Prólogo a dos voces
I
La mayoría de las mujeres tarde o temprano llegamos a la decisión de la maternidad. Para muchas, la resolución de tener hijos está determinada por el mandato social o cultural que supone el ejercicio de nuestra capacidad biológica. Para algunas es posible detenerse ante la encrucijada y tomar la decisión de ser o no ser madre de acuerdo con su voluntad. Para las mujeres que escribimos, la encrucijada supone ciertas trampas y meollos difíciles de reconocer a simple vista. Durante mucho tiempo se nos hizo creer en que la escritura suponía por fuerza una renuncia, sacrificar la vida personal en aras de una consagración: si queríamos ser «realmente» escritoras, escritoras «de verdad» (según el modelo de escritor instituido por los escritores varones), debíamos renunciar a la maternidad. Durante mucho tiempo las madres escritoras, las escritoras con hijos, nos hemos sentido en conflicto ante la exigencia de una forma hegemónica de entender la literatura como una consagración, algo que sucede en el encierro, en la torre de marfil, en la enajenación del mundo y de esas supuestas nimiedades cotidianas que conforman el sostén de la vida. Una madre con hijos pequeños no puede enajenarse de la vida. Sin embargo, a lo largo de la historia las mujeres con hijos nos las hemos ingeniado para encontrar otras formas de escribir, que muchas veces resultan ser más vitales, en contacto con ese universo material o tejiendo metáforas para escapar de él, para jugar con él. La realidad, como apunta Ursula K. Le Guin en su lúcido ensayo «La hija de la pescadora»*, es que existen referentes de autoras que fueron madres. El proceso creativo no puede pertenecer a los varones blancos encerrados en su torre de marfil esperando a la musa, pues eso hace que todas perdamos humanidad. A partir de aquí, cada una ha tenido qcharoverrideue encontrar sus propias respuestas: para Alice Walker pasa por tener sólo un hijo, para Harriet Beecher Stowe implicó escribir en la mesa de la cocina, para Carmen Martín Gaite mirar a su niña dormida en la cuna mientras escribía. En armonía con esta búsqueda, las escritoras que decidimos no ser madres también encontramos formas distintas de acercarnos a la literatura y a la vida desde nuestro cuerpo de mujer, desde nuestra experiencia particular de la feminidad. En proyectos como éste nos acercamos a las escritoras con hijos para tender redes de sororidad y beneficiarnos mutuamente de esas correspondencias.
¿Y para nosotras? ¿Qué significa para nosotras en tanto escritoras mexicanas del siglo XXI? ¿Qué lugar ocupamos, ya no frente a la presión social de un entorno históricamente guadalupano sino al mirarnos en el espejo de nuestros propios procesos creativos?
En este libro dialogan las voces de catorce mujeres que escriben. Algunas tienen hijos, otras decidieron no tenerlos. Cuando comenzamos a plantear la idea de esta antología pensábamos partir de la narrativa del contraste, de la confrontación que busca entablar un diálogo con la otra; queríamos un flipbook que de un lado pusiera a las autoras con hijos y del otro a las autoras sin hijos. Sin embargo, conforme fuimos recibiendo los textos de diferentes generaciones, de orígenes y contextos tan distintos, nos dimos cuenta de que en lugar de una narrativa de la confrontación, lo que sucedía con la suma de todas estas voces era un diálogo diverso de encuentros y diferencias, una reunión donde confluyen las distintas trayectorias vitales para encontrarnos y acercarnos a la experiencia que nos es ajena. Estas catorce voces, dispuestas en el libro de acuerdo con las correspondencias e hilos que tramaron unas en relación con otras, son halos de luz que revelan los matices de los distintos senderos, al tiempo que dejan expuestos los meollos y las trampas de la encrucijada de la maternidad. Estamos seguras de que las lectoras sabrán reconocerlos y reconocerse a la hora de cruzar.
