz «todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, / la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir». —Rafael Pérez Gay

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En lo que me dices de mis hermanos y parientes, son unos perros que me han comido cuanto han podido y aunque Dios me diera caudal, primero se lo dejara al más extraño que a ninguno de mis parientes. [Carta de Marcos Ortiz a su padre, 1589.]

Me detengo, quinientos años más tarde, ante la escalinata del Edificio de Correos de la Ciudad de México, el opulento palacio de estilo ecléctico que el general Porfirio Díaz inauguró en 1907 y el arquitecto Adamo Boari bañó con vitrales y bronces y mármoles florentinos. Enorme, grandioso, excepcional, el palacio expresa la importancia que tuvieron las cartas en un mundo en donde el teléfono era aún privilegio de los ricos.

Todo eso terminó. Ahora, el palacio recuerda un cementerio abandonado, un museo al que no asiste la gente. Hay algunos empleados, pero no encuentro carteros, ni cartas, ni público. ¿Quién gastaría su tiempo escribiendo misivas que tardarán un mes en llegar o acaso no llegarán nunca? El nobilísimo arte al que Erasmo dedicó el más leído de sus tratados, finalmente fue asesinado por el .com.

En 1580, medio siglo después de que Hernán Cortés escribiera la primera de sus Cartas de Relación, el grueso flujo de correspondencia entre el viejo continente y la capital de la Nueva España originó la creación de un incipiente sistema postal compuesto por jinetes, cabalgaduras y peones encargados de tareas diversas. Ese año, un hombre del que no queda siquiera un retrato, Martín de Olivares, fue nombrado Correo Mayor de la Nueva España. Sus oficinas, situadas en una casa cercana al palacio virreinal, se volvieron un referente que terminó por dar nombre a cierta importante arteria de la capital: Correo Mayor. Olivares recibía cada tantos meses los cajones de cartas y clavaba en lugar visible una lista con los nombres de los vecinos a los que había llegado correspondencia. No es difícil imaginar a los interesados, atravesando a grandes zancadas las calles de tierra de aquella ciudad misteriosa para romper los sellos de la carta, y recibir las nuevas que se habían esperado temblando.

Tuvieron que pasar otros cincuenta años –1628– para que se formara al fin un servicio de carteros que entregara la correspondencia a domicilio. Tampoco en este caso hay que hacer un gran esfuerzo para ver pasar a los carteros, judíos errantes de la urbe, con un pesado saco al hombro, buscando «destinatarios» en calles que aún carecían de nombre, y en casas adonde la numeración iba a tardar más de otro siglo en llegar.

En 1522, Erasmo de Rotterdam publicó su célebre manual de epistolografía, De conscribendis epistolis , con ejemplos que ayudaban a escribir una carta con virtuosismo. Aunque Hernán Cortés había escrito varias cartas perfectas antes de que la obra de Erasmo fuera publicada, para la gente común la escritura de una carta no resultaba algo sencillo. Ángel de Campo –el imprescindible Micrós – relató en una crónica que en el siglo xix este trabajo podía llevar un día entero:

La dama, péñola en ristre, usaba «falsa», goma, cuchillo, rascábase la coronilla, probaba los puntos, mojábalos en saliva, dibujaba una letra, se le iba el santo al cielo, derramaba el tintero, se manchaba el vestido, regañaba a la criada, tomaba dos vasos de agua para calmarse, preguntaba de uno a otro balcón a su prima la profesora si anhelo llevaba una, dos, o cuántas haches; aclarada la duda volvía al suplicio, y le faltaba el papel…

Y sin embargo, todo mundo las escribía. El mundo se comunicaba en cartas. Un caudal de la literatura se hizo con relatos, cuentos y novelas que comenzaban con la llegada o el hallazgo de una carta.

En las primeras décadas del siglo xx, Salvador Novo anunció que el teléfono militaba victoriosamente contra el género epistolar, sostuvo que la Larga Distancia atentaba contra la duradera belleza testimonial que poseía una carta. El «¿Con quién hablo?» remplazaba al «Estimado señor».