Desde que nació la idea de este libro, la pandemia llegó a arrasar con la vida de hombres y mujeres sin importar su ocupación. Hemos visto con tristeza cómo los derechos laborales de las mujeres retroceden en todo el mundo. La labor de los cuidados es una de las grandes asignaturas pendientes en nuestro país y en muchos otros. Ojalá pudiéramos decir que el tema que tratamos está superado, pero en realidad posee una actualidad dolorosa. Sin saber todavía muy bien cómo vamos a salir de esta situación de salud y sus consecuencias, nos damos cuenta de que los caminos se empalman, se traslapan y se bifurcan. Ojalá no se nos acaben las palabras para transitarlos. Ojalá que el diálogo pueda continuar frente a un mundo que cambia de forma inexorable en un parpadeo.
AVE BARRERA Y LOLA HORNER
Las madres que nos habitan
Socorro Venegas*
En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas;
me alejo sin cesar.
No me preguntes cómo pasa el tiempo.
JOSÉ EMILIO PACHECO
Tal vez la maternidad sea una caja de resonancias infinitas. El afluente sanguíneo donde se juntan la madre, la abuela, la bisabuela, las mujeres que nos vuelven una constelación de miradas e historias. Al pensar en ellas afloran preguntas que no se han pronunciado en voz alta, pero que gravitan sobre vidas enteras. Mi abuela perdió a su madre cuando apenas contaba doce años. Su padre, un excombatiente zapatista, la casó a esa edad. De un momento a otro se convirtió en una niña responsable de gestionar un hogar. No hubo elección, la suya no fue una vida donde pudiera tomar las decisiones fundamentales. ¿Cómo aprendió a ser madre, cómo asimilaba lo que le estaba sucediendo? Tuvo siete hijos y un marido que desapareció. Creo que en el alma de mi abuela hubo siempre más interrogantes que respuestas.
Durante dos años mi madre temió no poder concebir. Estaba lejos de su tierra y de su gente cuando nací, y no le gustó dar a luz una niña. Ella había experimentado en carne propia que ser mujer sumaba una desventaja tras otra. Mi abuela había protegido más a sus hijos varones, reproducía de alguna forma el gesto de su padre: las niñas son un problema del que hay que deshacerse pronto.
Es verdad que hay preguntas que no hice a mi abuela antes de que muriera; tampoco se las he hecho a mi madre. Me enseñaron a verlas así: mujeres intocables en sus silencios.
***
Leo muy conmovida Tiempo de llorar, de María Luisa Elío, española exiliada en México. Se trata del relato autobiográfico de su regreso a Pamplona, lugar en el que transcurría su infancia cuando su padre fue preso, durante la Guerra Civil. Tres años pasan en los que la niña, sus dos hermanas y la madre ignoran si él sigue vivo. Al cabo de varias peripecias logran escapar a Francia, donde un día se reencontrarán con el padre, un hombre tan golpeado por las penurias y la experiencia de la clandestinidad que les costará reconocerlo.
Años más tarde, desde el exilio y en medio de una crisis, María Luisa decide viajar a su ciudad natal junto con Diego, su hijo de cinco años. Lo ama profundamente, y encuentra en él una especie de dispositivo vital: «Comprendo que por mi hijo no puedo quedarme así, sin moverme, sin hablar, casi sin pestañear». Ese acompañante se convierte en un ancla poderosa que la conecta a la tierra.
Alguien dijo que los niños no sienten nostalgia. Si es así, Diego se presenta como un contrapeso insuperable para esta mujer que va buscando el Edén perdido de su niñez, los rincones compartidos con su familia, una madre que aún no enfermaba y el amor por el padre que nunca retornó, convertido en alguien distinto. Necesita volver a mirar lo que recuerda. Cristalizada en un tiempo lejano, María Luisa escribe: «Algunas noches tengo miedo de llegar a la nada y me agarro a la mano de mi hijo, como si fuera la única verdad».
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