Novo murió en el año 74. En una época en la que el iPhone milita victoriosamente, los armatostes telefónicos que a él le preocuparon son piezas de museo, el Edificio de Correos está completamente vacío, y de todo aquello sólo quedan recuerdos.

Asciendo como un fantasma por la escalinata solitaria del palacio postal. No veo a nadie más. Aquí no hay nadie más.

Soy el fantasma del Correo.

1519

La prodigiosa aventura del conquistador Montaño

En 1519, Hernán Cortés pasó entre las cimas que resguardan el valle de México. A él se debe el primer relato español sobre la existencia de los volcanes. El Popocatépetl se hallaba entonces en un periodo de actividad febril. Según Cortés, del cráter salía a toda hora un «gran bulto de humo» que llegaba «hasta las nubes tan derecho como una vira». «Es tanta la fuerza con que sale» –escribió, admirado, el conquistador–, «que aunque arriba en la sierra anda siempre muy recio viento, no lo puede torcer».

Cortés eligió a diez hombres y los envió al volcán con la orden de averiguaran «el secreto de aquel humo, de dónde y cómo salía». Diego de Ordaz quedó al frente de la expedición. Cortés escribe que el grupo no pudo llegar al cráter «a causa de la mucha nieve que en la sierra hay, y de los muchos torbellinos que de las cenizas que de ahí salen andan por la sierra, y también porque no pudieron subir por la gran frialdad que arriba hacía».

La expedición vio desde aquella altura la gran Ciudad de México «y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados» y regresó con trozos de carámbanos y nieve, para que sus compañeros los vieran.

En el siglo xix, el barón de Humboldt describió científicamente aquellos volcanes. Los artistas viajeros Daniel Thomas Egerton, Carl Nebel y Johann Moritz Rugendas iniciaron con ellos el registro visual de la naturaleza mexicana –e inauguraron acaso «lo pintoresco». Las cúpulas heladas del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl habitaron los cuadros de José María Velasco, Eugenio Landesio, Saturnino Herrán, Adolfo Best Maugard, Joaquín Clausell, Diego Rivera, Luis Nishizawa y Jesús Helguera. El fantástico Doctor Atl, quien dedicó su vida a pintarlo, tuvo en una cueva del Popo su «habitación habitual».

Los volcanes están en las fotos de Hugo Brehme, Michael Calderwood, Manuel Ramos y Charles B. White; es posible hallarlos en los poemas de José María Heredia y José Santos Chocano… Están incluso en el telón de vidrio opalescente que la casa Tiffany hizo para el Palacio de Bellas Artes.

Y sin embargo, cuando los miro, solo puedo pensar en la inaudita audacia del conquistador Francisco Montaño.

Acababa de caer Tenochtitlan y el ejército de Cortés se había quedado sin pólvora. Cortés se volvió a mirar el gran bulto de humo que salía del Popo como una vira, y ordenó a algunos soldados –el padre Andrés Cavo los identifica como Montaño, Larios y Mesa– «que subieran al volcán por piedra azufre». A fin de que se hiciera público el arrojo de los españoles (era obvio que los indios le temían al volcán: el recuerdo de bestiales erupciones seguía ardiendo en la figura ubicua del dios viejo del fuego), el capitán hizo que un ejército indígena los acompañara.

En 1519, la expedición de Diego de Ordaz se las había visto negras. El volcán arrojó piedras quemadas y mucha ceniza; luego comenzó a temblar de tal modo que los soldados «estuvieron quedos sin dar más paso adelante hasta de allí a una hora». No era fácil la encomienda que Cortés hacía a Mesa, Larios y Montaño.

Los soldados salieron de madrugada. Al anochecer, no habían logrado aún alcanzar la cumbre. El padre Cavo cuenta que tuvieron que subir a gatas, afianzándose con unos clavos que llevaban en las manos. Uno de los soldados resbaló y cayó varios metros; «de no haberse atajado entre los carámbanos duros como acero, se hubiera despeñado».

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